Al fijar la mirada en la página 515 de Sin remedio (publicado en 1984), me sentí acongojado, preguntándome porqué razón Antonio Caballero escribió una novela y nada más que una; así como solo escribió un cuento infantil y nada más que uno, Isabel en invierno (1989), dedicado a su hija que entonces tenía dos años. Me preguntaba con rabia de lector por qué nos privó de su magnífica prosa y el delicioso sarcasmo de quien “aborda con humor crítico el cinismo inveterado de las élites políticas en Colombia”, como dijo Martín Ruiz Mendoza en su artículo “La escritura del fracaso en Sin remedio” para la Universidad de Antioquia.

Caballero, todo un burgués desaburguesado, burlándose de la sociedad bogotana de los años 70-80s, -¿acaso más clasista que aristocrática?- y del proletariado, en la figura de Ignacio Escobar, un poeta frustrado, “pequeño burgués radicalizado”. Por algo el título del obituario que le dedicó El País -del que fue columnista-, tras su muerte, el 10 de septiembre de 2021: “Una vida de pataleo contra los poderosos”.

“… precoz traidor de clase, no se arrellanó en la comodidad de unos privilegios heredados sino que se dedicó a estudiar el país que no figura en los medios de comunicación ni en los programas de gobierno; un país que, como el Saturno de Goya, devora a sus propios hijos. Conoció a la clase obrera, desde los sindicalistas de Ecopetrol, hasta los corteros de caña de los ingenios del Valle, pasando por guardianes de prisión, trabajadores de Colpuertos, campesinos desplazados, curas guerrilleros, policías de pueblo. Un país que el país no conocía y que Antonio iba mostrando en las páginas de la revista Alternativa. Eso molestó al Establecimiento: que la gente supiera que en Colombia había pobres. Y que los pobres supieran que había una clase política parasitaria que los explotaba”, escribió entonces en El Espectador su amigo Renso Said.

Ruiz Mendoza añade que Ignacio Escobar, como álter ego de Caballero, “es incapaz de comprometerse con una causa política porque desconfía de toda causa”, “un espejo en cuya imagen abúlica queda reflejado un fracaso colectivo”, refiriéndose a “un conflicto histórico y social más amplio”.

Al constatar que, en el fondo, poco hemos cambiado, puedo comprender por qué razón Caballero no necesitó escribir una segunda novela: Todo lo que tenía para decir -incluso sobre el amor y el desamor- lo dijo en Sin remedio, y los detalles –se me antoja- quedaron ampliados en sus columnas de prensa, en sus caricaturas, en sus declaraciones y en ese otro libro magnífico, Historia de Colombia y sus oligarquías, que todo colombiano debería tener en su biblioteca, ya leído. Sepan que la edición impresa está disponible, gratis, en el sitio web de la Biblioteca Nacional de Colombia. Se trata de la historia condensada, desde 1492 hasta 2017, contada con desparpajo y adobada con chismes, porque la política es ante todo otro divertimento más de esta Colombia que tiene tanto de irrealidad como de realidad.

¿Qué habría dicho Antonio Caballero sobre los dos primeros años de gobierno de Gustavo Petro? Lo dijo en la antigua Semana, que era la Semana que uno respetaba precisamente por firmas como la de Caballero: “Lo malo de Petro no es su teoría: sino su práctica. (…) no me parece que Gustavo Petro sea una buena persona, sincera y franca. Más bien lo veo como una mala persona”.

¿Qué nos estaría diciendo sobre el momento político que viven los estadounidenses con un presidente olvidadizo (Joe Biden) y un ex presidente candidato malhablado y escurridizo de la justicia que odia a los inmigrantes (Donald Trump)? “Trump -escribió en 2019- es igual a lo peor de los Estados Unidos (…) racista y supremacista de su raza blanca, imperialista, nacionalista, egoísta: un norteamericano típico y representativo de lo peor que tienen los norteamericanos”.

Para describir a los corruptos, Caballero dibujó a un señor gordo muy cómodo en su sillón (que debe ser de los costosos) y el señor vociferaba: “… cuando mis abuelos se hicieron ricos con la política, la política no estaba tan corrompida como ahora…”.

¿Y qué hubiese dicho este aficionado a los toros sobre la nueva ley “No más olé”, que prohíbe las corridas (de toros)? 

Antonio Caballero defendió a capa, espada y pluma la tauromaquia, y nos deleitó con su conocimiento sobre una actividad que, disculpen por meter la cucharada, para mi ni es arte ni es deporte, así muchos todavía defiendan la ética y la estética del toreo “como parte de nuestra cultura”. Normalizamos el verbo matar (animales o gente), como si viniera de un gen defectuoso que no hemos sido capaces de corregir.

Pero a Caballero se le perdona el gustico por escribir como los dioses.

“Yo escribo sobre toros de la misma manera que escribo sobre política. Procurando alcanzar el placer del lenguaje. Afortunadamente yo puedo vivir de escribir, y he escrito sobre física, estética, política y economía, con placer e intentando generar placer en los lectores”, dijo Antonio Caballero en El Espectador, diario del que fue columnista y cronista taurino.

Varios párrafos en su novela son, a mi parecer, la representación misma, cual metáfora desgarradora, de nuestra psiquis virulenta como nación, esa sinrazón colectiva. Juzguen ustedes:

  • “Un niño le pinchó los testículos con la caña astillada de un volador quemado, y el toro coceó nerviosamente, quebrando la caña. El niño saltó hacia atrás despavorido, y otros dos, a su lado, soltaron carcajadas histéricas”.
  • “El toro giraba la cabeza lentamente, resollante, quieto en su sitio, indiferente a los gritos, absorto en sus pensamientos”.
  • “Fue entonces cuando Escobar entendió que el toro iba a morir. Aunque lograra incluso matar al matador, y a toda su cuadrilla, y al picador y al presidente de la plaza y al entendido belga y a la mitad del público, acabaría matándolo a pedradas, a tiros, degollándolo, quebrándole las patas. No había nada qué hacer. El propio toro, por su cuenta, también lo había entendido, y había guardado la lengua y cerrado la boca para morir en silencio”.
  • “El toro vomitó un chorro de sangre, y la volvió a tragar. Y vomitando sangre empezó a trotar por el ruedo, haciendo eses”.
  • “La plaza empezaba a mugir su desprecio y su hastío, y el mozo de estoques del matador, verde también y sudoroso, mascullaba entre dientes:

—Ya déjese matar, toro hijueputa, ya déjese matar”.

  • “…en su ojo quieto y amarillo empezaron a posarse gruesas moscas verdes mientras la horda de espontáneos se arrojaba sobre el cadáver para descuartizarlo con las uñas y las manos”.

Despavorido, gritos, silencio, chorro de sangre, desprecio y hastío, dejarse matar y cadáver descuartizado, ¿no son acaso el cuadro espeluznante por donde supuran todas nuestras violencias?

¿Para qué sirve un columnista?

Interesante haber conocido la opinión de Antonio Caballero sobre el caso del columnista Yoir Akerman envuelto en la polémica sobre Chiquita Brands y sus vínculos con el paramilitarismo. Hoy sabemos del cuento por una investigación de Vorágine y también conocemos detalles del escándalo por la columna de Lucas Ospina en La Silla Vacía, “El extraño caso del doctor Restrepo, el doctor Akerman y Chiquita Brands”, en alusión a la novela “El extraño caso del Doctor Jekyll y Míster Hyde, de Robert Louis Stevenson.

Creo que el profesor Ospina lo ha dicho todo y de manera suficientemente argumentada. Su crítica por la actitud solapada de la prensa colombiana frente a este caso es contundente. “El periodismo de Vorágine, como ejercicio de investigación, caja de resonancia y contrapoder, revela la radiografía de unas prácticas académicas y periodísticas ocultas ante la opinión pública y que se podrían extender a muchos otros matrimonios por conveniencia ante los que la academia y el periodismo deberían usar todas sus herramientas críticas para purgar sus propios demonios y amar de verdad la verdad”. Entiéndase la importancia del verbo purgar.

La falta que hace Antonio Caballero, el columnista que no le servía a Dios y al diablo o a dos dioses, si no a sus propias convicciones. El hombre que no sufría de la columna porque siempre encontró temas y con sensibilidad social los desarrolló mientras iba agotando su vida entre un cigarrillo y el siguiente. ¿Para qué sirve un columnista?, es la pregunta que nos toca responder a los lectores.  

Añadió su amigo Renso Said en El Espectador:

“…gracias a su talento sin límites, logró elevar la columna de prensa a la categoría de obra de arte. Una columna de Antonio –por su musicalidad, por el esqueleto interno que la sostiene, por su cerrada estructura literaria- compite hombro a hombro con una escultura, una pieza de danza o una pintura moderna”.

Así que, pensándolo bien, el Caballero que sí tenía memoria para refrescar la nuestra, nunca se fue. Sigue entre nosotros, como siguen estando sin estarlo los de su estirpe: el abuelo, Lucas Caballero Calderón, Klim; el papá, Eduardo Caballero Calderón; el hermano pintor, Luis Caballero y la también artista Beatriz Caballero, que aun vive. Leerlo y volverlo a leer es el único homenaje posible para alguien que dentro del periodismo se paró en la raya, sin dobleces, sin segundas intenciones. 

En sus párrafos, Antonio Caballero patalea desde el más allá y en cada pataleo nos espabila a los que seguimos, sin remedio, en este más acá insufrible.

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