“Intentamos hacer el amor para olvidar pero no podíamos, los muertos estaban en nuestras mentes…”.

No siempre los lectores conocen las condiciones difíciles, a veces miserables, en que nacen las novelas, sin contar que muchos escritores, célebres o no, vivieron o murieron en la precariedad, durmiendo en moteles de mala muerte y sin dinero, como Cormac McCarthy en sus inicios, o cuyos manuscritos fueron treinta veces devueltos, que eso le pasó a Stephen King antes de hacerse célebre a costa de nuestras pesadillas. El domingo último, por ejemplo, leíamos en El Espectador que Tomás Carrasquilla, el escritor colombiano, estaba tullido, ciego y artrítico cuando les dictó a sus familiares una obra de tres volúmenes y más de 200 personajes: “Hace tiempo: memorias de Eloy Gamboa”.

También están documentadas las jornadas de hambre que experimentó Gabo en París (“Recogió botellas y periódicos en la madrugada para venderlos al reciclaje”), mientras escribía “El coronel no tiene quien le escriba”, pidiendo prórrogas para pagar el arriendo en la buhardilla del Hotel de Flandre en el Barrio Latino, pues se quedó sin el sueldo de corresponsal de El Espectador en 1955, cuando el general Rojas Pinilla mandó cerrar el periódico.

Tenemos al argentino Kike Ferrari, que de noche limpiaba el metro subterráneo de Buenos Aires (“voy y barro del piso el vómito de la gente”, le dijo a Gatopardo), y de día escribía novelas policiacas con personajes repugnantes, que luego serían premiadas.

Un caso tristísimo es el de Edgar Allan Poe: murió en octubre de 1.849, tras vagar en estado delirante por las calles de Boston. “Se desconoce la causa de la muerte, y se especula sobre una amplia variedad de motivos: droga, alcohol, ataque cardiaco, sífilis o por infección de un murciélago vampiro rabioso”, dice el libro “Escritores, su vida y sus obras”. “Lo cierto es que Poe –agrega- tenía la capacidad de transmitir la oscura angustia interna de una mente desquiciada. Su obra surge de la psique atormentada de un escritor que se encuentra en la frontera entre la locura y el genio”.

La historia que me encontré puede tener ciertas semejanzas con lo que acabo de contar. “Sanadius” es una novela de 130 páginas (editorial Sképsi). Su autor es un bogotano en sus cuarenta y tantos.  Desde que lo vi por YouTube hablando de literatura me provocó leerlo. Nos vimos para conversar e intercambiar libros. Me contó de dos novelas más en busca de editor. Recibí el libro y noté la calidad en la impresión. Comencé la lectura sin saber a qué me enfrentaba: sin reseñas previas, ni sinopsis.  A veces es mejor así, para no contaminar las expectativas con opiniones ajenas, menos las de los críticos que suelen juzgar o destruir llevados por sus prejuicios, a ratos por su petulancia. Si un libro no engancha, hasta luego; se abandona sin lástimas. No me pasó con este, a pesar de algunos errores de tipeo y puntuación.

“Octava sur, las luces de neón de la avenida Fucha te conectan a una nueva remembranza. Panamericana de Galerías, manoseas algunos libros, la presencia del vigilante te fastidia, buscas la salida, paras la buseta”.

La trama transcurre en Bogotá, y eso me gusta. Presiento que iniciaré un viaje hacia un universo sórdido, acompañado por dos vendedores de libros, sin imaginar que en medio de la rudeza/crudeza de la ciudad, donde cualquier comida es una cena grandiosa, (—“…me gustaría meditarlo con unos cubios con atún…”) habrá espacio para la carcajada fácil, el morbo y las palabrotas. Asoman los personajes con sus dramas. O sus ternuras. O sus locuras. O sus vicios. O sus vacíos.

“Víctor está en prisión, en una partida de ajedrez, golpeó a un tipo en Corabastos”.

La ciudad se le abre al lector, a través de un recorrido loco de mundos y submundos, que nacen con la luna y desaparecen con el alba: Unicentro, Avenida Caracas con calle 22, el Samper Mendoza, Las Cruces, Bosques de San Carlos, Avenida Circunvalar, Hospital La Samaritana, San Bernardo, La Cinemateca, Avenida de Las Américas, Sena de la 30, Venecia, Galán, 20 de Julio, Restrepo, Olaya, La Hortúa y el San Juan de Dios, Usme, Monserrate y Guadalupe, Patio Bonito, Perdomo, Castilla, Puente Aranda, Parque de la Independencia…

“Gaby sacó su mataganados, se lo insertó en la yugular del puerco”.

Dos términos acaparan mi atención: Casa de Reorganización Mental y Grupo de Limpieza Alternativo (GLA). Ciencia con y sin ficción: recorremos  Bogotá pero es una Bogotá apocalíptica, underground, futurista. Quiero saber qué es “Sanadius”, qué tiene que ver con la inmortalidad.

“… eso lo hablábamos cuando andábamos por Bosa, estábamos en el barrio Brasil, y como el siguiente barrio se llama Holanda, nos cagábamos de la risa, somos más rápidos que el sonido, en minutos vamos de Brasil a Holanda, sé que es estúpido, pero me hace dar risa”.

Uno de los protagonistas es Sady. Como el fotógrafo de El Bogotazo, Sady González. Me parece que el tipo es un filósofo a su manera, en tanto que Stiv Vélez Rodríguez, el escritor, me dice que el ajedrez,  la ciencia de los antiguos dioses, guarda el secreto  para ser inmortales.

“… el poder y el conocimiento no constituyen la felicidad, lo difícil es que el alma no se vuelva imbécil con la materia”.

Cada que puede, la lascivia con su jerga orgásmica se mete entre las páginas, al igual que la marihuana y las borracheras, pues “Víctor y Ramiro no hacen más que pensar en sexo”.

“Víctor y sus apetitos por damiselas ancianas, lisiadas, desahuciadas, cojas, mancas, tuertas, desdentadas, sucias, purulentas, con cicatrices y otros detalles que no van al caso…”.

Tres años le tomó escribirla, entre 2018 y 2021, (se publicó en 2022), sin tener conocimientos de técnica literaria y pasando dificultades, entre las bibliotecas de El Tunal y El Tintal, donde podía acceder a un computador sin que le cobraran. “Escribí en un desespero, donde mis propios egos me atacaban, me sembraban la idea de que estaba perdiendo el tiempo, preguntándome si esto no era una estupidez,  una ilusión más, en medio  de una pandemia, sufriendo  brutalmente la escasez de comida y de empleo. La desesperación me obligaba a sacar lo mejor o lo peor de mí”.

Stiv Vélez  (Bogotá, 1980), creó una banda de punk-rock, “Suciedad Express”, con la cual tocaban en prostíbulos del Restrepo, Bosa y la Primera de Mayo, ya que los bares no los contrataban. Esas épocas aparecen en su ficción: “Decanos de la Depravación”, “Profecía 22”.  Admirador de José María Vargas Vila, Antonio Caballero y Eduardo Caballero Calderón, “bogotanos que dibujaron bellamente a Bogotá”, cuenta que su obra es una mezcla de géneros, influenciada por otras novelas: “No nacimos pa semilla”, “Sin remedio”, “Opio en las nubes”, “La historia interminable”, “Viva la música”, con el influjo de autores que se rindieron ante el ocultismo, caso Lovecraft y el conde de Saint Germain.

En la charla me dice que Bogotá tiene cuerpo de mujer. “Es como una damisela dual,  bipolar laberíntica, de umbrales misteriosos, camaleónica, como una servidora de la fe de día y prostituta de noche, pero prostituta maestra, mentora, diosa, sacerdotisa”. Al leer “Sanadius” uno entiende la idea.

“… con todo el cinismo nos dice que la sigamos, como es típico en CSI y otros burdeles, se eclipsaban los aromas sexuales con uno que otro perfume”.

Hay algo autobiográfico en estas páginas. Como Sady, Stiv también durmió en la calle, arropado por cartones, sin más arrullos que el frío y la lluvia. Otras veces durmiendo en cuartuchos, o en las casas de amigos, alimentándose de los libros de otros.

Años después, leyendo a Charles Bukowski, descubrió que Henry Chinasky, el alter-ego de aquel, pasó por la misma situación: vivía en la zona sórdida de Los Ángeles rodeado de pordioseros y prostitutas. Habla Stiv: “Creo que en la noche la ciudad muestra su parte más enigmática, fascinante y caleidoscópica”.

Y en esa mujer-noche enigmática sigue escribiendo, rebuscándose la vida y la literatura, deseando que sus otras novelas vean la luz al final de la imprenta, mientras vive de ayudar a vender artesanías un fin de semana o pasar platos el siguiente. Observando la realidad sin filtros, la propia y la ajena, urgido de transformarla en prosa para no desgarrarse por dentro.

Escritor, promotor de lectura y ayudante de bibliotecas, sueña con salir de su mala hora como Gabo. La novela se consigue en las librerías Lerner y Sképsi-Ibañez. Le harían un favor leyéndola.

El tiempo y los lectores dirán si Stiv Vélez es el Cormac McCarthy colombiano, -aquel gran novelista del Apocalipsis, recién fallecido-, nuestro cronista de la Bogotá oscura, donde “esqueletos devoran como hienas a desprevenidos transeúntes”, donde “no escapa nadie del canibalismo”.

Fotografía: cortesía Mary Luz Tobón.

  • Obituario:  

En un mundo de malditas fake news, ¿por qué tu muerte, Olguita Martínez Ante, no es una noticia falsa? Usábamos el diminutivo contigo para desbordar toda nuestra admiración y respeto. A tus amigos de El Espectador y de El Tiempo nos dejas desbaratados, negando que te has ido. No era tu tiempo, nos decimos con rabia.

El periodismo cultural queda desconsolado. Fuiste ejemplo de aquello que dijo el maestro Kapuscinski: “Para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres humanos”. Quienes te conocimos damos fe de esas palabras.

Todos necesitamos una Olguita en nuestras vidas que nos enseñe que las ínfulas no sirven para nada, pero las alegrías, la vocación de servicio y la humildad sirven mucho. ¡Gran reportera, gran persona, valluna orgullosa de su tierra, palmireña sin igual, como dice la canción del maestro José Barros! El feis no es el mismo sin ti. Nada llenará el vació que dejas, inmensa mujer. Ya no tendremos a quien decirle Olguita…  pero Dios sí.

¡Paz donde ahora te encuentres, oís!

Ilustración: Alberto Martínez, Betto.

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