“Olvidemos con generosidad a aquellos que no pueden amarnos”: Pablo Neruda, escritor.

G quedó cautivado con la belleza juvenil de La Mona al verla por primera vez cruzar por su casa para ir al colegio, encantado con aquel rostro candoroso, envuelto en rizos dorados e iluminado por la mirada profunda de sus ojos verdes.

Un día de tantos le soltó un piropo con una sonrisa traviesa: “me lleva o me le voy detrás”. Ella no se resistió a los coqueteos. G tenía 20 años y mi tía 17, cursaba décimo grado en un colegio público de Bogotá. Se hicieron novios a mediados de 1989, el año más bárbaro que Colombia recuerde por cuenta de Pablo Escobar, el capo que murió en su ley pero sin pagar por múltiples feminicidios; se habla de al menos 19 mujeres que fueron víctimas de su lujuria.

El romance comenzó, como todos los de esa época, con chocolatinas, esquelas, casetes con dedicatorias, peluches y cartas de amor.  El embeleso duró dos años y medio.

“Yo lo quise mucho porque fue respetuoso conmigo, siempre. Nunca hubo una propuesta indecente, ni un maltrato. Fue un caballero. El trato delicado hizo que yo me enamorara de él”.

De repente,  Cupido le mostró el lado envenenado de la flecha. Como en la canción de Willie Colón, G tenía celos del viento que acariciaba su piel (“pues lo mismo que te quiero soy capaz hasta de odiarte yo”); incluso, la celaba con los propios hermanos de él.

“No quería que nadie más me mirara. Me quería solamente para él”, recuerda La Mona, que aguantó su celotipia hasta donde pudo y cuando no pudo soportar más esos tormentos, le pidió que terminaran.  —“Mejor dejemos las cosas así”, rogó  y se alejó.

“Se me acabó el amor y me llené de miedo. Dejé de quererlo por su comportamiento enfermizo”.

Sin embargo, ofendido ante el rechazo, G no quiso dejar las cosas de ese tamaño, y empezó otro calvario para la tía: con los nervios de punta, quedó deshecha emocionalmente recién estrenada la mayoría de edad.

Esas conductas misóginas no son de ahora. La historia nos cuenta de hombres obsesionados y feminicidas en potencia, desde Calígula, el más cruel de los emperadores romanos (hacia lo impensable para tener a su lado a las mujeres que le gustaban, incluso quitárselas a su esposos; esa fue la suerte de Lolia Paulina: cuando se cansó de ella, la sacó de su vida amenazando con matarla si osaba acostarse con otros hombres), hasta el rey Enrique VIII de Inglaterra, que en 1536 ordenó decapitar a su esposa, Ana Bolena, acusándola de supuesta traición y adulterio con varios hombres de la Corte, incluido su propio hermano, ocultando de esa forma su rabia por no darle un heredero varón.

La Mona no perdió la cabeza pero descendió al averno, vigilada y perseguida todo el tiempo.

—”Cuando me veía en la calle o en el supermercado me insultaba con las peores palabras”.

—Ahí va la perra esa, le gritaba.

Con las acechanzas, llegaron las amenazas de muerte: se mataría después de matarla a ella, sino regresaba a su lado.

“Yo parecía un robot mirando a todas partes al mismo tiempo”.

Tenía miedo de toparse con la muerte en cualquier callejón. Se sentía observada y en cada hombre de la calle empezó a ver su figura.

“Dondequiera que me encontraba, decía que si yo no era para él, no sería para nadie más, que me prefería muerta”.  Como si su mente le ordenara asesinarla, creyendo que era la “Mala mujer” sin corazón, y que había jugado con él, como en la canción de La Sonora Matancera.

Antes de ser novios, el papá de G se suicidó de un disparo en la cabeza un 24 de diciembre; el recuerdo de esa escena macabra sumió a la tía en pensamientos sombríos, hasta imaginar que el día menos pensado saldría en los periódicos amarillistas, cubierta con una sábana blanca. Los llamaban  crímenes pasionales, no feminicidios. El término lo acuñó la antropóloga mexicana Marcela Lagarde (tomado a su vez del inglés femicidi) y en la legislación colombiana se usa a partir de la Ley 1761 de 2015, también llamada Ley Rosa Elvira Cely, otra víctima de este repudiable delito.

Los seguimientos de G se intensificaron. Cual fantasma, se le aparecía a pie, en carro particular, en moto o en taxi; en cualquier parte, de día o de noche. Una vez se le atravesó de camino a la empresa. Faltando dos cuadras para llegar le cerró el paso. En una mano tenía un revólver y en la otra cuatro balas. Le dio a entender que eran dos para cada uno.

En medio del estupor, ignorando la amenaza, siguió su camino, pero G,  tomándola  por la fuerza,  le reventó la cara de un golpe seco. Maltratada, con el rostro y la ropa ensangrentados, llegó al trabajo. Desde entonces, un cuñado –el esposo de una hermana,  policía él- se convirtió en su escolta. Sin embargo, nada intimidaba a G, ni la demanda para alejarlo ni los ángeles que la cuidaban de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Le tocó enclaustrarse. No hubo más domingos para salir a comer helado.

Dijo la escritora Sylvia Plath: “No es fácil expresar lo que has cambiado. Si ahora estoy viva entonces muerta he estado, aunque, como una piedra, sin saberlo, quieta en mi sitio, mi hábito siguiendo”.

“Mija, mejor váyase de por aquí”, le imploró su mamá. Perro que ladra no muerde pero tampoco hay que dar papaya”, le advirtió.

Ninguna madre querría ser Marisela Escobedo, la mujer mexicana que, buscando justicia  por el feminicidio de su hija a manos del yerno, recibió un tiro de gracia. “Las tres muertes de Marisela Escobedo”, el documental de Netflix, cuenta la impactante historia.

Contra su voluntad, La Mona se fue del barrio para salvarse de lo que pudo ser una muerte segura a sus veinte años; empezó a cambiar de residencia porque el tipo se las ingeniaba para ubicarla.

“No hay un hueco en la tierra donde pueda esconderse de mí”, la amedrentó al verla en el paradero de buses acompañada por su hermana. Delante de ella le puso el mismo revólver cerca de la sien. —“¡Mátela si es muy machito!”, lo retó aquella con temeridad.

Incapaz de destripar una mosca, se largó  escupiendo más ofensas. Por mucho tiempo usó la nueva táctica de llamar diariamente a la mamá para decirle, con tragos o sin ellos, que a su hija le quedaba un día menos sobre la Tierra, como quien lleva la cuenta regresiva en un calendario. Luego, arrepentido, hizo una última llamada, pidió perdón diciendo que jamás le haría daño al amor de su vida.  Y desapareció… Dicen que se fue de la ciudad, casado y con hijos.

Escribió el poeta Ovidio: “El amor ausente se desvanece y uno nuevo toma su lugar”.

La Mona perdonó los agravios, se disiparon los rencores. Fue un grito silencioso de su espíritu:  —“¡Gracias por no asesinarme!”. Al cabo de tres años, por fin pudo regresar al lado de los suyos.

Otras mujeres no regresaron.  “La nota roja” es un premiado podcast de diez episodios sobre los feminicidios ocurridos en Ciudad Juárez a partir de 1993: miles de mujeres fueron asesinadas con sevicia o desaparecidas. Por investigar estos crímenes de odio, la periodista Lydia Cacho sufrió atentados y debió exiliarse. 

“Él logró superar lo de los dos. ¿Cómo? No lo sé, pero lo superó”,  rememora impasible, tres décadas después.

A sus 51 años, se sobrecoge con un ligero escalofrío cuando le pido recordar ese capítulo aterrador.

—¿Por qué crees que él se obsesionó contigo?

“Los hombres creen que las mujeres somos su propiedad privada. En eso consiste el machismo. Las mujeres también podemos obsesionarnos pero rara vez una de nosotras hace cosas horribles para dañar a la otra persona”.

No quiere que ninguna mujer pase por ese drama que la mantuvo en el precipicio de la locura, y se lo repite a Valentina, su única hija.

“Jamás confiarse ni quedarse callada. Llenarse de valor y denunciar. Hablar con personas allegadas, poner a la familia en alerta siempre”.

María Isabel Covaleda, sobreviviente, creó la Fundación Maisa, que trabaja en la erradicación de la violencia de género “Si de verdad queremos cambiar nuestra realidad, debemos priorizar las cátedras con enfoque de género; esto implica medidas transversales que involucren a directivos, maestros, educadores, legisladores y alumnos. La educación a un niño o una niña no la da solo una familia, la brinda una nación entera”.

Desde el aula se debe hablar obre salud mental.  Enseñar a construir relaciones afectivas sanas e identificar las señales de una relación tóxica. “No es normal que una mujer decida quedarse en ese tipo de relaciones, algo en su cabeza está fallando”, señala con preocupación la doctora Olga Susana Otero, sicoterapeuta de pareja.

No siempre una relación debe incluir maltratado físico para ser dañina. En la cinta “Alice, querida” (Prime Video), la protagonista está atrapada en una relación abusiva, con un novio que ejerce sobre ella lo que los expertos denominan control coercitivo. Con un final inesperado, el thriller  propone una salida a los abusos psicológicos.

La obsesión es un rasgo característico del trastorno obsesivo-compulsivo, TOC, con cuadros de esquizofrenia y depresión en algunos casos. La Mona era joven e ingenua para saber que algo muy oscuro había en aquella frase galante  (“me lleva o me le voy detrás”);  hoy cuenta el cuento consciente de que su historia pudo terminar en tragedia, un  feminicidio más, otro amor que mata para usar el título de la canción de Mariano Cívico.

 

 

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