“…nos quitaron el derecho a morir de viejos”: Martín Cruz, escritor y poeta.

El centro histórico es mi sitio favorito de Bogotá después de mi casa. Me siento ciudadano de una época lejana que debió ser la mía en otra vida. Recorro sus calles empedradas sin apuro, la vida cultural bulle en la calle o en cualquier teatro, bar o café; en sus librerías soy como niño en dulcería; alelado observo los balcones y, arrastrado por el tiempo, saludo con desdén a Sámano, el virrey de figura jorobada que ordenó fusilar a Policarpa Salavarrieta, o, fascinado, estoy en una tertulia literaria, invitado por el virrey Ezpeleta.

Regreso a La Candelaria una y otra vez… siempre hay una excusa para volver. Es la ciudad en sepia dentro de otra ciudad que presume de moderna. Pero la gente, enferma de afán, pasa por la historia, ignorándola, y en el peor de los casos, pisoteándola. Deberíamos aprender a caminar despacio, porque en la lentitud nos adueñamos del tiempo, de los fantasmas que vigilan la noche, del pasado que no murió si somos capaces de entregamos a la contemplación. El forastero lo sabe. Lo sabe y lo valora.

Siempre hay un pretexto para regresar.

Aquel viernes, por ejemplo, hicimos planes con un amigo para beber algo y ponernos al día.

—Te espero en la Calle La Esperanza —le dije.

Debió abrir los ojos como platos porque nadie en Bogotá llega fácil a una cita por el nombre de una calle.

—Calle 10ª No 4-10, agregué. Arribita del Museo Militar y abajito del Museo de Bogotá, apenas a unos metros de la Librería Separata para más señas.

A la entrada verás una bandera de Palestina. ¡Imposible perderse con esas coordenadas!

Le envié la ubicación por WhatsApp. Se bajó del Transmilenio en la estación Museo del Oro: en cuestión de siete minutos nos encontramos.   

Él pidió una cerveza artesanal y yo un té de coca.

Nos atendió Tania, una líder social del Pacífico, de turbante, trenzas largas, sonrisa acanelada. Huyó con sus hermanos de su natal Tumaco en 2007. Las cosas no han cambiado mucho por allá. El municipio nariñense ocupa el primer lugar en número de homicidios de defensores de derechos humanos, según Indepaz.

Lo suyo ahora es la bebida ancestral. De eso vive. El emprendimiento se llama Afrotumac. “Con el viche queremos unir territorio y ciudad”, dice emocionada. “Es un legado ancestral, hecho a base de caña y diferentes tipos de plantas, con propiedades curativas”.  Según Tania, en algunas botellas de viche curado se pueden encontrar hasta 40 plantas diferentes.

“Todo hace parte de la espiritualidad, la medicina con la que nuestros antepasados se curaban, y aún las parteras los usan en los partos. Es un legado que quiero mantener”.

Me dio un chorrito y me quedé con ganas de otro. “Es bueno para la tensión y la próstata”, añade, muy convencida.

“Quiero salir adelante. Las víctimas merecemos otras oportunidades, no que nos vean como personas que no valemos. Ya no podemos quedarnos en el pasado. Quiero que haga parte de mi historia, pero no de mi presente ni de mi futuro”, relata esta madre soltera.

Nos enseñó todos los productos que venden en este lugar, más de 35 emprendimientos de regiones azotadas por el conflicto armado (Nariño, Cauca, Huila, Sierra Nevada de Santa Marta, Caquetá o Putumayo): chocolate, chocolatinas, varios tipos de cerveza, galletas, libros escritos por los sobrevivientes de la guerra, morrales de excombatientes del colectivo La Montaña, camisetas, variedad de cafés y diferentes muñecas de trapo que si hablarán contarían los procesos de sanación por los que han pasados las mujeres sobrevivientes, productos medicinales a base de coca, joyería y arte indígena hecho por mujeres que perdieron a sus hijos en la guerra,

Cada producto integra memorias de sus territorios y saberes ancestrales elaborados por víctimas del conflicto armado que llegaron desplazadas a Bogotá y a la cual se sumaron después algunos firmantes de la paz. Son personas que han pasado por demasiado, lo mínimo que merecen es no ser ignoradas.

La tienda se llama Memorias ColombiaEmprendimientos de paz. Nació en la virtualidad en 2020 y desde finales de 2023 funciona en esta casa. Síganla en Instagram.

Vayan o pidan a domicilio. Compren un regalo aquí. Con lo que recaudan, pagan arriendo, servicios y empleado; las ganancias van a los colectivos.

¡Hagamos las paces con nuestro pasado!

En uno de los estantes vi este libro: “El último fusil, relatos y poemas,” (editorial Teoría y Praxis), escrito por Martín Cruz Vega, un ex guerrillero, nacido en Marquetalia, Caldas, (1964), a quien llamaban Rubín Morro en las montañas. Martín fue el encargado de coordinar la dejación de las 9.000 armas de las FARC-EP, las cuales “pasaron a custodia de las Naciones Unidas para la construcción de los tres monumentos convenidos en el Acuerdo Final de La Habana”, como cuenta en el libro.

Lo abrí en cualquier página y este poema encontré:

“Nos quitaron la risa, los prados y sus múltiples colores.

La noche oscura se hizo interminable, nos apagaron los faroles de las aulas, nos prohibieron decir la verdad, nos despojaron de la educación, pisotearon nuestra historia, hicieron de Bolívar un recuerdo y, sobre él, una legalidad que nos oprime, que nos lacera, que nos hizo abrazar el justiciero metal.

Nos han quitado los derechos, los deberes se agigantan en impuestos miserables, nos quitaron el derecho a morir de viejos, nos labraron las bóvedas de la muerte para quedar insepultos en los andenes, en las fuentes de los ríos, en cualquier basurero o en un cantón militar apagaron la eternidad de los sueños, solo nos dejaron la lucha por la vida, por la paz y la esperanza y volver a soñar como los niños”.

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