El sofá, rescatado de los escombros del Palacio de Justicia, en 1985, se encuentra exhibido en el Museo Nacional de Colombia. Fotografías: Alexander Velásquez.

En 1985, Colombia vivió no una, sino dos horribles noches. Por una y por otra todavía faltan muchos perdones.    

Por la carnicería del Palacio de Justicia deberían pedir perdón todos los que están vivos para honrar la memoria de los que están muertos. Sería un acto de mínima humanidad para que quede registrado en la Historia y que esa Historia les demuestre a las futuras generaciones que el espíritu de los hombres es más grande que sus torpezas y sus decisiones erradas. Los muertos y desaparecidos del Palacio de Justicia merecen un cierre. La verdad es insuficiente si no hay arrepentimiento sincero.

En 1985, por estas fechas, el Palacio de Justicia fue la primera tumba de los que allí murieron abrasados por el fuego: queda la esperanza de que primero hubieran muerto ahogados por el humo tóxico. Se le debió declarar camposanto a aquella fortaleza, en vez de obligarla a renacer de sus cenizas, por respeto a la memoria de las más de cien víctimas que dejó la toma guerrillera del M-19 y la posterior retoma por parte del ejército colombiano.

El Holocausto del Palacio de Justicia es la vena abierta de una Colombia que se ha bañado en ríos de sangre antes que de mares. Cuatro décadas después unos vivos culpan a otros vivos por lo que pasó, pero nadie parece dispuesto a aceptar la propia responsabilidad histórica que le cabe, porque al final todos nos reconocemos como sobrevivientes, cuando no víctimas, de la misma hecatombe nacional.  

Hombres y mujeres vieron cómo el averno de Dante se hizo real ante sus ojos y los engulló. Apenas una semana después aquel infierno tuvo sucursal propia en Armero, departamento del Tolima: 25 mil almas quedaron sepultadas bajo el lodo caliente tras la erupción del Nevado del Ruiz. Otro camposanto. Otra tragedia que pudo evitarse, pero los que podían evitarla nada hicieron. El presidente Belisario Betancur se fue de este mundo con esos dos cargos de conciencia, no sé cuántos más. Se tomó 30 años (2015) para pedir perdón.

A partir de ese año, 1985, y tal vez desde antes, corrieron los diez años que estremecieron a Colombia. Ni la venida del Papa Juan Pablo II, en nombre de Dios, al año siguiente, 1986, pudo detener la carnicería que ya corría. Porque en Colombia pasa que donde manda la voluntad del hombre, no manda la voluntad divina. Dios es el convidado de piedra, aquel que se invoca por no dejar, pero al primero al que se le desobedece. Como si no existiera. ¿Y existe?

Lo del Palacio de Justicia es otra vena abierta: si pudiéramos cerrar con hilo trenzado de verdades, no de teorías acomodaticias y convenientes, podríamos ocuparnos de reconstruir a un país que ya estaba deshecho cuando la sinrazón le pudo a la cordura.

Pero por algo se puede empezar. En un acto de coraje el presidente Gustavo Petro debería pedir perdón en nombre de la extinta guerrilla a la que él perteneció, los militares deben pedir perdón por los dantescos desmanes, premeditados o no, que cometieron los uniformados y los políticos deben pedir perdón por la negligencia del gobierno de Belisario Betancur y sus ministros que pusieron a los colombianos a ver fútbol como estrategia para amordazar a la prensa. El juicio de la Historia no exime a ninguno por esa mezcla fatal de indolencia e incompetencia.

Noemí Sanín, como exministra de Comunicaciones, en nombre del gabinete, podría salir a pedir perdón por la censura a los medios en aquellos días terribles. Incluso, Andrés Pastrana tiene la obligación moral de pedir disculpas al país en nombre de su familia y del Partido Conservador, que hasta donde sabemos cometió fraude para ganar las elecciones del 71, hecho que dio origen al M-19. De no haber estado en esas el doctor Misael Pastrana, no estaríamos en éstas cuarenta años después.

Los que éramos niños vimos el horror por televisión hasta antes de la censura, pero éramos muy chiquitos para entender nada. Como ciudadanos, hoy tenemos el deber de reconocernos en ese espejo teñido de sangre. La falta de memoria y la insensibilidad social nos está llevando a la repetición de la repetidera de nuestros males.  

Un país hecho de preguntas

No me corresponde liberar de culpas a la guerrilla por lo que pasó, pero con la serenidad de la distancia, me remito a la toma de la embajada Dominicana por parte del M-19 en febrero de 1981, con cero muertos después de 61 días de mantener secuestrados a varios embajadores, lo que demostraría, en principio, que los guerrilleros no tenían ninguna intención de dañar a nadie y que, al contrario, seguía comprometida con sacar adelante un proceso de paz, lo que al final ocurrió.

No se entiende entonces cómo Belisario Betancur y el ejército a su mando hicieron oídos sordos a las súplicas hechas por el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía: el cese al fuego como principio para dialogar. Fue el grito que otros ahogaron en sus conciencias. “El grito” de Edvard Munch hecho de carne y hueso, y al final cenizas.

Lo que quiero decir es que no se puede juzgar lo que pasó allí únicamente por la decisión demente de los guerrilleros de tomarse el edificio, sino también por lo que había en la mente demente de los altos mandos militares: ¿acaso una rabia contenida contra una guerrilla que ya había desafiado al establecimiento por medio de distintas acciones temerarias?

Todo lo que hay hoy, cuarenta años después, son rabia, demasiada rabia, y preguntas que quizás jamás tendrán respuesta: Por ejemplo, sí la hay, ¿cuál es la prueba reina que vincula al M-19 con el narcotráfico?  O podemos plantearla así: ¿Qué versión tiene más fuerza: el asalto al Palacio  por una guerrilla que sigue órdenes del Cartel de Medellín o la retoma del Ejército para expiar culpas por el Estatuto de Seguridad de Turbay Ayala que concedió poder desmesurado a los militares para cebarse contra los civiles? ¿En qué momento y quién toma la decisión de enviar un tanque de guerra, con su fuerza descomunal, a romper y corromper el corazón de la justicia colombiana? ¿Era necesario tal nivel de barbarie?

El holocausto a la justicia es una responsabilidad compartida entre tres: los guerrilleros que planearon la toma, los militares que hicieron la contra-toma, negándose a la negociación que tanto suplicó el presidente Echandía y el gobierno de Betancur que no tuvo ningún juicio político por el manejo de estos hechos lamentables, las personas desaparecidas y hasta la censura de prensa, documentada por el Centro de Memoria Histórica.

Y si se quiere, para encontrar caminos de entendimiento, todos son víctimas también: los unos víctimas de los otros. Colombia no ha sacado el tiempo para elaborar el duelo necesario que sane las heridas, porque, de conmemoración en conmemoración, nos malacostumbramos a pasar de una tragedia a la otra, sin pestañear. El que estemos curados de espantos nos ha hecho mal.

Volví a ver la película “Siempreviva”, la historia de los crímenes del Palacio de Justicia contada desde la ficción y desde un inquilinato, ese maravilloso retrato de la nación que somos: dividida, polarizada, apática, solidaria, ruin y esperanzada, pero también una nación a la que le cuesta abrazarse en el dolor porque sobrevive encolerizada sobre sus ruinas y su pasado, y peor, sin saber cómo salir del atolladero. Desde su título poético, “Siempreviva” es una metáfora para explicarnos como sociedad de muchas maneras. Se puede ver gratis en la plataforma RTVCplay.

Testigos mudos de la historia

De los escombros, de las ruinas del edificio sagrado de la justicia, en el ala norte de Plaza de Bolívar, se rescató este sofá, que fue donado en 1998, junto con otros elementos, por el Consejo Superior de la Judicatura al Museo Nacional. Hay otras piezas y a su lado las fichas técnicas que resumen lo que pasó.

El visitante también verá algunas fotografías sobre aquel acontecimiento histórico. Una de las imágenes, del Semanario Voz, se titula: “Manifestación por los asesinatos en la Toma del Palacio de Justicia”. Debajo se lee lo siguiente:

En el Museo Nacional también se puede admirar la escultura en bronce fundido de un José Ignacio de Márquez decapitado (presidente de la República de la Nueva Granada, 1837-1841); hecha por un artista italiano, pieza que ya había sobrevivido a El Bogotazo, y se encontraba en el Palacio cuando se desató lo indecible.  

“Tres sillas de espera procedentes del Palacio de Justicia”. Pieza del Museo Nacional de Colombia.

Máquina de escribir Remington incinerada en la toma del Palacio de Justicia que perteneció a José Antonio Salazar Cruz y la greca de la cafetería, junto a una fotografía del Palacio en llamas, del archivo del Semanario Voz.

Los elementos se pueden ver en las salas Tiempos sin olvido, Hacer sociedad y Ser y hacer del Museo Nacional, de Bogotá. 

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