Imagen generada con inteligencia artificial (IA)

La tristeza y la pobreza se engendran donde a ellas dos se les dé la gana.

Hay una pobreza más allá de la pobreza. Tan allá que nuestra cada vez más empobrecida imaginación no alcanza a imaginarla. Más allá de la montaña que usted ve cuando se desplaza en automóvil hacia la finca o a la casa de descanso. Por detrás de ese mundo, hay otro mundo habitado de seres humanos, aunque no lo parezca. Por allá el progreso no llega, porque aquellos con el poder de repartirlo están demasiado ocupados repartiendo en otro lado.

Penetrar en ese mundo es comprobar la contradicción: la Navidad convirtió un símbolo de humildad -el pesebre- en un motivo de derroche, de ese capitalismo alocado, que año tras año le hace fieros al Niño Dios. Entonces, la Navidad del pobre es más auténtica porque se parece más a esa miseria de dos mil y pico años atrás, según la tradición cristiana.

Lo que el pobre quiere no se envuelve ni se compra en un almacén por departamentos. Pero nosotros sí podemos desenvolver nuestra indiferencia y quemarla en la chimenea antes de ofrecerla.

El niño pobre no le escribe cartas al Niño Dios. Porque no sabe leer ni sabe escribir, y se imagina que el Niño Dios, por ser niño, tampoco sepa. La escuela es la vida misma y, por lo tanto, dura toda la vida. En esa escuela de la vida sólo solo hay una lección posible para no dejarse morir de hambre: si no se trabaja no se come, pero aunque trabajen como burros, muchas veces no hay lo suficiente para comer. El sonido de las tripas no son villancicos.

El pobre-pobre no conoce un centro comercial, usted ni siquiera lo verá en la fila de un cajero automático, porque no tiene cuenta en un banco. Trabaja a destajo y lo que recibe ya lo debe. El colchón es el banco de los pobres y recibe monedas. No hay chequera, pero sí el chiquero que adorna sus penurias.

Y luego están las deudas, porque ser pobre es esencialmente no tener nada y estar lleno de culebras, de un hueco que se abre para tapar el otro, y así, en una historia sin fin, hasta que un día ya no hay huecos para abrir ni hueso para echar en la olla.

Los regalos no están debajo del árbol ni bajo la almohada, porque árbol no hay y la almohada son los harapos de lo que habla Dostoyevski en su cuento que no es tan cuento. Los niños pobres piden carros y las niñas pobres piden muñecas en Navidad, así no sean de pilas. ¡Qué importa que la muñeca esté rota o le falte un ojo, o que el carrito sea de plástico y de halar con pita!

Las compras se hacen en el baratillo del barrio, donde tres pares de medias cuestan $5 mil.

En eso de pedir muñecas y carritos no son distintos los niños pobres de los niños ricos. Pero el único carrito que les espera a los niños y a las niñas pobres, es el de los tintos, desde mucho antes de llegar a la mayoría de edad. Porque lo primero que hace la pobreza es castrar la infancia, desde el momento en que aprenden a amarrarse los cordones de los zapatos, a los que se les mete el agua.  

La Nochebuena es noche a secas. La familia pobre no tendrá pavo en Nochebuena ni en ninguna otra época del año, quizás tampoco le alcance para un arroz con pollo. Con suerte juntarán para comprar menudencias, qué benditas sean, por lo baratas, aunque ni tanto, porque todo cuesta, hasta las vísceras de las aves.

El pobre no aspira a un pavo relleno. Con un agua de panela y pan queda lleno, aunque no sea verdad.

En la mirada del niño pobre está resumida su historia, sus dolores y sus tragedias. Lo que pasa es que poca gente se detiene a leer lo que está escrito en sus ojos, y menos en este tiempo en que los preparativos no dan esperan. Con lo que cuesta la bolsita de regalo, él podría comer algo.

Es casi seguro que la familia pobre no esperará a la medianoche. Cuando el resto celebra y despilfarra como si no hubiera un mañana, sus miembros duermen porque al día siguiente toca recoger los desperdicios que dejó la algarabía. Alguien tiene que hacer el trabajo sucio.

El pobre no recibirá prima de Navidad.

—¿Prima de Navidad? ¿Qué es eso?

La única prima que conoce es una pariente igual de jodida a él, viviendo a trancas y a mochas.

El niño pobre no espera a Papá Noel. El preferiría tener un papá de verdad, uno de carne y hueso y en su casa, no ese que desapareció del mapa cuando aquel ni siquiera había nacido.

Si le pregunta cuál es su deseo de Año Nuevo, dirá que lo único que desea es que su vida sea una pesadilla de la que está demorando en despertar.  

Prefiero la frase de Gabriel García Márquez en El otoño del patriarca: “El día que la mierda tenga algún valor, los pobres nacerán sin culo”.

“El pobre es pobre porque quiere”, dicen aquellos que tienen los bolsillos llenos, y no saben lo que es pasar necesidades, pues nunca han tenido el estómago pegado al espinazo, para usar un lenguaje de pobres, cuyo vocabulario es muy rico, porque en entender su pobreza y reírse de ella se les va la vida. La resignación de un pobre debería ser mérito de santidad.

A los pobres les sale esa canción venezolana donde un niño le pregunta a la mamá “¿Dónde están mis juguetes?”, y ella trata de justificar al Niño Dios, porque el suyo se ha portado mal y el Niñito lo supo, aunque no sepamos quién le contó. Entonces, no queda de otra que rezar para esperarlo hasta el año que viene.

Menos mal existe Dios o cómo fuera. Yo creo que a Dios lo inventaron para los pobres. Para tener a quién pedirle. Porque a Dios los ricos le agradecen y los pobres le piden y le piden y le vuelven a pedir, como los peces del villancico que beben y beben y vuelven a beber. Desde que nacen hasta que se mueren viven pidiendo. Sin cansarse, sin chistar, sin renegar, porque si no se les concede el milagro, agradecen igual, pues Dios sabe cómo hace sus cosas. Las cosas pasan cuando tienen que pasar.

El pobre no estrena. Recibe lo que buenamente le mandan, lo que otros ya no usan y regalan cuando necesitan hacer espacio en el ropero. Una bolsa negra de basura contiene la felicidad,  porque esa ropita aguanta otras posturas y los zapaticos están enteritos.

El pobre, tratado por la sociedad como un ciudadano de quinta, no le ve problema a las cosas de segunda. Él no repara en el caballo regalado, que por supuesto es un decir… ¡o cómo sería si alguien le regalara un caballo de los de verdad!

Compartamos algo de lo que tenemos, sin pesar, y sin pensar que eso es caridad. Vaciemos los corazones para que otros tengan un motivo para lavar su plato esta Navidad. ¡Ni el Niño Dios ni Papá Noel se pondrán bravos por quitarles trabajo! 

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