Como lector me siento devastado, como si lo narrado en “Montes de María” hubiera ocurrido esta mañana, y no hace 25 años, cuando recién estrenábamos siglo. Entrevista con el autor.
Como lector me siento devastado, como si lo narrado en “Montes de María” hubiera ocurrido esta mañana, y no hace 25 años, cuando recién estrenábamos siglo. Entrevista con el autor.
Daniel Ángel, autor de la novela histórica “Montes de María”
“Las personas del pueblo no eran malas. Malas las que llegaron aquella mañana a matarnos”.
Pensé que no iba a llorar, pero con el correr de las hojas entendí que los muertos de El Salado merecen cada lamento del lector.
“Montes de María” (Periscopio Casa Editorial, 151 páginas) es una novela que llora y sangra. Tratándose de la historia reciente de Colombia no podía ser de otra manera. En el libro de Daniel Ángel (Bogotá, 1985), hasta los muertos hablan: “Nosotros no tememos que nos maten el cuerpo, sino el alma”.
Es imposible no llorar por ellos y con ellos: con la profe Doris, con Jairito, con ´el bobo del pueblo´, con Lucho y los demás personajes: “… le acaricié la mano y le dije: tranquila, madre, nos vemos donde Diosito”.
El escritor bogotano los desenterró de donde el tiempo ya no existe, para que cuenten el horror que vivieron en el preludio de aquella carnicería humana: “Esto que nos ocurrió no se lo deseo ni al mismo diablo”.
Los paramilitares no respetaron a nadie: ni a mujeres, ni a niños, ni a hombres, ni a ancianos: “Doris vio en el piso un papelito blanco (…) vieja ijueputa, se morirá como todos los sapos, con las tripas por fuera. Estaba firmado en la parte inferior con las iniciales AUC”.
La sevicia de la guerra y la crueldad del hombre danzan en sincronía por estas páginas: “La desnucaron y luego le metieron un palo por allá”.
Hay oraciones que suenan a letanía: “Es una bella noche. Una hermosa noche para la muerte”.
Un día llovieron amenazas desde un helicóptero: “Coman, beban y celebren estas fiestas de fin de año, porque serán las últimas para ustedes”.
“Todas las noches antes de dormir me envuelvo en mi mortaja para no tener que afanar a nadie con ese trabajo”. (Montes de María, novela del colombiano Daniel Ángel).
Uno quisiera creer que esto no ocurrió, pero sí ocurrió y duele más porque ¿Quién nos asegura que no volverá a ocurrir o que no está ocurriendo mientras leemos esto?: “Observé que los cerdos y algunos chulos comían y retozaban sobre los cadáveres de nuestros familiares y vecinos”.
Hasta los ríos, convertidos en féretros, pueden dar razón de los difuntos: “… no bebió de dicha agua, pues sabía que en ella corrían los despojos de muchos de sus conocidos, que luego de asesinados fueron arrojados a los ríos con los vientres abiertos”.
Donde está la muerte también están Dios y el diablo, aunque nos parezca que el segundo lleva la ventaja: “Si pasó lo que pasó fue porque Dios así lo quiso”. No así con el diablo, que en el caos siempre tiene oficio: “Maulló mientras el anciano le hizo un corte con un cuchillo en una de sus patas delanteras. (…) nos pidió que tomáramos de esa sangre, asegurándonos que ya estábamos cruzados y que no nos entraría la bala (…) y nos pintó las uñas de negro, para que el ´Negro´ —como el anciano llamó a Satanás— nos reconociera en la guerra y nos pudiera defender del plomo”.
Daniel Ángel, autor, entre otras obras, de “Sepultar tu nombre”, “Silva” y “Rifles bajo la lluvia”, también les ha dado voz a los asesinos en “Montes de María”: “Claro que hubiera preferido otro tipo de vida (…) pero en ese pueblo maluco en el que crecí solo había coca, putas, trago y violencia”.
El parque del pueblo es el teatro de la infamia transformado en anfiteatro. Los que van a morir esperan su turno en las escalinatas de la iglesia. La lotería de la muerte tiene dos números: treintaiuno y veintiuno. En lugar de un Réquiem, suenan vallenatos y se desocupan botellas de cerveza y ron. De los victimarios, conocemos sus alías, algunos están encapuchados: “Piraña es el mejor sacando información (…) ata a sus víctimas primero y luego se las come a pedazos, especialmente sus caras”.
Se prepararon para el acto de ese día y los siguientes: “En el campamento de formación nos enseñan a destajar cuerpos humanos con motosierra y con machete”.
Otro de ellos es más específico: “A los dos meses de estar allí ya había asesinado a dos de mis compañeros y comido un pedazo de nalga de uno de ellos, por extraño que parezca. (…) me tuvo vomitando como una semana”.
Uno quisiera creer que esto lo soñó. Pero no. La masacre de El Salado quedó incrustada en la memoria de nuestras vergüenzas como nación: 450 paramilitares, -pertenecientes a las Autodefensas Unidas de Colombia, AUC-, asesinaron a más de cien personas indefensas, acusándolas de tener pactos con la guerrilla, cuando apenas amanecía el siglo XXI. Era febrero del año 2000.
La Serranía de San Jacinto, como también se le conoce a los Montes de María, sigue llorando a sus hijos y a sus hijas, veinticinco años después. Daniel Ángel, narrador, poeta y profesor de literatura, ha escrito este relato histórico doloroso pero necesario para recordarnos que no hay muertos ajenos porque todos somos hijos de la misma tierra.
Esta es una novela corta que debemos leer, porque los muertos de la guerra vuelven a la vida a través de la literatura para vivir una segunda muerte, esta sí digna, en el corazón de los lectores.
Entrevista con el autor
¿Se puede escribir un libro tan desgarrador como el que has escrito y seguir como si nada?
No, es imposible, no solo con este libro, sino con cualquiera. Supongo que todos los escritores salimos afectados luego de escribir un libro, algo cambia, se transforma (no sé si para bien o para mal), pero transmutarse en los personajes te hace ver la vida desde otras orillas, unas que jamás hubieras vivido. Sin embargo, fue especialmente con Montes de María que conocí una sensibilidad más honda y dolorosa, por unos seres humanos que padecieron lo indecible, que murieron o que vieron morir a sus familiares y amigos en condiciones de total indefensión.
El primer día de la masacre los paramilitares llegaron a El Salado, en horas de la noche y luego de cometer cualquier cantidad de vejámenes, mandaron a dormir a los habitantes del pueblo a sus casas, pero con las puertas abiertas; entonces, me imaginaba cómo pudo ser esa noche para ellos, qué pudieron pensar y sentir, de qué modo lograron soportar el tiempo que los separaba de sus verdugos y, también, durante mucho tiempo pensé y sentí que eran insuficientes las palabras para expresarlo.
La investigación duró un poco más de un año, pero la escritura de la primera versión me tomó tres meses; jamás he escrito un libro tan rápido. Entendí que necesitaba deshacerme de esa carga emocional y la única forma posible era escribiendo el libro.
Esta ficción histórica es un tributo a las víctimas del conflicto armado. En un país como Colombia, que lee muy poca literatura, ¿vale la pena insistir en la novela de La Violencia?
Por supuesto que vale la pena seguir escribiendo sobre la historia de Colombia y sobre la historia de la violencia en Colombia. Ya sabemos que, a muchos medios de comunicación, que trabajan en contubernio con cientos de empresas que incluso llegaron a financiar el paramilitarismo, no les interesa que estas historias anden rondando por ahí; por el contrario, cambian las narrativas o simplemente les echan tierra, para que nadie recuerde nada, para que continuemos como si nada hubiera pasado.
No obstante, una cosa es la información sobre la violencia y otra muy distinta es la narración sobre la violencia, porque mientras la función de la información es llana y efímera, la de la narración es honda, es perdurable en la medida en que se pregunta por el fondo de los acontecimientos, no por el acontecimiento en sí, se pregunta el por qué cierto grupo humano fue capaz de hacer tal o cual cosa.
La literatura y el arte nos permiten reflexionar sobre nuestro papel en el mundo, ponernos en los zapatos del otro, del que ha sufrido, del que ha perdido, del que ha sido despojado de su identidad y de su humanidad.
Tuviste la oportunidad de conocer El Salado y reconocer los escenarios reales que inspiraron la novela. ¿Qué recuerdos conservas?
Hace quince años recorrí esa hermosa región, de paisajes alucinantes, de colores vivos y fulgurantes, de una gran riqueza cultural. Me impresioné al observar sus montañas abrillantadas por el sol, sus extensos pastizales y las carreteras de las que emergían polvaredas que parecían fantasmas de oro. Personas humildes iban y venían por estas carreteras destapadas con sus burros y los productos de sus cosechas.
Hablé con ellos sobre lo que pasó y bebimos algunas cervezas. Por aquella época el pueblo aún estaba deshabitado, pocos habían regresado a sus heredades y, de cierta forma, El Salado recobraba vida, porque dime tú ¿qué es de un territorio sin sus habitantes?, o en el caso contrario ¿qué es de los habitantes sin sus territorios?
Cuando existen este tipo de desplazamientos masivos, solemos pensar solamente en los bienes que las víctimas dejaron atrás, pero es mucho más que eso, porque al huir de sus terruños, lo que la gente abandona es todo lo que fue, su relación con el mundo, el lugar en donde están enterrados sus ancestros, sus mitos y creencias, es la memoria de sus familias.
Entiendo que también hablaste con algunos paramilitares durante el proceso de investigación. De hecho, en tu relato dos de ellos hablan en primera persona. ¿Es necesario darles voz también a los victimarios?
Esas entrevistas han sido de las más difíciles que he hecho en toda mi vida. Escuchar de su propia voz lo que hicieron no es fácil. Recuerdo que cuando llegué a una de las cárceles de Bogotá en la que estaba recluido uno de ellos, tenía mucho miedo y al salir tenía miedo y rabia, además de una suerte de enajenación, como si no lograra entender todo lo que había acabado de escuchar.
Pero, a su vez pensé que, si iba a escribir algo sobre la masacre, también tendría que usar la voz de los victimarios, con el riesgo de que me dijeran que estaba haciendo una apología al paramilitarismo. Si lo decidí, fue porque tengo la convicción de que la literatura es el espacio para poner en escena a todos esos personajes que no logramos entender: al pederasta, al sicario, al tirano, al hombre que asesina a sus hijos, no para entenderlo (incluso la sicología o la psiquiatría están a años luz de hacerlo), sino para mostrarlos y preguntarnos qué es lo que se ha hecho mal en la sociedad para que estas personas hayan hecho lo que hicieron.
Los editores de los blogs son los únicos responsables por las opiniones, contenidos, y en general por todas las entradas de información que deposite en el mismo. Elespectador.com no se hará responsable de ninguna acción legal producto de un mal uso de los espacios ofrecidos. Si considera que el editor de un blog está poniendo un contenido que represente un abuso, contáctenos.