Al igual que uno de los personajes de “Cien años de soledad”, Gabriel García Márquez murió un Jueves Santo, en Ciudad de México. Era un día como hoy, 17 de abril, de 2014.
Al igual que uno de los personajes de “Cien años de soledad”, Gabriel García Márquez murió un Jueves Santo, en Ciudad de México. Era un día como hoy, 17 de abril, de 2014.
Gabriel García Márquez. Foto: cortesía The Douglas Brothers.
“Yo no entierro a mis amigos”: Gabriel García Márquez.
Gabriel García Márquez amaba tanto la vida que siempre refunfuñó sobre la muerte.
Quería vivir cien años y tal vez más, a juzgar por un párrafo que escribió en sus memorias, Vivir para contarla, página 508: “Germán Vargas, que era el guardián del santoral, informó que el 6 de marzo próximo yo iba a cumplir veintisiete años. En medio de los buenos augurios de mis amigos grandes, me sentí dispuesto a comerme crudos los setenta y tres que me faltaban todavía para cumplir los primeros cien”. Pero murió de 87, faltando 13, ese enigmático número de la mala suerte.
Al cumplir 68, le hizo esta confesión a la periodista Ana Cristina Navarro de la RTVE de España: “La muerte es una trampa, es una traición, que le sueltan a uno sin ponerle condición. Para mí es muy serio el hecho de que esto se acabe prácticamente sin ninguna participación de uno, sino cuando llega. Creo que es injusto”.
La muerte se lo quiso llevar antes pero Gabo le hizo el quite. Las amenazas contra su vida iban en serio. En marzo de 1981 pidió asilo en la embajada de México en Bogotá, durante el gobierno represivo de Julio Cesar Turbay Ayala. “El escritor colombiano se refugió en la noche del miércoles en la residencia de la embajadora mexicana en Bogotá, María Antonia Santos, a quien solicitó protección por considerar que estaba siendo perseguido por las autoridades militares colombianas”, informó el diario El País de España.
En Una vida, la biografía oficial, escrita por Gerald Martin, se lee lo siguiente: “… empezaba a llegar a oídos de García Márquez que el gobierno trataba de vincularlo al movimiento guerrillero M-19, que a su vez se relacionaba con Cuba, e incluso había rumores de que podían intentar asesinarlo”. Según Martín, en una columna de prensa Gabo reveló que “estaba en la lista negra del MAS, un escuadrón de la muerte de ideología reaccionaria”.
Flores amarillas por si las moscas
En la misma biografía hay dos anécdotas relacionadas con aquel día de octubre de 1982 cuando se anunció que García Márquez era el nuevo Premio Nobel de Literatura.
“Cuando Alejandro Obregón apareció aquella mañana para quedarse en casa de su viejo amigo y vio el caos que se había desatado, lo primero que pensó fue: ´¡Mierda, Gabo se murió!´”.
La otra anécdota se refiere a una declaración de doña Luisa Santiaga, su madre, quien “siempre había albergado la esperanza de que Gabito no ganara nunca el premio porque estaba segura de que su hijo moriría poco después. Su hijo, acostumbrado a esta clase de excentricidades, le dijo que llevaría rosas amarillas a Estocolmo para protegerse de todo mal”.
Y así lo hizo.
“…dejó la rosa amarilla que llevaba en el asiento y se dirigió a recoger el galardón, expuesto por unos instantes a una desgracia inimaginable sin la protección de aquella flor totémica mientras atravesaba el inmenso escenario con los puños apretados”. (Una vida, página 485).
El propio Gabo, viendo lo majestuoso de aquel evento, mientras avanzaba por la alfombra roja, habría dicho, según Plinio Apuleyo Mendoza: “Mierda, ¡esto es como asistir uno a su propio entierro!”. (Una vida, página 484).
Esa obsesión con el tema de la muerte, lo mismo que el amor y la soledad, atraviesa toda su obra. “La larguísima vejez de Úrsula Iguarán, ciega y medio loca, exagera la de doña Tranquilina”, escribió Mario Vargas Llosa en Historia de un deicidio.
“La abuela Tranquilina Iguarán había muerto dos meses antes ciega y demente, y en la lucidez de la agonía siguió predicando con su voz radiante y su dicción perfecta los secretos de familia. (…) Mi padre cubrió el cadáver con azabaras preservativas para un pudrimiento apacible”. (Página 413 de Vivir para contarla, la autobiografía de García Márquez).
Alrededor de la muerte, la realidad y la ficción se juntaron de maneras extrañas. Por ejemplo, el escritor murió un Jueves Santo (17 de abril del 2014), lo mismo que Úrsula Iguarán, matrona de la estirpe Buendía en Cien años de Soledad.
Casi veinte años antes de publicada la novela, García Márquez había escrito: “El jueves no sirve ni siquiera para morir”, que así lo recordó el escritor Gustavo Tatis en este escrito.
“Yo creo que el jueves no sirve ni siquiera para morir. Entregarnos al gozo de la muerte después de haber molido los minutos de tres días fecundos, productivos, es -más que una simplicidad- una tontería”, escribió García Márquez. Y en su desmesura imaginativa sugirió que es más conveniente morir un viernes, un día que él percibía en 1948, como un día que por “su carácter luctuoso, la vulgaridad de morir puede resultar una definitiva manifestación de elegancia”. (Gustavo Tatis, El Universal).
Su hijo Rodrigo García Barcha en el libro “Gabo y Mercedes: Una despedida”, relata que aquel 17 de abril un pájaro muerto apareció sobre el sofá el día en que murió, como si hubieran regresado las aves desorientadas que se estrellaron contra las paredes de la casa de los Buendía, en Cien años de Soledad, cuando Úrsula amaneció muerta, precisamente el mismo día en que Jesús oficiaba la última cena, el lavatorio de los pies y la oración en el huerto de Getsemaní.
Gabito murió un Jueves Santo pero resucita cada vez que un lector abre cualquiera de sus libros; luego nadie puede negar que la literatura, a su modo, obra milagros, y que Gabriel García Márquez alcanzó la inmortalidad, que solo le es concedida a los genios que son capaces de suplantar a Dios a través de la escritura y al morir se juntan con los demás dioses en el Olimpo.
Próximo domingo: El lado oscuro de Mario Vargas Llosa.
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