Los profes me odiarán por lo que voy a escribir. Suplico que el castigo no sea tan severo. Me encomiendo a Flaubert, Zweig, Capote y Gabo.
Los profes me odiarán por lo que voy a escribir. Suplico que el castigo no sea tan severo. Me encomiendo a Flaubert, Zweig, Capote y Gabo.
Tengo un sueño recurrente: estoy en clase de matemáticas, veo a la profesora Margoth y mi terror aumenta… Viene directo hacía mí. Me siento pegado al pupitre. Quiero escapar y no puedo. Quiero despertar y tampoco.
(…)
Siempre es lo mismo: una pesadilla sin final conocido. ¿Qué significa?
Nos referirnos con nostalgia a la escuela. La más maravillosa de todas las etapas, solemos decir, pero de seguro lo decimos por aquello del relajo, los compinches, las papas chorreadas a la hora del descanso y las vacaciones; no necesariamente por el quebradero de cabeza que nos causó el señor Aurelio Baldor y mucho menos por el inventario de castigos acumulados por nuestras faltas disciplinarias.
De las lágrimas en primaria, donde se nos amenazaba con la monja sin cabeza, pasamos al terror del bachillerato, donde el principal monstruo era la citación al acudiente o la matricula condicional. Nos defendíamos diciendo que ese profe mala leche nos la tenía montada. A veces sí, pero la mayoría de veces no era cierto. En mi curso angelitos propiamente no había.
Bueno, también se notaba cuando un maestro no preparaba la clase, pero, por lo general, nadie chistaba… y menos los vagos.
El primer castigo fue en tercero de primaria. Tenía deseos de orinar y la profesora no me dejó ir hasta cuando vio, en mis ojos casi llorosos y las piernas en junta extraordinaria, que la cosa era en serio. La teacher decía que uno debía aprender a aguantar. Que no había que malacostumbrar al cuerpo. ¡La odié con toda mi vejiga infantil!
De adulto sigo sin entender por qué tocaba pedir permiso para cumplir con las necesidades biológicas. ¿Acaso aquella maestra era un cuerpo glorioso? No fue divertido ver el suelo encharcado: Varios compañeros se hicieron en los pantalones.
Yo era entonces un inocente chiquillo (no he cambiado mucho, la verdad), de pelo lacio y arisco, al que había que domar con agua de panela. El pelo quedaba como el de un puercoespín. Que cuento de gomina ni que nada.
No fui un alumno problemático pero tampoco un modelo a seguir, ni el que mejores notas sacaba, porque sinceramente estudiar no me gustaba mucho que digamos. Salvo Español que era mi materia favorita. Eso sí, preguntaba de todo y opinaba de todo, hasta de lo que no sabía. Descubrí que los profesores aprecian más a los que participan en clase. Me hice querer. Procuraba ir dos pasos adelante. Esa sigue siendo una clave del éxito en la vida, reforzada por una frase que le repetía la abuela a las visitas los domingos por la tarde. —Prefiero atajar a tener que arriar. Y no hablaba de ganado.
Nunca fui el sapo y nunca me tuvieron sobrenombre. Odié los apodos y no los colocaba para que me llamaran por ni nombre que para eso tengo dos. Dos nombres. También.
Si no le llevé manzanas a la profe, fue porque en mi casa había calor de hogar pero no manzanas de sobra.
Para los tímidos como yo los libros fueron y siguen siendo un refugio seguro; en esos momentos de soledad dichosa nacieron mis ganas de escribir. Luego di mis primeros pasos como periodista en el periódico escolar, al igual que Gustave Flaubert, el autor de la celebrada novela Madame Bovary.
Azriel Bibliowicz hace la siguiente afirmación sobre el escritor francés en “Historia de una cama”, página 53: “En el colegio trabaja en un periódico satírico y en él maltrata a todos los que le desagradan: alumnos, profesores y las personas de Rouen que lo incomodaban. Lo expulsan por pendenciero y desobediente”.
Recuerdo que al director del periódico estudiantil, donde yo colaboré, lo expulsaron del colegio por escribir un editorial dirigido a la rectora: “Si no vives para servir, no sirves para vivir”. Entendí muy temprano que a veces se usa la prensa para pequeñas venganzas, desquites. El periódico dejó de circular. ¿Les parece una amenaza a la libertad de expresión? También creo que al compañero se le fue la mano.
Otro que causó dolores de cabeza al profesorado fue Truman Capote, el autor de A sangre fría. Gerald Clarke dice lo siguiente en “La biografía definitiva” (página 66): “Sus profesores solo veían una parte de sus berrinches. El profesor de biología casi perdía los estribos con Truman porque se pasaba toda la clase peinándose. (…) Truman no le hacía caso y seguía peinándose como si tal cosa. Sus notas reflejaban su descreída actitud (…) aprobó muy justo todas sus asignaturas. Ninguna de aquellas asignaturas, se decía él, le ayudaría a prepararse para su papel en la vida. Porque ya había decidido lo que quiera ser: sería escritor”.
Se cumplen 100 años del natalicio de Capote. Nació en 1924. Un día les hablaré sobre él. Su vida fue una novela.
En séptimo supe que quería ser periodista. Como Truman. Agradezco al colegio que ayudó a descubrir tempranamente mi vocación.
En quinto de primaria tuve una profesora con aspecto de bruja: Blanca era tan blanca como su nombre, coloradita, siempre vestía pantalón y blusa escotada; tenía pecas y un genio de los mil demonios. Creo que me lo contagió. No me acuerdo si tenía verrugas en la cara. El primer reglazo con regla de madera me lo gané por no saber el resultado de una multiplicación. Reprimenda que se combinaba con cien cuclillas delante de los otros.
—Para que escarmiente, vociferaba ella.
Pero uno no escarmentaba, porque ni siquiera conocía el significado de la palabra.
No recuerdo castigos severos en bachillerato. Tal vez en sexto grado, imberbe, debí permanecer de pie mirando hacia la pared por media hora, de espaldas a los demás, mientras el profesor dictaba la clase, y lo ponía a uno como el ejemplo del mal ejemplo. Ese día me confié. Por ser de apellido Velásquez por lo general era el último al que le revisaban las tareas o le tomaban la lección. Muchas veces empezaron de atrás hacia adelante. Ni por esas llegué a odiar el colegio con el odio visceral que debió experimentar Stefan Zweig, el escritor austriaco, para escribir lo que escribió:
“… si he de ser sincero –afirma en El mundo de ayer, página 54- todos mis años de colegio no fueron si no un constante fastidio, un aburrimiento que aumentaba año tras año la impaciencia por librarme de aquella tarea fatigosa (…) que nos amargó de una manera consciente la época más hermosa y libre de nuestras existencia”.
Cuenta que maestros y alumnos se sentían felices “cuando al mediodía sonaba la campana del colegio, que les devolvía la libertad a ellos y a nosotros”.
Y, para que no quede duda de su aversión, añade una frase lapidaria. “…el único momento dichoso, verdaderamente alado, que debo a la escuela, fue el día en que sus puertas se cerraron para siempre detrás de mí”.
¿Saben? “El mundo de ayer” es un libro que toda persona debería leer al menos una vez en su vida.
Lo más tenaz del cuento que les cuento es que los castigos del aula tenían su continuación en el hogar dulce hogar.
¿Les suena esta frase?: —¡En la casa arreglamos! Pónganle tono dramático, labios apretados y un rostro que parecía trasfigurado. Puro suspenso en vivo y en directo. Para qué Netflix. Aquella frase, y la famosa “a la salida nos vemos” del buscapleitos del salón, parecía un adelanto del juicio final. Nunca fui de peleas.
En la casa arreglamos significaba que tocaba enderezarlo a uno. En mi caso la de esos arreglos fue la abuela materna, alma bendita. Me salvé de muchas pelas por ser el nieto favorito, aunque algunas veces terminé debajo de alguna cama -hasta donde no llegaba la chancla pero sí el palo de la escoba- o agarrado de las enaguas de la tía Lucila.
El mismo trato benévolo debió experimentar Gabriel García Márquez, cuya madre fue bastante comprensiva por su mala ortografía, que “…sigue asustando a los correctores de mis originales”, como contó en Vivir para contarla. En la página 193 de la biografía confesó que doña Luisa Santiaga escondía de su papá Gabriel Eligio “algunas de mis cartas para mantenerlo vivo, y otras me las devolvía corregidas y a veces con sus parabienes por mis progresos gramaticales y el buen uso de las palabras”.
Lo anterior demuestra que hasta las personas con faltas ortográficas pueden aspirar al Premio Nobel de Literatura. Pero primero póngase a escribir con el juicio que lo hizo Gabo.
Siempre he dicho que la buena ortografía es cuestión de sentido estético. Hay palabras que se ven feas, como una persona con los zapatos sucios, cuando están mal escritas. Comparto lo que se dice por ahí: nadie debería graduarse sin haber aprobado un examen de ortografía. ¿Están de acuerdo?
Como eslogan “la letra con sangre entra” quedó desterrado. Menos mal porque de violencia ya está bueno en este país. Sin embargo, hay quienes lamentan tanta permisividad ahora. Yo en cambio lamento que la pitonisa no haya dado con el chiste del sueño recurrente con mi profesora de matemáticas.
¡Feliz Dia del Maestro a los buenos educadores por tanta paciencia!
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