Primero borraron personas y luego borraron murales para negar la verdad. En el entretanto, algunos se ofenden por el uso de la palabra “cucha” y actúan como “policía del lenguaje”. Para no escribir sandeces, hurgué en los diccionarios de “colombianismos” y “americanismos”.
Mucho le debe el diccionario al imaginario popular y a los modos en que habla la gente en la calle en cada época. Las palabras nacen de los mismos seres humanos y es su uso cotidiano lo que les otorga un sentido. Están ahí para usarse aunque a algunos les ofenda. El lenguaje es rasgo y testimonio de lo que somos, de nuestra identidad.
Crecí en una barriada donde todavía muchos jóvenes llaman cucha a la mamá y cucho al papá. Allá me eduqué en un colegio del Distrito que lleva el nombre de una de las miles de víctimas de la violencia de este país: Rodrigo Lara Bonilla. En ausencia de los profesores, hacíamos relajo (recocha) en vez de estudiar, pero teníamos un espía atento: —Truchas que viene la cucha, gritaba aquél. Y en cuestión de segundos estábamos, cual angelitos, sentados en los pupitres, de cabeza en los cuadernos.
En la novela “La mujer que debía morir el sábado por la tarde”, publicada en 2023 y basada en hechos reales ocurridos en Bogotá, se lee la siguiente frase en la página 121: “Cucha, voy a donde mi novia y no me demoro”, dicen que le dijo a la mamá, pero su cuerpo apareció a la orilla del río Tunjuelo. Su familia lo reconoció en la morgue.
El país se ha visto inmerso en una discusión en torno a la palabra cucha, por cuenta del mural que ordenó borrar la alcaldía de Medellín, pisoteando el dolor de las madres que siguen buscando a sus hijos desaparecidos, entre ellas Margarita Restrepo, que lleva 22 años tras el rastro de su hija Carol Vanessa, según este artículo de El Espectador.
La Personería de Medellín anunció que investigará a los funcionarios que ordenaron esta afrenta contra la memoria histórica. Ojalá sea cierto.
En las redes sociales la gente se manifestó indignada contra el periodista Néstor Morales por insinuar que los propios familiares podrían haber llevado los restos óseos de las víctimas a la fosa común de La Escombrera.
Días después, a través de un estremecedor relato, el portal Vorágine desenterró la verdad: “Las confesiones que conectan la operación Orión con el horror de La Escombrera”.
“… subían a la víctima a lo más alto de la montaña, allá donde ya no había ni una sola casa y comenzaba un sinuoso terreno escarpado atestado de basura, arena y materiales de construcción. Con el cielo como único testigo, abrían un hueco en la tierra y ajusticiaban al señalado. Así lo hicieron una, y otra, y otra, y otra vez. (…) Los ponían en las volquetas que subían con escombros, y allá los arrojaban. También los llevaban a que ellos mismos abrieran su fosa y ahí los metían. (…) “la incursión militar que se ejecutó entre el 15 y el 16 de octubre dejó como resultado 80 civiles heridos, 17 homicidios cometidos por la fuerza pública, 71 personas asesinadas por los paramilitares, 12 personas torturadas, 370 detenciones arbitrarias, 6 desapariciones forzadas registradas durante la operación y más de 100 en los días y meses posteriores”.
La indignación aumentó, el mural fue pintado de nuevo y, como no hay mal que por bien no venga, en otras ciudades se hizo lo mismo: Incluso, apareció un nuevo grafiti: “Mientras los medios sigan mintiendo, las paredes seguirán hablando”. Un confidencial de El Espectador reveló que el diario japonés Nikkei Shinbum “mandará a Colombia un equipo para hacer un reportaje sobre el grafiti, empezando en Bogotá”.
Gustavo Álvarez Gardeazábal, de quien tengo un mejor concepto como autor, escribió lo siguiente en Las 2 Orillas: “El grafiti es estéticamente horroroso y las cuchas de Fico son imitación de las abuelas de Plaza de Mayo en Buenos Aires, pero eso no importa. La sorda batalla por inculpar a Uribe y a la sociedad antioqueña de haber permitido lo que sucedió, vuelve a las cuchas en su dolor unas piltrafas usables y se lleva por delante armonías y esperanzas, dando paso otra vez al espíritu de la venganza que ha regido siempre en nuestra patria”.
¡Cuántas imprecisiones, -pero sobre todo cuánta mala leche- en un solo párrafo! Señor Gardis, no son “las cuchas de Fico”, ni son piltrafas. Son las madres que décadas después siguen llorando a sus hijos desaparecidos por la fuerza. Que sea estéticamente horroroso es una opinión más en un mundo donde para gustos los colores.
Decir que son una imitación de las madres de la Plaza de Mayo es burlarse de su humanidad y de su tragedia, es insinuar que el dolor de las madres argentinas es legítimo ante los crímenes cometidos por la dictadura de Videla en los años 80, y en cambio el dolor de las madres colombianas es un remedo, como si las lágrimas de ellas y la sangre de colombianos inocentes no tuvieran valor alguno. Y sí, lo reconozco: no lo tienen porque por algo andamos en estas. Nada hemos aprendido, salvo a matarnos.
Luego señala Álvarez Gardeazábal: “Si existe una gran parte de antioqueños que solo desean perdón y olvido sobre el pasado sangriento que montaron narcos y militares, hay otros que le siguen echando toda la culpa a Uribe por haber encabezado la batalla contra el avance de las guerrillas”.
Es una lástima que un escritor de su talla, que en el pasado denunció la sinrazón del poder en su novela Cóndores no entierran todos los días, use ahora su pluma para denigrar de mujeres indefensas, que lo único que encontraron fue una pared para gritar su sufrimiento, pues no tienen el privilegio de ser recibidas en tertulia como los poderosos de este país, en una hacienda y al calor de unos güisquis.
Se equivoca al invocar el perdón y el olvido. Es lo que quieren los negacionistas. Porque lo que llaman censura es en realidad negacionismo. Las cosas por su nombre.
Si el escritor vallecaucano releyera su propia obra, recordaría que las guerrillas colombianas también deben su génesis a dos partidos políticos colombianos: Liberal y Conservador (Cachiporros o chusmeros, Chulavitas y Pájaros corresponden a la Violencia bipartidista de los años 40 y 50), y tal vez se ahorraría las barbaridades que ahora dice.
Añade una ofensa más a las madres en aras de congraciarse con su amigo expresidente. Exculparlo es asumir el papel de juez que absuelve a las carreras sin esperar a que las investigaciones determinen hasta dónde llega la responsabilidad de la Operación Orión, la cual se realizó bajo el gobierno de Álvaro Uribe Vélez, en 2002.
Bien dicen por ahí: con los años no nos hacemos más sabios; simplemente nos hacemos más viejos (más cuchos si quieren), despojados de razón y de memoria.
Ramiro Bejarano, el columnista de El Espectador, escribió: “La decisión imbécil, por decir lo menos del alcalde de Medellín de borrar el grafiti ´Las cuchas tienen razón´, dizque porque afeaba la ciudad, revela un talante censurador. Lo que afeó la ciudad fue la toma criminal de la Comuna 13 y las desapariciones en La Escombrera, de lo cual nunca se ha dolido el alcalde Gutiérrez. Lo que dejó claro el mandatario es que en su terruño está prohibido hablar mal o siquiera incomodar a Álvaro Uribe”.
A Carolina Sanín, la escritora bogotana, no le gustó ni cinco la palabra cuchas. Trató a los grafiteros de incapaces por no escribir mujeres en vez de cuchas. Y en su habitual estilo provocador, metió al baile a otro colectivo que nada tiene que ver con el asunto: “Me pregunto si dirían ´los maricones´ para referirse a hombres homosexuales ´cariñosamente´”, trinó.
Luego posteó:
“Los varoncitos furiosos porque una mujer les dice cómo no queremos que nos llamen. Nada nuevo bajo el sol: el complejo de castración de siempre”.
Después insistió: “Las mujeres no nos llamamos “cuchas” entre nosotras”.
Y siguió posteando:
“¿Han visto la cretinada de los que justifican el uso de «cucha» diciendo que viene del muisca? «Puta» viene del latín y también critico que le digan a una mujer «puta». Y «cariñosamente» también es criticable. Piensen antes de creer que argumentan, mentecatos”.
A Sanín se le olvida que no todo el país vive en una burbuja con los privilegios de la gente bien hablada. Incluso, muchos deben hablar en inglés británico perfecto, que -dicen las buenas lenguas-, es “el inglés más puro”. “Las womans tienen razón”. Estamos por llegar a eso, en el afán de renegar hasta de nuestras raíces. Es una lástima que no repartieron sangre azul para todos.
Para la gente sin pedigrí la mamá es la cucha y la abuela es la cuchita. El papá el cucho y el abuelo el cuchito. Se dice con amor. Incluso, con el amor genuino hacia la cucha que crio a sus hijos en medio de la pobreza, muchas veces sola, en lugar de dejarle esa tarea a la empleada del servicio, porque -¡ah caramba!- muchas de ellas siguen siendo hasta la vejez la empleada del servicio en casas de gente acomodada. El pobre, con menos educación, demuestra su afecto con lo que tiene, y sabiendo que no son dueños de nada, se expresan con las palabras. Sería el colmo que también eso se les quiera arrebatar, aparte de la vida.
Otra vez se nos sale el clasismo queriendo parecer políticamente correctos. Muchas expresiones de los sectores populares, especialmente de las comunas de Medellín, Cali o Bogotá, como parce y gonorrea, por inmundas que nos parezcan, se han vuelto comunes en la jerga latinoamericana. Se lo debemos a la música, al cine y la literatura. Si de aplicar la corrección se trata, tocaría cancelar a Juanes, películas de Víctor Gaviria y novelas de Fernando Vallejo como “La virgen de los sicarios”, pues cada uno de ellos, a su manera, elevó a la categoría de arte la cultura popular, más no son los únicos. En Medellín lo llaman “parlanche” y tiene diccionario propio.
Para no escribir sandeces, me fui hasta la Biblioteca Luis Ángel Arango, aquí en Bogotá. Según el diccionario de “Colombianismos” del padre Julio Tobón Betancourt, la palabra cucho (cucha) es de origen quichua (quechua, voz amerindia que se habla en los Andes centrales de Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile y Argentina), y uno de sus significados es “Viejo, voz de cariño”.
No encontré pruebas de que cucha en muisca signifique “Mujer más bella que el arco iris”, como desinforman algunos en las redes sociales.
No conforme, consulté el Diccionario de Americanismos, disponible en la página web de la Asociación de Academias de la Lengua Española. Corrobora lo anterior y amplía las definiciones: 1. Viejo, anciano, catano. 2. Profesor que enseña en colegios y universidades. 3. Referido a persona, guapetona, bien parecida.
En el libro “Bogotálogo: usos, desusos y abusos del español hablado en Bogotá”, escrito por Andrés Ospina para Alcaldía Bogotá en 2011, la palabra cucha tiene tres definiciones: 1. Anciana. 2. Maestra, por lo general en un plantel de educación media vocacional. 3. Progenitora. Una variedad del término es la palabra Cuchacha: “Híbrido entre dama de avanzada edad y jovencita. Cucha y muchacha a la vez”.
En la presentación del “Bogotálogo” se lee: “…no es necesariamente un documento para eruditos ni para especialistas, lo cual confirma la intención de democratizar el acceso al conocimiento y de no privilegiar los saberes cultos en el sentido tradicional de la expresión”.
Queremos dar cátedra de lenguaje refinado negando que esta es una nación pluriétnica y multicultural, así protegida por la Constitución del 91 en su artículo 7º. Por lo tanto, no deja de ser curioso que una escritora acuda a la corrección para ponerle candado a la lengua.
“El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana”
Estoy por creer que más pronto que tarde la palabra Cucha entrará por la puerta grande del diccionario de la Real Academia Española, por cuenta de este episodio, que nos recuerda que Colombia es más que sus apellidos ilustres, menos mal.
Usar la palabra cuchas en este contexto no debería ser una ofensa para nadie. Es un homenaje a la persistencia de las buscadoras. No censuremos a los jóvenes por cómo se expresan; más bien pongamos el grito en el cielo para que se les respete la vida y ninguna madre tenga que seguir paseándose con su duelo eterno en busca de una justicia retardada.
Ah, una infidencia: mi cucha se llama Miriam.
Alexander Velásquez
Escritor, periodista, columnista, analista de medios, bloguero, podcaster y agente de prensa. Bogotano, vinculado a los medios de comunicación durante 30 años. Ha escrito para importantes publicaciones de Colombia, entre ellas El Espectador, Semana (la antigua); El Tiempo y Kienyke. Ha sido coordinador del Premio Nacional de Periodismo CPB (ediciones 2021, 2022, 2023). Le gusta escribir sobre literatura, arte y cultura, cine, periodismo, estilos de vida saludable, política y actualidad. Autor de la novela “La mujer que debía morir el sábado por la tarde”. El nombre de este blog, Cura de reposo, se me ocurrió leyendo “La montaña mágica”, esa gran novela de Thomas Mann.
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