Cada día que pasa, cada día vivido, es un paso seguro hacia lo desconocido. Pero se equivocan quienes piensan que la máquina del tiempo no existe. Existe: anoche viajé en ella.
Cada día que pasa, cada día vivido, es un paso seguro hacia lo desconocido. Pero se equivocan quienes piensan que la máquina del tiempo no existe. Existe: anoche viajé en ella.

Comedias mexicanas de los años 80. Imágenes tomadas de las redes sociales.
“¿Qué quiero? Quiero mi antiguo tiempo sin horas”. Alejandra Pizarnik, poeta.
¿Qué son las horas?
Todos tenemos los días contados y por lo tanto las horas también. De ahí lo importante de valorar cada día —con sus horas y su noche—, como si fuera el último. En esta época de balances, propósitos y perdones, podríamos estar agradecidos por estar vivos para contarlo. Porque alguien nos eligió para habitar la Tierra, así sea brevemente.
Sintamos gratitud por lo que hicimos y también por lo que no hicimos, por lo que logramos y lo que no. Gratitud por los sueños que soñamos en nuestras cabezas. Gratitud por los recuerdos.
Anoche la nostalgia entró por mi puerta en víspera de Año Nuevo. Pude hacerme consciente de que a cierta edad la nostalgia golpea de repente, como un viento fuerte y abrazador, que nos lanza a los tiempos más felices.
La nostalgia es el recordatorio de que estamos de paso en esta vida, de que nuestros días están contados, así no sepamos ni el día ni la hora del último suspiro.
Somos pasajeros del tiempo como dice una canción vallenata. Dicho de otra manera: El tiempo nos remplaza a todos. Lo que pocos saben es que, ya adultos, podemos hacerle trampas al tiempo.
La nostalgia es el espejo de mi niñez. Anoche comprendí aquello de que todo tiempo pasado fue mejor, porque el pasado personal está atado a la infancia, a los bonitos recuerdos de cuando éramos criaturas despreocupadas y nada nos dolía, ni una muela. Y si algo nos dolía, siempre había un adulto para reparar ese dolor. Hoy ese adulto somos nosotros y de alguna manera hemos tenido que aprender a repararnos a nosotros mismos.
Nuestra principal preocupación, casi que la única, eran los juegos. Y el juego significaba calle, amigos, el creído de la cuadra, el muchachito ese que tenía mejores juguetes, el vecino que nos convidaba a hacer pilatunas, la niña que nos gustaba; ese algo tan inexplicable llamado primer beso que nos hacía sentir cosas raras, sin saber que eso tan raro era la cuota inicial de lo que llaman adultez.
Sabíamos que éramos niños felices porque no nos importaba contar las horas. Un niño no necesita un reloj. Porque los niños, a diferencia de los adultos, no son esclavos del tiempo.
De lo importante se encargaban los adultos. Ellos solucionaban a como diera lugar, juntando aquí y allá para llegar a fin de mes. Ese mundo tan complicado nos parecía lejano y ahora que estamos, de cabeza, metidos en él, extrañamos ese lugar llamado infancia que parecía tan seguro, pero del fuimos expulsados sin contemplaciones. Ahora comprendemos lo que duele crecer.
No nos importaban las estrecheces económicas porque ahí estaba el televisor a poca distancia para distraernos de la pobreza o de la carencia. El televisor nos hacía reír y nos enviaba a la cama con una sonrisa después de una comida sencilla pero hecha con amor. Nos criaban con amor pero también con rejo, hay que decirlo. Somos la generación que fue educada a punta de refranes: “Demorita hay, pero rebajita no”, decía la abuela, anticipando el castigo por hacer males.
Les decía que anoche me visitó la nostalgia. En YouTube encontré capítulos de “Dr. Cándido Pérez” y “Mi secretaria”, dos comedias mexicanas muy famosas que se transmitían semanalmente, en una época en que lo mexicano inundaba nuestras casas, con un humor inocente pero efectivo, que nos congregaba en familia. Recuerdo, por ejemplo, que los viernes nos sentábamos en el piso frío de cemento para ver las telenovelas del momento: “La fiera”, a las 8:00 de la noche, y “Los ricos también llorar”, después de las 10:00 p.m.
“¡Pero qué bonita familia, qué bonita familia!”, decía el doctor Estudillo, el personaje que encarnó el actor Alfonso Iglesias Soto en “Mi secretaria”. Hurgando en Google, hasta ahora vengo a enterarme de que le decían Pompín Iglesias y era colombiano: nació en Bogotá el 9 de diciembre de 1926 y murió en Cuernavaca el 3 de marzo de 2007.
Recuerdo sentirme enamorado de Lupita, una de las secretarías del doctor Estudillo. Detrás de ella está la septuagenaria actriz Lupita Lara: el 6 de diciembre cumplió 75 años.
Del Dr. Cándido Pérez, gozamos con las ocurrencias de Claudia, la empleada de servicio. Hoy pienso que ese fue un elenco de tremendos actores, ya que actuaban en vivo y en directo con público en el estudio.
La nostalgia, mis amigos, es algo que pega duro a medida que envejecemos Conforme llegan los achaques deseamos devolver la película de la vida. Escarbar en el tiempo y detenerlo justo ahí donde la vida todavía era una hoja en blanco. Cuando todavía estábamos completos. Pero ahora observamos las fotos de papel y alguien se ha ido. Y por aquellos que se van, otros llegan, y en esas nos la pasamos. Pensar que las navidades consistían en llegar felices a un nuevo año, pero todos, completos, sin el ausente por el que hoy lloramos y brindamos.
La nostalgia es el espejo donde miramos a los que ya no están y donde otros nos mirarán cuando faltemos. La nostalgia es un estado privilegiado de la mente. La nostalgia es la máquina del tiempo que cada uno llevamos por dentro. ¡Bienvenidos a bordo!
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