El país está pendiente de lo que diga el presidente y a la hora que al hombre le dé la gana decirlo, incluso si lo dice con mala ortografía. Entre tanto, la prensa subestima a sus audiencias.
El país está pendiente de lo que diga el presidente y a la hora que al hombre le dé la gana decirlo, incluso si lo dice con mala ortografía. Entre tanto, la prensa subestima a sus audiencias.
“La prensa libre debe abogar siempre por el progreso y las reformas. Nunca tolerar la injusticia ni la corrupción. Luchar contra los demagogos de todos los signos. No pertenecer a ningún partido. Oponerse a los privilegios de clases y al pillaje público. Ofrecer su simpatía a los pobres y mantenerse siempre devota al bien público”: Joseph Pulitzer, periodista y editor de prensa. Un prestigioso premio de periodismo lleva su nombre.
Seguirle los pasos y sus desvelos al presidente se convirtió en sagrada obligación.
Tan cierto es lo que digo que a un joven periodista costeño, que escribe para un portal de noticias en Bogotá, su jefe lo regañó por no estar despierto a las 3:00 de la mañana de aquel domingo histórico en que Petro desafió a Donald Trump en la red social X, mientras medio país, incrédulo, se persignaba vaticinando que el presidente llevaría al país del Sagrado Corazón al caos económico por hablarle durito al todopoderoso del norte, aquel que podría dejar en rines, él sí, al icónico Tío Sam. No sé si sea muy temprano para asegurar que la segunda temporada de Trump en la White House es un auténtico fiasco, aunque por fortuna están los jueces para ponerlo en su sitio.
Las redes sociales de los antipetristas se alimentan de Petro; de no existir él, a lo mejor estarían vacíos de contenido.
No obstante, desestiman la inteligencia de Gustavo Petro sus oponentes pero también una parte importante de esa prensa que exuda el sesgo a través de los titulares. Los periodistas —y más que los periodistas, ciertos directores de ciertos medios—, no han tenido tiempo para, en su afán protagónico, detenerse y pensar a quién realmente afectan con lo que dicen o callan por medio de un encabezado. Para desarrollar mi punto, pondré unos poquitos ejemplos:
Tituló El Colombiano: Senado vs. Petro: así fue el choque en el Congreso tras el hundimiento de la consulta popular.
Tituló Pulzo: Congreso se le paró a Petro y le tumbó la propuesta de consulta popular.
Tituló El País de España: El Senado hunde la consulta popular de Petro y el presidente denuncia fraude en la votación.
Tituló El Tiempo: El detrás de cámaras de la nueva derrota del gobierno de Gustavo Petro: así se hundió la consulta.
Tituló La Silla Vacía: Senado derrota a Petro pero asume el peso de la laboral.
Mi punto es que, al centrar las noticias en Petro, los medios desconocen que desde el 2022 hay un gobierno legítima y democráticamente constituido, y agregan más carbón al fuego de la polarización.
Recomiendo este oportuno editorial de El Espectador: “No estaríamos en los discursos tan extremistas que hemos visto si el Congreso se hubiera tomado en serio la necesidad de mostrar transparencia y apertura al diálogo”.
Nótese que, según cada titular, el derrotado es Gustavo Petro, no la clase trabajadora que está pendiente del destino de la reforma laboral. Intentando debilitar y empequeñecer a un presidente, la prensa le otorga a un hecho coyuntural y de la mayor relevancia, el tratamiento de un partido de fútbol cualquiera.
Sin embargo, al usar la palabra derrota con tanta alegría, casi con premeditación, terminan por mostrar al presidente como aquel pobre hombre que lucha solo al jugarse sus restos por la clase obrera, que es mayoría en este país. Entonces, en lugar de apocarlo (y opacarlo), terminan por agrandarlo. Visto así, hoy Gustavo Petro es el David enfrentando al Goliat que legisla, al Goliat que informa (o desinforma, según quien lo vea) y al Goliat empresarial, el de los gremios, que, por cierto, andaban sospechosamente calladitos hasta que este trino de Ernesto Samper, el único expresidente con espíritu progresista, los puso a hablar.
La prensa y los adversarios pusieron a Gustavo Petro en un lugar donde con sello gana y con cara también. Independientemente del resultado de la reforma laboral, esa carta parece jugada a favor del mandatario. Una favorabilidad del 37%, según Invamer Poll, y del 45%, según Cifras y Conceptos, le alcanzaría para ser quien defina el nombre del inquilino (¿o inquilina?) de la Casa de Nariño a partir del 7 de agosto de 2026.
Ese tren ya partió con suficiente combustible progresista, poniendo a la Izquierda como una alternativa seria para en adelante disputarle el poder a los partidos tradicionales y obligando al Centro a definirse: o está con la Izquierda o está con la Derecha, porque solo no representa nada más que bulla, lo hemos visto. Quede claro que una democracia genuina se sustenta en la alternancia del poder, no en el poder en manos de los mismos. Con apenas tres años al frente de un gobierno, la Izquierda es aún virgen y eso la obliga a madurar, a educar hoy a los políticos que gobernarán mañana, para quitarse de encima el pecado de la improvisación del que hoy se le acusa.
Puede que Petro a muchos no les guste y están en todo su derecho, pero en estos tiempos confusos es quien tiene la mejor narrativa para conectar con los problemas sensibles de la gente. Lo que uno esperaría es que la prensa y los demás poderes, incluido el poder económico, se sintonicen más con la realidad social. Dice el filósofo esloveno Slavoj Žižek: “Un buen líder es el que da esperanzas”. El problema es que no hay liderazgos en Colombia y ese es nuestro primer gran drama colectivo.
Con todo, es comprensible que los Gaviria, los Santos, los Lleras, los Valencia, los Uribe paisas y los Uribe por el lado Turbay, más los etcéteras que faltan, vean amenazado un reino que creyeron suyo más allá de la eternidad. Algún historiador que me recuerde cuál fue el último presidente que se echó en hombros la espalda cansada de quienes votaron por él.
La prensa está en mora de tomarse en serio a sus lectores, lo que opinan y mastican en las redes sociales. Como dijo el colega Jacobo Solano en este mismo blog: “tampoco hemos aprendido a entender el nuevo sistema de comunicación que pasa por las redes sociales”, y comparto su tesis de que ya deberíamos estar hablando de integralidad en el periodismo.
Pero la prensa debería también escuchar lo que opina el ciudadano en la calle, al que duerme en chinchorro, al que va en taxi, bicitaxi o mototaxi. Porque en elecciones se cuentan los votos de los ciudadanos, no los titulares de prensa que se pierden en esta maraña informativa que ha terminado por desgastar a los periodistas y agotar la paciencia de las audiencias.
Alguna vez hubo defensores del lector, pero ahora descansan en paz. Lastimosamente no hay en Colombia quien defienda a las audiencias de las malas prácticas en el periodismo y de los malos periodistas. El periodismo militante no es periodismo, es proselitismo encubierto, y esta malformación del oficio alentó la existencia de unos influencers, que sin necesidad de ser periodistas, asumieron el rol de explicar a su manera las noticias y los intríngulis de la realidad, al punto de que para cada titular tendencioso hay un creador de contenido controvirtiendo.
Mejor dicho, una parte del periodismo es hoy víctima de su propio invento y el daño colateral recae sobre quienes hacen periodismo de verdad y no opiniones torpemente camufladas en titulares de prensa. Lo mismo podemos decir del Congreso: la mezquindad de unos deja mal parados a todos. Ese es mi resumen del otro país: ese país que observa a Petro con recelo pero, por arrogante, no se observa a sí mismo.
Releyendo las palabras de Joseph Pulitzer, puestas al principio del blog, en esta coyuntura los colombianos tendrán la oportunidad de medirle el aceite a la prensa: ¿O es guardiana de los intereses de la elite política (las familias con pedigrí) o es guardiana de la clase obrera (los plebeyos sin casta), el eslabón débil de la sociedad, hoy atropellada por el Congreso de la República, en vez de representada por él?
La prensa colombiana debe estar a la altura de este momento histórico, que podría definir la primera gran reforma social del siglo veintiuno: es su oportunidad para redimirse ante esa opinión pública que cada vez le cree menos.
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