Esta posficción se escribió hurgando en el desván del tiempo la génesis de las guerrillas liberales del Llano que lucharon contra gobiernos conservadores.

Narremos la brutalidad de la guerra para que la Historia juzgue a los que, pudiendo, no hicieron lo debido para evitarla.

El cielo había llorado en esta ciudad desde que tengo memoria y ahora lloraba de nostalgia por los tiempos idos, porque los tiempos idos solo significan una de dos cosas: los muertos que ya nadie recuerda y los muertos que se resisten a quedar arrumados en el cuarto de San Alejo de la Memoria… como el negro Guadalupe Salcedo, “cuya imagen de bandolero romántico –así dicho por Gabo- había tocado a fondo el corazón de los colombianos castigados por la violencia oficial”.

Tenía la edad de Cristo cuando lo mataron. Hubo muchas teorías pero al final eso quedó así: otro crimen tapado con la cobija de la impunidad, que de esas se fabrican muchas por estas tierras. Me lo contó el abuelo, que era un niño entonces en su Llano en llamas. Tras arrejuntarse con la abuela, huyeron con muchos hijos, con pocos chiros y sin trastes, porque ya no tenían de qué vivir pero sí de qué morir. Por eso nací en Bogotá. Empezaron con lo poco que les cupo en un baúl.  

Y ahí estaba yo, en el número 4 – 14 de la Calle 11, muriéndome de melancolía, anhelado un pocillo de agua de panela que queme el guargüero, con un limón completo, para ahuyentar el frío y de paso esta gripa de mocos. ¡O un aguardiente doble, qué carajos!

—Entre o se va a tullir, me dijo la vigilante.

Entré, porque aprendí a hacer caso. El calorcito humano del lugar se sentía como un refugio seguro contra la amnesia colectiva. Paraguas e impermeables amenazaban estropear los libros. La gente mostró el hambre con otro tipo de apetito. Querían saber qué fue de la vida de Guadalupe Salcedo.  

Imperturbable, una muchacha, -en sus veinte digo yo-, con pañolón de colores, falda florida y cabello sin recoger, estaba metida de cabeza en un libro con tapa de cuero rojo.  

La gente siguió llegando. Entró un cura resfriado con un crucifijo en la mano y, detrás de él, un taxista que, agitado, dijo tener velas en ese entierro, y detrás del taxista, un pintor con caballete, y detrás de éste aparecieron una viuda y una viudita, de luto hasta el velo, que lloraban con ganas desde los años cincuenta. Adentro, un tipo maleducado quiso encender un cigarrillo, dizque para el frío, pero un hombre de sonrisa fácil lo abordó dócilmente para preguntarle si no sabía leer.

El salón se fue llenando. Y cuando no quedó ninguna silla libre, apareció él. Cargaba tres periódicos debajo del brazo derecho, en la mano izquierda las memorias de Gabriel García Márquez y en la otra dos fotografías cuarteadas por el tiempo pero reconocibles. Pidió permiso para sentarse.

Me mataron pero no morí —dijo, ya acomodado sobre un sillón mullido, color fucsia. Descargó lo que llevaba sobre una mesa circular de madera.

Me llamo José Guadalupe, hijo de Tomasa Unda y de Antonio Salcedo, primos entre ellos. Mis taitas ganaderos no se metían con nadie. Yo tocaba el tiple, después cargué tiple y fusil; compuse coplas, al principio románticas, después revolucionarias. Permítanme les canto una a palo seco.

Me mataron pero no morí —repitió, después del primer sorbo de un café cerrero.

Su rostro permanecía oculto por el ala ancha del sombrero, pero cuando se lo quitó en señal de reverencia, antes de ponérselo otra vez, las señoras notaron que no era de por aquí. El mestizo indio mulato vestía con pañuelos rojo y negro al cuello, y un bayetón llanero de doble faz; nada más le faltaba el fusil en mano y la faja ancha de balas de plomo al cinto y de cobre sujeta por el pecho.

El dibujante lo dibujó como era y les mostró el retrato a las damas de negro, que suspiraron al verlo: Alto, esbelto, moreno, macizo, con su mechón ensortijado en la frente, conservaba la bravura y la fuerza del cimarrón, que así llamaban a sus ancestros en tiempos del cacique Aripapore. ¡Peleadores de los bravos!) Parecía tan vivo…

San Pedro de Arimena. Foto: Agencia Nacional de Tierras.

Guapo y viril, ¡no ha cambiado!, susurraron la viuda y la viudita. Al ver sus botas altas y las espuelas de plata, la muchacha del pañolón se asomó a la ventana con la esperanza de avistar un caballo blanco. Animales no vio. A lo mejor, pensó, lo dejó bebiendo frente al espejo de agua por donde alguna vez corrió, fétido, el río San Francisco. Un par de mocosos, empapados, cantaban bajo la lluvia, haciéndoles muecas a los transeúntes.  

Lero, lero… lero lero… bandolero —se burlaban.

 Prosiguió el monólogo del muerto.

Me mataron aquí mismito en esta ciudad.  

De pie, el taxista habló.  

Este hombre dice la verdad. Y también la dice este periódico.

Del bolsillo de la camisa, sacó un recorte de prensa y lo leyó:

“El 6 de junio de 1957, pocos días después de la caída del gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla, Guadalupe Salcedo fue asesinado por agentes de la Policía en las calles de Bogotá. Aunque las autoridades declararon que murió en un tiroteo, ocurrido supuestamente entre el taxi en que se desplazaba y dos patrullas policiales, dicha versión fue puesta en duda por el informe de los médicos forenses, el cual reportó que el cuerpo de Salcedo presentaba cinco heridas producidas por proyectiles de arma de fuego, incluidas dos en los dorsos de las manos, lo que sugería una ejecución en actitud de rendición. En esos tiempos también murieron otros excombatientes”.

Algunos se miraban entre sí, sin chistar, con el mismo silencio cómplice que se había ido por el agujero de la memoria. De la mesa circular, el caballero tomó una de las fotografías. Sonrió con una sonrisa pacificadora. Se veía el apretón de manos entre dos hombres.

Este soy yo, el otro es el general Rojas Pinilla. ¡Farsante! ¡Mil veces farsante! Debimos escuchar a Franco Isaza cuando nos previno de entregar las armas sin garantías. ¡A la amnistía le hicieron pistola, lo acordado no se cumplió!

Colombia tiene su propio récord de procesos de paz y otro récord de acuerdos incumplidos. Dicen que Guadalupe pecó de ingenuo, porque hasta los políticos liberales se les voltearon, como el Cristo de espaldas. Con una paz rota, la mayoría de campesinos se rearmaron.

Dejó caer la foto con rabia y la emprendió contra la prensa liberal y la conservadora.

Esta gente –dijo iracundo, agitando los periódicos- nos llamaron forajidos, nos acusaron de atacar a campesinos indefensos, pero no contaron que actuamos en legítima defensa.

Mató el ansía de desembuchar su verdad. La guerra duró diez años y doscientos mil liberales murieron. El prontuario fue tan extenso que al pintor no le alcanzó el abundante rojo para pintar la matazón: familias masacradas, hijos castrados, ranchos quemados con gente adentro. Los chulavitas hacían filas para violar a las mujeres y sembrar venéreas en sus entrañas. A dos ancianos les sacaron los ojos por tener en su casa la foto enmarcada de Jorge Eliecer Gaitán. Los que escaparon de los bombardeos aéreos se toparon de frente con las bayonetas. Apresaban a la gente y luego, para ahorrar munición, la lanzaban desde aviones en pleno vuelo. Las castraciones recuerdan la cacería de cierta raza de puercos, quizás desde la Colonia. “Los llaneros cogen los machos vivos, los castran y vuelven a soltarlos con el objeto de que su carne pierda el sabor almizclado de las bestias de monte y se haga mullida y delicada”. Eso lo contó Eduardo Franco Isaza.

Los conservadores armaron a los chulavitas en Boyacá y los enviaron a rociarles plomo a la chusma del Llano, o sea, a los liberales. Del Valle del Cauca vinieron los Pájaros, paramilitares que operaron como escuadrones de la muerte, con alma goda como los chulavitas.  Se llamaban así porque gran parte de ellos nació en la vereda de Chulavita, en Boavita, Boyacá.

El pueblo liberal era orgullosamente gaitanista. Y lo seguiría siendo aún después de muerto el hombre que prometió enderezarles el destino, pero no lo dejaron. Lo mataron de tres tiros de revólver saliendo de su oficina de abogado. El único destino que cambió fue el de aquel edificio, donde ahora venden hamburguesas McDonald’s.

Con la sangre derramada de Gaitán, empezó La Violencia bipartidista. “Un grupo de hombres empapaban sus pañuelos en el charco de sangre caliente para guardarlos como reliquias históricas”, escribió García Márquez en Vivir para contarla. La venganza ardió en el corazón de los gaitanistas y en los edificios; alcanzó hasta para vengar al general Uribe Uribe, otro caudillo liberal, a quien mataron a machetazos cuando salía del Capitolio Nacional. Dice la leyenda que el general murió en la Plaza de Bolívar en brazos de “La loca Margarita”. No es la única: un país completo perdió la cordura.

La Violencia, con mayúsculas, es la madre de las violencias presentes, pasadas y futuras, alimentadas por un bipartidismo voraz, que creó sus propias guerrillas y las usó contra el pueblo.

El campo se vació y empezó la romería sin fin de los desposeídos. No valió Dios, porque hasta Dios fue expropiador cuando echó a Adán y Eva el Paraíso.

Nuestras llanuras huérfanas–continuó el negro Guadalupe- se llenaron de fetidez: cadáveres y más cadáveres, muchos insepultos. No hubo tiempo ni para llorarlos, porque tocó buscar a los desaparecidos. Los sacerdotes, en lugar de interceder por aquellas almas, combatían también, ya fuera desde el púlpito o ayudando a los azules a matar rojos, aunque, siendo correctos, hubo misericordia en otras sotanas.  

Agarró el tercer periódico. Se leía clarito: El Siglo.  

Este fue el peor, el diario del doctorcito Laureano Gómez. Señores y monseñores, agazapados en el papel, alebrestaron los odios partidistas. La iglesia exigió nuestra excomunión por bandoleros. Un cura escribió que matar liberales no era pecado. ¡La prensa y la iglesia nos deben un perdón!

El cura que lo escuchaba les tapó las orejas al Cristo crucificado.

Para combatir a los gobiernos conservadores (Mariano Ospina Pérez, Laureano Gómez y Roberto Urdaneta Arbeláez), Guadalupe echó pa´l piedemonte al mando de “10.000 llaneros cuando el país tenía apenas 11 millones de habitantes y el Llano no llegaría a 100.000 habitantes”, que así lo dejó escrito el maestro Alfredo Molano. Emboscaron al enemigo sirviéndose de las mismas peinillas que antes usaron para desyerbar; también escopetas de fisto, lanzas tigreras y hasta el chuzo de asar carne. Así nacieron las guerrillas liberales del Llano.

Anduvimos por los llanos de Arauca y Casanare, por el bajo Meta y las tierras de Guariamena, donde nací yo. Allí estaban mi casa, mi esposa y mis hijos pequeños. Con mis amigos quisimos hacer la Revolución. Sepan que la revolución es de los pueblos contra los gobiernos opresores, nunca al revés.

Después de un largo suspiro, comenzó a nombrarlos: El Pielroja, El Malasombra, El Luchador, El Chichigua, El Tigre Negro, El Temblador, El Matamoro, El Cariño. El Negativo, El Bernardino, El Ingeniero, El Trueno, El Pejarote…

—¿Y la otra foto? ¡Enséñenos la otra fotografía! —interrumpió una mujer que botaba la baba por aquel jinete, pues se le antojó que estaba bien dotado para otro tipo de combates.

Por primera vez Guadalupe sonrió coqueto, y de pie elevó el pedazo de papel a la vista de todos. Al pasar de mano en mano, alguien se percató de la escueta inscripción al respaldo: Tauramena, 13 de septiembre de 1953. Se veía una larga fila de hombres de uniforme color caqui.

Éramos nosotros, los guerrilleros liberales, entregando las armas, deseosos de abrazar la paz.

Pero la paz de papel no sirvió, ni ayer ni hoy, porque los seguían matando cuando cayó la tarde.

Guadalupe tomó su libro, metió las dos fotografías en la página 497 y salió de la biblioteca a las cinco y treinta. En esa página Gabo puso: “…fue acribillado a tiros por la policía en algún lugar de Bogotá que nunca ha sido precisado, ni establecidas a ciencia cierta las circunstancias de su muerte”.

Me mataron pero no morí. Nos podrán arrancar la lengua, sí; pero no la palabra escrita. Aunque nos la corten, otros hablarán por nosotros. 

Ya no llovía. A esa hora, la luna parecía un plato de oro en el cielo inusualmente azul de Bogotá.  

—Hasta siempre, Capitán Guadalupe Salcedo, le respondieron al tiempo la viuda y la viudita: La viuda era María de la Cruz Cedeño, legítima esposa de Guadalupe, y la viudita era Silenia Monteblanco, la amante.

La muchacha del pañolón de colores encontró en el suelo el papel que dejó caer adrede el bandolero romántico. Decía: Calle 12 No 2-59.  Corrió hacía allá confiada en encontrarlo. Ascendió por calles de piedra y casas coloniales, cruzó por las de José María Vargas Vila y José Asunción Silva. Llegó hasta el Chorro de Quevedo, tomó chicha para la sed, saludó al vendedor de aguacates y al artista callejero, esquivó al mendigo, les vio el cuello blanco a unos políticos que salían de lavarse las manos en un hotel elegantísimo, se hizo lustrar los zapatos y sintió pesar por la indiecita que amamantaba, tirada en el piso. Agachada, depositó un billete azul en un tarro plástico donde había dos míseras monedas. Se oían ladrar los perros.

Observó una fachada y golpeó con fuerza el grueso portón de madera, con dos carteles: Bertolt Brecht y Peter Weiss, y en la pared, imponente, otro nombre: Teatro La Candelaria.

Abrió la puerta el maestro Santiago García. 

—Busco a José Guadalupe Salcedo Unda —dijo la muchacha.

—Señorita, a Guadalupe lo mataron el 6 de junio del 57… pero no murió. ¡Quédese a la función!

Entonces todo era cierto y todo tenía sentido. Del polvo de los libros rescataron al guerrero antes de que lo engullera el agujero de la Memoria… tan hondo tan hondo… que por ahí nos iremos los demás a encontrar la única paz posible: la paz de la Nada.

FIN                                                  

Para escribir este relato, leí dos libros, que considero necesarios para entender un pedazo importante de la historia colombiana: “Las guerrillas del Llano”, de Eduardo Franco Isaza, que contó su vida como combatiente al convertirse en periodista y escritor (murió en Bogotá en 2009, a la edad de 88 años) y “Capitán Guadalupe Salcedo”, de Silvia Aponte, considerada la escritora llanera más prolífica (araucana, murió en Bogotá, en 2014, a la edad de 75 años).

Para recordar a Guadalupe Salcedo, el Teatro La Candelaria estrenó el 6 de junio de 1975 la obra “Guadalupe años sin cuenta”, creación colectiva bajo la dirección del maestro Santiago García. Luego de más de dos mil funciones, Tramaluna Teatro, bajo la dirección de la maestra Patricia Ariza, readaptó la obra y, con el apoyo de Naciones Unidas, la estrenó en 1999 en medio de las negociaciones de paz con las FARC en San Vicente del Caguán, El texto de esta pieza teatral fue publicado por el proyecto Libro al viento.

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