El día comenzó espléndido. ¡Hoy no llueve!, me doy ánimos. Porque hay días que amanezco como el poema de José Asunción Silva: quejoso de todo y de todos. Debe ser que tengo, como el título del mismo, El mal del siglo. Y dice así:

Le hice caso a mi doctor. Me gusta caminar la ciudad bajo mi propio riesgo. Obvio no lo hago de noche. Tendría que estar loco. O borracho. Porque borracho cualquiera se despoja de sus cobardías o mea en cualquier pared.

Dicen que cuando Manuelita Sáenz llegó a Bogotá, esta ciudad le pareció poca cosa. En una corta convalecencia, vi por Netflix los 60 capítulos de la serie sobre Bolívar que hizo Caracol y en el episodio 49, ella dice: “Yo nunca me imaginé Bogotá así. (Se la imaginaba) más imponente, elegante, (…) porque si la han nombrado capital debería ser por su grandeza”.

Pues, querida Libertadora del Libertador, la ciudad es lo que es y estamos de acuerdo en que, tanto ayer como hoy, le falta señorío.  

Veo está ciudad desde el quinto piso de mis 53 marzos. La veo y no lo creo. Porque veo lo bonito y veo lo feo, lo tremebundo y lo bondadoso.  Lo tremebundo aparece cada día en la primera página del Q´Hubo. ¿Y lo bondadoso? Intento buscar agujas en un pajar.

Veo basura arrumada en cada esquina. La gente cochina en la calle es gente cochina en la casa. ¿Será por eso que ya nadie invita ni a onces santafereñas? Hablar mal de Bogotá es hablar de nosotros y nuestros malos comportamientos.

Bogotá es el basureo de todos y el cagadero de las mascotas. Me pregunto si hay más animales que habitantes. Sumen perros, gatos y ratas. Ah, y los pajaritos enjaulados. ¿Qué crimen cometerían esos pobres? Tener alas y no poder usarlas: una desgracia. Como el que tiene piernas pero le pide permiso a un pie para mover el otro. La pereza nos habita. Y la pereza es un pecado capital.

Recuerdo que de niño me gustaban los animales, incluidos las tortugas, las babosas y los pollitos de colores. Recogía perritos de la calle y los escondía debajo de la cama; cuando la abuela los descubría, a regañadientes los aceptaba para evitar mis berrinches. El problema fue crecer.

De adulto, me siento incapacitado hasta para cuidar una planta. Debo decir con vergüenza que varias murieron deshidratadas en la sala, victimas no del cambio climático si no de mis olvidos. Me recrimino e incrimino como El asesino de matas. Estoy escribiendo un cuento a manera de descargos.  

¿Oyen ladrar los perros? A toda hora los escucha uno ladrar. En serio: ¿Cuántos perros hay en Bogotá? Yo veo perros por doquier. Uno mordió a mi hermana.

Que no se preocupe, que el animalito está vacunado contra la rabia, fue la única razón que le mandaron con un vecino. ¿No les parece que urge un censo animal? Hacia 1.856 había en la ciudad 7.350 animales entre vacas, ovejas, cabras, caballos, mulas, burros y marranos, sin contar perros, gatos, gallinas u otras aves.

Deberían enseñarles a ser educados. Estoy hablando de los dueños, por supuesto. ¡Pero no! Ahí está la dama del perrito que lo saca a pasear por la zona verde y nunca recoge sus porquerías (las del perrito), porque ella va entretenida con su cháchara telefónica. ¡Tan de buenas que no le han robado ese aparato!

Deseo que nazca otro Mockus destinado a la política –no importa que también se baje los pantalones para que le paren bolas- y suba de Alcalde para terminar lo que aquel empezó. En cultura y civismo perdimos el año desde antes de que llegaran los chapetones. Si le hubiéramos hecho caso a Antanas, esa gente sacaría la basura el día que toca, y los otros desadaptados usarían el puente en lugar de hacerle fieros a la muerte. 

Los excrementos animales se están convirtiendo en un problema de salud pública. De domingo a domingo hay miércoles por donde uno camine, en las calles, incluso en las zonas comunes de ciertos edificios. ¿Cuánto excremento animal produce esta ciudad al día porque del otro ni hablemos?

Lo siento mucho por las señoras del aseo. La gente cree que ellas son sus criadas y las de sus mascotas. Hay cierto tipo de esclavitud en esto que llaman “vida moderna”: sucede ante los ojos de todos y nadie dice nada. Las señoras del aseo son las esclavas de la dejadez ajena. —Para eso les pagan —dice la gente indolente. Indolente y cochina, ya se dijo.

Hay mucho ruido en la ciudad. Hacen ruido el señor de los aguacates con su megáfono, las motos y las bicicletas eléctricas, los bici-taxis con sus motores y sus bafles a todo volumen, -se adueñaron además de los carriles para bicicletas-, y la señora del quinto que le taconea a la del cuarto a las 6:30 de la mañana, y en la asamblea anual todos nos enteramos del chisme. Las mismas quejas cada año, como disco rayado, hacen más tediosas esas asambleas de copropietarios, y nada cambia; así somos ¿y qué? Nos gusta malvivir. Dichosos los que todavía viven en casas con zaguán y patio. A esos los envidio.

Figúrense: Anoche llegó un nuevo inquilino al 503. Y se puso a romper la pared a las 10:00 de la noche. En la asamblea de año entrante propondré que repartan copias del manual de convivencia… o tapones para los oídos, lo que sea más efectivo contra esta falta de consideración.

Hasta los perros hacen ruido y no me dejan leer. Odio las dictaduras pero apoyo el uso del bozal.

Atravesé toda la ciudad para escribir esta columna, montado en uno de los articulados de Transmilenio. Somos el sándwich entre el tranvía de los tatarabuelos y el Metro que, ¡si están de buenas!, verán nuestros tataranietos.

En mi barrio construyeron un colegio más alto que mi edificio. Los niños tienen derecho a estudiar pero a mí me quitaron el derecho a contemplar los cerros orientales. Ver tanto ladrillo me enferma. De viejito me tocará vivir en un potrero. El ladrillo nos roba la alegría de la contemplación. Creo que a partir de esta idea (los cerros sepultados por el acero y el hormigón) podría escribirse una novela distópica sobre la Bogotá del año 2100. O una “ficción especulativa”, como llama Margareth Atwood a la ciencia ficción.

¿Vieron? Ya no hay que ir al Salto del Tequendama para quitarse la vida, como antaño. La ciudad se llenó de deportistas extremos: llevan casco y conducen a mil mientras leen algo en el smartphone. Como siga aumentando la venta de motocicletas, aumentará el número de suicidas y potenciales asesinos.

En el centro un loco amenaza con sacar su cosa delante de todos si no le dan monedas. Acudan a la “ficción especulativa” para imaginar el final.

Veo gente contenta porque muchos venezolanos se están devolviendo para su tierra. Desde Caracas, me dice un amigo que de Colombia hacia abajo ningún país quiere a sus compatriotas. Se están yendo para Estados Unidos o España, donde nos odian a los sudacas.  

Me regreso en Transmilenio. Un perrito sube con su ama. Todos se enternecen. El perrito orina los zapatos de una pasajera. Las caras de ternura se evaporan con la orina del perrito. Ya no es tan lindo.

—”Señor, señor: lleva la maleta abierta”. Todavía hay almas caritativas. El señor señor era yo, siempre despistado, creyendo que en esta ciudad no hay ladrones, como en el cuento de Gabo.  

Se sube un muchacho tan flaco, tan flaco, que se me olvidó el chiste. Dice que hace magia y que es el sobrino del Mago Lorgia. Cuenta que su tío cobra 18 millones de pesos por función. Hace un truco: le entrega la baraja a un pasajero, le dice que escoja una carta y la hace aparecer en la pantalla de su celular. Casi nadie le presta atención. Pide aplausos. “El que no aplauda lo desaparezco. Lo pongo al lado de Petro”. Nos paraliza la inseguridad y nos polariza el mago con sus chistes flojos.

¿Por qué permitimos que haya niños vendedores en la calle? Otro crimen sin castigo. ¿Hasta cuándo?

Un bici-taxi se volcó a dos cuadras de mi casa. La señora grita por su pierna. El marido le cayó encima. Semanas atrás, también en mi barrio, otro armatoste de esos mató a un viejito. La barbarie salió en el Q´hubo. ¿Quién responde? ¿Por qué ni el Concejo ni el alcalde han reglamentado ese servicio de transporte? Señor burgomaestre Galán: ¿Está esperando una tragedia mayor?

La gente se arremolina alrededor de los accidentados. “Bogotá era un poblacho chismoso”, dice Vallejo en la biografía de José Asunción Silva, refiriéndose a la aldea que éramos a finales del siglo XIX. Pues, querido escritor, la costumbre de comer prójimo está en los genes.  

A propósito del poeta bogotano, cada niño que nazca en Bogotá debería ser arrullado por sus padres con “Los maderos de San Juan”, y no con el “Arrurú mi niño, duérmete ya, que tengo qué hacer, lavar los pañales y hacer de comer”, entre otras cosas porque la gente ya no lava pañales, y en vez de tener hijos, quieren tener perros y gatos. Poetas y poetisas: hay que escribir canciones de cuna para las mascotas: según Fenalco, en Bogotá hay alrededor de 7.275.000 y 3.564.750 son perros y perras. ¿Habrá perres?

Observo la capital desde el mirador de la Avenida Circunvalar (la misma que lleva a Monserrate, adonde Manuelita debió encaramarse para admirar no su grandeza pero si lo mucho que ha crecido) y me pregunto si en esta Metrópoli los bogotanos albergamos nuestras 7 maravillas antiguas y modernas.

Me aviento con un listado exprés: El Chorro de Quevedo, La Quinta de Bolívar, Monserrate, el barrio Teusaquillo, la iglesia de San Francisco –la más antigua de Bogotá, data de 1.575, cuando éramos la capital del Nuevo Reino de Granada-; el TransMiCable de Ciudad Bolívar, el Colegio Mayor de San Bartolomé, el Museo Nacional, la Estación de la Sabana, el centro cultural Gabriel García Márquez y la Biblioteca Virgilio Barco. ¡Perdón, hice trampa! Bogotá es una maravilla por donde se le mire, pues yo como digo una cosa, digo la otra. Invito a los lectores a dejar su propio listado en los comentarios.  

Pensé mal, porque otra vez se largó a llover. No tengo paraguas. Perdí tantos que les perdí el afecto a esos artefactos; prefiero guarecerme por ahí, que para eso llevo siempre conmigo un buen libro. ¡Y un buen libro lo salva a uno de lo que sea: hasta del mal del siglo!

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