“Y si llegáis a conocer a Dios, no os convirtáis en explicadores de enigmas / Mirad más bien a vuestro alrededor y lo veréis jugando con vuestros hijos / Y mirad hacia lo alto; lo veréis caminando en la nube, desplegando sus brazos en el rayo y descendiendo en la lluvia / Lo veréis sonriendo en las flores y elevándose luego para agitar sus manos desde los árboles”.
El profeta (Khalil Gibran)
En realidad mi problema no es con Dios, sino con sus intermediarios.
Una vez una niña le preguntó a Albert Einstein: “¿Los científicos rezan?… ¿Y si es así, qué piden al hacerlo?” Esto le respondió el genio a través de una carta fechada el 24 de enero de 1936: “Querida Phyllis: (…) Los científicos creen que todo cuanto sucede, incluidos los asuntos de los seres humanos, se debe a las leyes de la naturaleza. Por consiguiente, un científico no tenderá a creer que el curso de los acontecimientos pueda verse influido por la oración, es decir, por la manifestación sobrenatural de un deseo. No obstante, hemos de admitir que nuestro conocimiento real de esas fuerzas es imperfecto, de manera que, al final, creer en la existencia de un espíritu último y definitivo depende de una especie de fe. Es todavía una creencia generalizada incluso ante los logros actuales de la ciencia. Al mismo tiempo, todo aquel que se dedica seriamente a la ciencia termina convencido de que algún espíritu se manifiesta en las leyes del universo, un espíritu muy superior al del hombre. Así, la dedicación a la ciencia conduce a un sentimiento religioso un tanto especial, sin duda muy diferente de la religiosidad de alguien más cándido. / Con saludos cordiales me despido de ti, Albert Einstein”.
Sobre tal asunto hay una versión dramatizada en Epistolar, un pódcast argentino que exalta el valor que tuvo en otros tiempos la comunicación a través de las cartas; en la Biblia se encuentran a manera de epístolas y se dice incluso que, como género literario, antecede a la novela.
El hecho es que todos -hombres y mujeres- en algún momento hemos sido la curiosa Phyllis, pero en el caso de un periodista la curiosidad es mayor y a veces puntillosa, razón por la cual, habiendo puesto a prueba mi fe -como católico primero, evangélico después y budista al tercer intento-, terminé declarándome agnóstico al no tener claras -hasta ahora- las respuestas a dos cuestiones esenciales: de dónde venimos y para dónde vamos después.
Sin embargo, no dejo de fantasear con la idea de tener una entrevista con Dios, ¿micrófono y cámara en mano?; de verme a solas con ese espíritu superior del que hablaba Einstein para preguntarle respetuosamente lo siguiente, disculpándome por anticipado con los creyentes si parezco insolente:
¿Por qué Dios y no Diosa?
¿Dios reniega?
¿Por qué creó a personas que no creen en Él?
¿Dios se aburre?
¿De dónde salen las almas de quienes no han nacido?
¿Dios envejece?
¿Conoceremos algún día una fotografía de Él?
¿La Justicia Divina también cojea?
¿En el cielo hay día y noche como en la Tierra?
Si todo lo ve… ¿a qué hora descansa Dios?
Y si descansó el séptimo día, ¿Quién nos vigila los domingos?
¿Tuvo infancia Dios?
¿Dios es hijo de alguien?
¿Dios duerme?
¿Ríe Dios?
¿Dios llora o se deprime?
¿Reza Dios? Y si reza, ¿Qué pide al rezar?
¿Dios es de derecha o de izquierda?
¿Después de la muerte hay un después?
(…)
En realidad mi problema no es con Dios, sino con sus intermediarios.
Alexander Velásquez
Escritor, periodista, columnista, analista de medios, bloguero, podcaster y agente de prensa. Bogotano, vinculado a los medios de comunicación durante 30 años. Ha escrito para importantes publicaciones de Colombia, entre ellas El Espectador, Semana (la antigua); El Tiempo y Kienyke. Ha sido coordinador del Premio Nacional de Periodismo CPB (ediciones 2021, 2022, 2023). Le gusta escribir sobre literatura, arte y cultura, cine, periodismo, estilos de vida saludable, política y actualidad. Autor de la novela “La mujer que debía morir el sábado por la tarde”. El nombre de este blog, Cura de reposo, se me ocurrió leyendo “La montaña mágica”, esa gran novela de Thomas Mann.