Advertencia: Este cuento contiene escenas que pueden herir la sensibilidad del lector.

Los ángeles habían dejado de llorar sobre la ciudad.

Se levantó a las 6:00 a.m. como de costumbre, y, tras observar que el bebé dormía plácido, fue directo al baño. Abrió el grifo para lavar sus dientes y pegó un grito de los mil demonios cuando vio que no salía ni gota de agua. De la rabia, se arrancó un poco de pelo. La boca seca le sabía a sangre, se sentía como la superficie de una lija. Sudó frío y secó el sudor con un pañuelo sucio.

A través del espejo inteligente, un artefacto de última generación comprado por Amazon, constató la noche de perros que pasó. Apenas durmió tres horas mal dormidas; era evidente que estaba flaco, ojeroso, cansado pero todavía con ilusiones. Saldría, como siempre, a las siete menos cuarto para enfrentar la monotonía de los horribles días grises bogotanos. Era un lunes 31 de agosto del año 2099.

Sobre el mismo espejo, tras un chasquido de dedos, proyectó la primera plana de El Espectador, para ver qué decían las noticias. Y las noticias decían que el Alcalde Mayor huyó la noche anterior con su amante ante la amenaza de linchamiento por la mala gestión del racionamiento del agua. Con Bogotá al garete, las autoridades ofrecieron una jugosa recompensa por la captura del burgomaestre.

De la noche a la mañana, la capital de Colombia retrocedió 200 años y las costumbres de antes estaban de vuelta. En hogares y baños públicos se instalaron letrinas secas, que en vez de agua funcionaban con tierra.

En otras noticias, la periodista Victoria Devil, tataranieta de la “reina amarillista”, Viqui Devil, anunciaba que el calor y la sequía seguían matando bogotanos y que de China venía un barco cargado de bacinillas a bajo costo, porque también las micas estaban en tétrico furor. El contenedor traía además un ejército de robots de compañía, a tamaño real, para personas solitarias.

El mayor problema de la metrópoli eran la escasez de agua, los calores intensos que sancochaban gente en vivo y en directo, y los colados en el recién inaugurado servicio público de carros voladores autónomos. Desde 2080, la temperatura era de 30 grados centígrados. Bogotá era tierra caliente y la gente cubría sus vergüenzas con cualquier trapo. Se lamentaban de la ineptitud de sus antepasados, pues nadie hizo nada para impedir este infierno ambiental. La muerte acechaba a los dos millones de habitantes.

Si bien en 2050 se encontró una cura para el cáncer, ahora la gente moría, principalmente, por olas mortales de calor y afecciones cardiopulmonares, debido a la alta concentración atmosférica de ozono tóxico. Un dispositivo acoplado al torrente sanguíneo monitoreaba la salud en tiempo real, pero los médicos no podían salvar a nadie a distancia, ya que la corrupción mantenía a Bogotá en el atraso.

Ancianos morían en la calle de agotamiento por calor; los paros cardiacos y los accidentes laborales se volvieron frecuentes entre quienes debían trabajar al aire libre. Los trabajos en vía pública solo se hacían de noche y la vida se volvió nocturna. Daba pavor salir de día a la calle.

En otros países, se crearon centros de enfriamiento: los pacientes eran sumergidos en tinas heladas o acostados sobre bloques de hielo para bajarles la temperatura antes de que el golpe de calor los matara. O se les aplicaban inyecciones de fluidos fríos. En Bogotá, un lujo así estaba a años luz, gracias a la burocracia y el desgreño.

Con todo, nadie sospechaba que lo peor estaba por suceder. 

Los páramos Chingaza, Guerrero y Sumapaz, se transformaron en semi-desiertos, y los embalses tenían menos del 10% de reservas para salvar a los últimos sedientos. Ni el Indio Amazónico, que atendía desde el más allá con sus menjurjes y charlatanería, revivido por la Inteligencia Artificial, pudo ver la doble tragedia que se venía. En cuestión de días se desataría el acabose.

—No quedará piedra sobre piedra, ni cachaco, ni rolo, ni forastero como testigo, presagiaban los catastrofistas.

A través del espejo, Alejandro Olmos observó con desdén las bacinillas chinas y recordó que debía comprar la suya. La quería blanca y esmaltada, en contra de su voluntad.

Así, sin bañarse los dientes, sin beber su café diario y sin preparar el primer tetero del día, se vistió rápidamente, se sentó en la sala, se puso las gafas de última generación que reemplazaron los teléfonos móviles, y se conectó con el supermercado más cercano. El bebé seguía durmiendo como un bebé. Eran él y el niño, pues su pareja se había largado un mes atrás, sin dar explicaciones. La señora de por días no llegaba.

Sin necesidad de abrir la boca, pidió un litro de agua, pero el dependiente, sin necesidad de abrir la boca, le hizo saber que solo podía venderle una botella de las pequeñas y nada más.

—Una por día, una por persona. Nada más. El decreto es claro —le gritó. Y pase por ella, porque el domiciliario murió ayer de insolación.

—Tocará, respondió de mala gana Alejandro Olmos. Los 350 mililitros de agua debían alcanzar para cepillarse los dientes, bañarse las partes nobles, preparar el tetero y hervir el tinto para mojar el pan duro que guardaba desde hacía quince días.

Alejandro Olmos se dirigió a su biblioteca y vio que allí estaban su viejo revólver, su máscara antigás y la biografía del poeta José Asunción Silva. Agarró primero la máscara. Los dos círculos de vidrio a la altura de los ojos funcionaban como cámara a control remoto para controlar las cosas de la casa. Un filtro al interior de la máscara permitía respirar aire limpio, y un diafragma de voz circular de metal permitía comunicarse con otras personas, además de que un pequeño tubo, conectado a un botellín, dispensaba agua, eso cuando podía llenarlo. 

Ajustó la máscara a la cabeza como casco y salió de su apartamento en Chapinero Alto. Observó la misma escena: gente de todas las edades yendo de un lado hacia otro, conectada al mismo artefacto incómodo, como si la ciudad estuviera en medio de una guerra química.

La mañana de aquel lunes lucía letalmente tranquila. Bogotá estaba irreconocible, toda gris: el cielo, el suelo y los rostros de las personas. Grises también los cerros orientales, convertidos en un peladero, por los sucesivos incendios forestales del último medio siglo. El cielo azul se transformó en naranja a causa del fuego y el humo formó nubes negras, como en la canción de Los de adentro, que ya nadie cantaba. El verde desapareció, y ahora el aspecto lúgubre y desértico de Bogotá daba miedo. Parecía, en parte, el escenario de Mad Max Fury Road, sin los mutantes. Algunas familias pudientes se largaron a tiempo.

Donde alguna vez estuvo la iglesia de Monserrate, se instaló un Gran Ojo para monitorear el cambio climático; pero eran mentiras, porque más que nada se usaba para vigilar secretamente a los ciudadanos; solo a las autoridades les estaba permitido el acceso al lugar. Desde el cerro, el Gran Ojo lo sabía todo, incluso si alguien había cambiado de sexo, porque tenía el poder, mediante escáner, de ver su presente y el pasado de las personas, algo realmente perturbador. 

Después de una fila de hora y media en el supermercado, la cajera leyó el chip en el brazo izquierdo de Alejandro Olmos y, muy enojada por hacerle perder el tiempo, le informó que con ese número de registro alguien más reclamó la dosis diaria del preciado líquido. Con el pañuelo sucio limpió el sudor frío. Su chip fue hackeado. Los hackers encontraron en las guerras del agua un negocio lucrativo, pues mediante el robo de información obtenían agua suficiente para sobrevivir y la de sobra para revenderla a las Mafias del Agua, una red peligrosa que se extendió por todo el continente, fundada por los disidentes del Tren de Aragua. El agua se vendía hasta cinco veces más de su valor real, que de por sí era impagable para los más vaciados.

Angustiado, el hombre empezó a andar sin saber hacia dónde. Le echaba un ojito al bebé a través del visor de la máscara. Observó que la criatura seguía durmiendo y la señora de por días no daba señales de vida.

Siguió caminando. Se hizo leer el chip en otros lugares y la respuesta fue la misma: —“No nos haga perder el tiempo, señor”. En muchos negocios, a puerta cerrada, colgaron el mismo letrero: “No hay agua, no insista”. Pero las neveras estaban repletas de gaseosas y jugos artificiales. Las únicas autorizadas para disponer de agua y desperdiciarla a su antojo eran las empresas embotelladoras, que pagaban impuestos altos para permitirse tal desfachatez en medio de aquel caos.

En cuestión de días los bares quebraron y no hubo una gota de licor más. La sobriedad empeoró el drama, y ya no hubo agua ni para preparar guarapo. Chicha tampoco. Se dieron cuenta que a palo seco, y sin literatura, la vida era desdichada.

Ofreció su reloj ultra inteligente a cambio de una botella de agua a quienes llevaban la suya con recelo. No consiguió más que insultos. Ya nadie robaba celulares o billeteras. Los ladrones en moto despojaban del agua a quien daba papaya.

Tengo un bebé por Dios, suplicaba Olmos, sin recordar en su desespero que invocar a Dios servía de poco, pues en el año 2040 los científicos probaron su inexistencia, y en adelante curas y pastores debieron buscar otros oficios para no morirse de hambre.

Sin un lugar para Dios sobre la Tierra, los capitalinos volvieron a adorar Chibchacum, el dios muisca de la lluvia y el trueno, al cual le levantaron un monumento y un altar en el centro de la plaza de Bolívar, en lugar de la estatua del Libertador, de quien ya nadie recordaba por qué era famoso. Chibchacum, enfermo de los oídos, no escuchó sus ruegos.

Siguió caminando, cual zombi, hasta llegar al Nuevo Parque Nacional, donde los árboles fueron reemplazados por columnas de cemento que funcionaban como fuentes de agua.

En esa Bogotá, que otra vez se asemejaba a una aldea, la vida ya no tenía sentido. Sonrió sin muchas ganas cuando un ex sacerdote, en mitad del parque, aseguró ser la reencarnación del padre Francisco Margallo. El hombre batió su sotana negra percudida y maloliente en medio de aquel calor infernal antes de escupir una profecía: “El 31 de agosto de un año que no diré sucesivos terremotos destruirán Santafé”. Con las insolaciones aumentaron los trastornos mentales y ocurrió lo impensable: las iglesias se transformaron en manicomios, donde los ex curas, convertidos en loqueros, cuidaban de los enfermos pero de lejitos.

Sin agua para preparar los alimentos, cundió la inanición.

Como alma que lleva el diablo, Alejandro Olmos continuó hacia el sur por la desierta Avenida Circunvalar.  De vez en cuando se detenía para observar al bebé que nada que se despertaba. Y la señora de por días nada que llegaba.

Se respiraba un aire nauseabundo, de halitosis y sobaquina, que empeoraba con el hedor de la caca humana, pues mucha gente defecaba en la calle ante las largas filas en las letrinas públicas. De niño, los abuelos le contaron a Alejo que en otro tiempo llovía tanto en Bogotá que la gente era feliz empapándose en las calles, los adultos cantaban bajo la lluvia, las niñas hacían figuritas con el granizo y los niños construían barquitos de papel, que navegaban desde Chapinero hasta Ciudad Bolívar, y viceversa.

Otros, sin embargo, renegaban por las inundaciones.  Los que más odiaban aquellos diluvios eran los pobres, porque sus casas de pobres se inundaban y perdían sus corotos de pobres.

Todo era distinto ahora. Imagínese: No llovía desde la muerte del último Papa, que murió de pena moral cuando le dijeron que Dios fue inventado por el hombre, y no al revés. Las lluvias tropicales se habían desplazado hacia los países del norte. Los arco iris se borraron para siempre y una granizada era prehistoria faltando poco para la llegada del año 3000. En Navidad ya nadie podía mirar los peces bebiendo en el río, porque los peces y el río se murieron con la última lluvia ácida.

El río Bogotá corrió la misma suerte de los demás: fue canalizado cuando se secó. La muerte, al igual que la porquería y los olores irrespirables, aparecían por doquier, en el norte y en el sur, al oriente y al occidente. Donde ricos y donde pobres. 

La ciudad estaba irreconocible, pero los políticos mañosos no. Esa gentuza traficaba votos por agua. Se hicieron gestiones ante la NASA con el fin de adquirir la tecnología necesaria para bombardear las nubes y hacer llover, con tan mala suerte que se robaron los equipos al llegar al aeropuerto.  En 1948, se provocó artificialmente la lluvia por vez primera, por medio de anhídrido carbónico, el cual disparado a la nube producía su enfriamiento y condensaba el vapor de agua, haciendo llover.  

Alguien propuso crear unos “pozos romanos”, como lo hicieron veintiún siglos atrás en la Antigua Roma. Tocaba excavar sobre las rocas de los cerros orientales para obtener y almacenar el agua lluvia… pero entre tanto anémico no hubo quien hiciera esa tarea.  

—¡Maldita sea! ¡A ningún alcalde se le ocurrió desarrollar sistemas para almacenar la lluvia cuando la hubo! —refunfuñaba Alejandro Olmos, que se rasgó la camiseta de la Selección Colombia, rojo de la ira. El año anterior ganamos la Copa Universal de Fútbol por primera vez en la historia, durante el campeonato que se realizó en la Luna en el año 2098. Los hinchas colombianos se pusieron eso de ruana por allá.

Los pocos ricachones que quedaban en Bogotá, recibían el agua a domicilio, gracias a un decreto del alcalde marrullero ahora en fuga. Los que no tenían en qué caerse muertos debían recogerlas en las pilas, y no siempre alcanzaba para todos.

También por decreto se transformó la razón social de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado, pues el agua dejó de llegar a las casas y a los conjuntos residenciales, así que baños e inodoros pasaron a mejor vida, así también en escuelas públicas y hospitales. Se prohibió la irrigación de sembrados y cultivos dentro del Distrito, el riego de árboles y plantas en jardines, antejardines y zonas verdes y el lavado de vehículos automotores en residencias, estaciones de servicio, fábricas y centros comerciales. Se decretaron multas y arrestos para los infractores.

Quienes no perdieron el empleo, ahora debían vigilar las fuentes de agua, con apoyo del SMAD para evitar alteraciones del orden hídrico. De esa manera revivió el oficio de los aguadores y prosperó el negocio de la cría de burros para cargarla. Reinó la envidia. Los envidiosos les disparaban adentro a los burros, metiéndoles el revólver por el culo, como si hubieran tomado la idea de La mala hora, una novela que en otro siglo escribió un tal Gabriel García Márquez, del que nadie sabía nada, porque la gente se olvidó de los libros, ¡qué desgracia tan grande!  

Los avivatos hicieron su agosto de enero a diciembre. Se disparó la venta de abanicos y ventiladores para sofocar los fuertes calores a la sombra, la venta de pañuelos especiales para reutilizar el sudor y la venta de sombrillas con pequeños chorros de aire para protegerse de las altas temperaturas.

A esas alturas el agua era ya un bien suntuoso, más caro que la gasolina, más caro que cualquier cosa. Las señoras lavaban la ropa en lavaderos comunales y a la intemperie bañaban a los niños menores de cinco años, una vez por semana, como mucho. Tocaba madrugar para coger turno; quien no madrugaba por pereza pagaba para que le guardaran el puesto, en los lavaderos y en las pilas.

La Secretaria de Obras autorizó la construcción de duchas públicas y canales en las calles para que circularan los desechos humanos, a la vista de todos, como antaño, pues no todas las casas contaban con letrina. La gente debía hacer filas enormes desde las 4:00 de la mañana para acceder a las duchas, usando el sistema de pico y placa por reconocimiento facial. La lucha de clases se libraba ahora en estos lugares. La gestión clasista del agua privilegió a los ricos sobre los pobres: los primeros se “duchaban” cada quince días con totuma y los segundos cada mes sin totuma. De resto, cada quien debía ingeniárselas para bañarse lo esencial.

Los carrotanques daban prioridad a los barrios ricos, y si quedaba, que no quedaba, se pensaba en los demás. Se pagaban cifras astronómicas por botellas de agua y hasta el sexo se usó como moneda de cambio, un lujo reservado para la gente adinerada, aunque con los malos olores el sexo dejó de ser una prioridad.

Al principio, los ricos tenían duchas aparte de los pobres y por lo general cercanas a sus residencias, pero los pobres se juntaron al grito de “El pueblo unido jamás será vencido” (una consigna que no se escuchaba desde tiempos inmemoriales) y a la gente de bien le tocó de mala gana juntarse con la plebe.

El precio de los limones, usado ahora como desodorante, se puso por las nubes, y se acudió a los sahumerios y las hierbas aromáticas para mantener aireadas las casas, que por lo general olían a diablo.

La Secretaría de Salud ordenó esterilizar a todas las mascotas para controlar la población y dar prioridad a los humanos con un mínimo vital de agua por familia. Un concejal del Partido Anti-Animalista, presentó un proyecto de acuerdo para poner a dormir a perros y gatos, pues le parecía inaudito que en los albores del siglo veintidós fueran más importantes los animales que las personas, pero los del Partido Animalista se rebelaron, encadenándose, para impedir la matazón. Ganó la ultraderecha. Y no se salvó ni la perra del alcalde, a la que abandonó en su huida.

La verdad es que había mil problemas en qué pensar: por ejemplo, definir el manejo que se le daría al espacio aéreo con la llegada de los primeros autos voladores para evitar atascos y accidentes. Entonces, Monserrate fue habilitado como aeropuerto privado destinado a las primeras aeronaves autónomas.

Como consecuencia del excesivo calor, la sequía y las aguas contaminadas, la peste mental cayó sobre la ciudad. La población parecía loca, yendo de un lado a otro, con angustia reactiva y depresión. La agresión y psicopatías complejas se apoderaron de los habitantes, y los que no morían por la peste, morían a manos de los otros desquiciados. Las ratas sedientas empezaron a salir de sus nidos para morir en calles y avenidas, y el olor a cadaverina empeoró la epidemia. De los dos millones de personas, se pasó a 120.000, hasta que la población se redujo a tres mil, que ese era el número de habitantes hacia 1623. Ningún anciano y ningún niño quedó vivo.  El Estadio El Campin, Corferias y el Movistar Arena se transformaron en hospital, morgue y cementerio, respectivamente.

Por pura intuición masculina, Alejandro Olmos pensó que era buena idea subir a Monserrate, a pesar de que el acceso estaba restringido a particulares. A 3152 metros de altura, la muerte no lo alcanzaría, pensó. Quitándose la máscara antigás, emprendió el ascenso a pie. Exhausto, sudando a cántaros, con muchos kilos de menos y las piernas temblando, llegó hasta la cima del cerro, más cerca de las estrellas y del cataclismo, y vio que allí estaba el Alcalde Mayor de Bogotá bebiendo Coca Cola en bermudas, guayabera y gafas de sol de las costosas, tomado de la mano de su esposo, el de Alejandro, del que no tenía noticias desde hacía un mes.

—No me crean tan marica —exclamó con evidente rabia, y ambos se percataron de su presencia antes de que pudieran abordar el avión de pasajeros impulsado por motores de hidrógeno, que los llevaría al desierto amazónico brasileño.  

Alejandro Olmos recordó la jugosa recompensa por entregar al funcionario, pensó que era dinero suficiente para garantizarse agua para el resto de su vida y la del bebé que adoptaron en un viaje a Palestina. Y hablando de la criaturita, se colocó de afán la máscara antigás y observó a la señora de por días, una mujer menuda y de baja estatura con el niño en brazos, gritando enloquecida, como si el pequeño estuviera muerto. Y en efecto el pequeño ya estaba en el más allá. Murió deshidratado de tanto llorar. Cuando Olmos creía que él dormía, en realidad veía una imagen congelada, pues también hackearon su máscara.

Se despojó de ella otra vez. Con ira e intenso dolor, sacó su revólver Smith & Wesson, y verificó el número de balas. ¡Dos! Disparó primero la del alcalde. Sudó frío y limpió el sudor con el pañuelo, antes de disparar la segunda bala en su propio corazón, emulando a Silva, su poeta favorito. Eran las seis de la tarde de ese jueves 31 de agosto, la hora en que se cumplió la maldición del padre Margallo. “Entonces hubo relámpagos, voces y truenos, y un gran temblor de tierra. ¡Nunca antes, desde que la humanidad existe, había habido un terremoto tan grande!”. (Apocalipsis 16:18).

De los tres mil habitantes de Bogotá, ninguno sobrevivió, salvo quien esto escribe. Siri me despertó a tiempo de aquella pesadilla.

Entonces, encendí la radio: el alcalde Carlos Fernando Galán anunció el regreso de los cortes diarios de agua, debido al bajo nivel del embalse de Chingaza por los calores intensos. Me metí a la ducha; tan de malas, que se fue el agua. Mojado y enjabonado, me asomé a la ventana y el único burro al que vi fue al vecino que lavaba su carro con manguera, mientras que la pareja del 405 se alejaba, tomados de la mano, con el bebé palestino en su cochecito. En ese momento quitaron la luz. Y aquí estoy, en el peor de los mundos, preguntándome por qué los ángeles no quieren llorar sobre Bogotá.

(TODAVÍA NO ES EL FIN PERO ESTÁ CERCA SI NO HACEMOS LO CORRECTO)

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