Si tiene nombre no lo sabemos. Pero es seguro que lo tiene y también apellido. El hombre que mira al cielo, sin mirarlo, no ve ese mundo insensible que pasa por su lado. Observa el cielo, quizás entre sueños y entre comillas, como si invocara a Dios, porque de los hombres ya no espera nada, ni siquiera que le miren con una pizca de compasión. O desdén… cualquier sentimiento que justifique su existencia.

Los que cruzan no lo determinan, ni siquiera ven que allí está él, tendido sobre esa cama de cemento, en medio de un palo de sol, como si no fuera de carne y hueso. De piedra ha de ser la cama, de piedra la cabecera, como dice la ranchera de José del Refugio Sánchez Saldaña o Cuco Sánchez para abreviar.

La gente ni siquiera mira hacia el pavimento porque solemos pensar que allí solo hay basura. Otros saben que ahí está ese arrume de huesos con vida y harapos: dan un brinquito para no tropezarse, y se encogen de hombros como cuando se le hace el feo a un plato de sopa que es mazacote, como fingiendo que no vieron a la criatura, a lo mejor porque en el fondo somos buenos fingiendo y, además, no queremos alimentar nuestros ojos con las tragedias ajenas. De la tragedia de este hombre es testigo cada noche un cielo gélido sin estrellas.

¿Cómo supo el hombre de las intemperies que debía dormir ahí y no en otro lado? ¿Cuándo empezó a vivir en la calle? ¿Tendrá novia o tuvo esposa e hijos? ¿Cuál fue la última vez que durmió sobre un colchón confortable? ¿A qué categoría de pobreza pertenecen los y las habitantes de calle? ¿Hay acaso una pobreza más extrema por debajo de lo que llaman extrema pobreza? Dudo mucho que la indigencia esté clasificada como un tipo de pobreza. Y, sin embargo, no dejo de preguntarme cuántas monedas acompañan a este hombre.

Según cifras del DANE, a diciembre de 2021 había alrededor de 34 mil colombianos viviendo en la calle, unos 9.500 en Bogotá; nueve de cada diez son hombres y por edad el mayor grupo se encuentra entre los 25 y 40 años. El mismo censo encontró que  846 venezolanos habitan la calle.

O a lo mejor me equivoco por pensar así. Felices ellos,  los verdaderos dueños del mundo. Infelices nosotros que tenemos que protegernos de la noche y eso suma muchos billetes al mes. Felices ellos, porque  no se les va la vida reuniendo lo de los recibos. Infelices nosotros que vinimos a tapar huecos y espantar culebras. El hombre de las intemperies goza de una rara libertad que no gozamos los demás, los que –digamos- disfrutamos del calor de un hogar, así para muchos ellos o ellas ese hogar no pase de ser como un témpano de hielo. Se me ocurre que de un “hogar” así, envuelto en comillas, debió salir el hombre que mira el cielo.

Los transeúntes siguen su camino, tan modernos, tan olorosos, tan bien vestidos, llevando un celular en la mano (otros de cabeza en las pantallas, olvidando que están en Bogotá, la misma que Claudia López entregará más insegura de lo que la encontró, y no les achaquemos culpa a los mendigos), y en sus mentes silba el huracán de los afanes y las preocupaciones.

La señora del perrito, que no es la señora del perrito del cuento aquel de Antón Chéjov, camina alegremente con otra mujer, conduciendo al animal, que tiene puestos unos  zapatitos de lana,  jalándolo de un cordón elegante atado a su cuello, al del animal. Es una perrita, alcanzo a ver el moño rosa, y eso que veo bastante mal de lejos.

La perrita voltea dos veces a mirar a esa criatura que duerme en dirección al cielo. Me parece que tiene cara de llamarse Lassie, el animalito, porque su pelaje es negro brillante, parecido a la Lassie de mi infancia, a la que una vecina loca envenenó por allá a finales de los años 80; me dieron la noticia al regresar del colegio. ¿Quién no tiene una historia con alguna loca de barrio? Aquella era una mujer cuerda pero mala.

Si esta Lassie hablara, a lo mejor le diría muy enojada a su ama que se detenga, que no se haga la loca. La perrita gira su cabecita para ver por tercera vez a aquel ser que es humano ante los ojos de Dios pero ante los ojos de sus hijos apenas una piltrafa humana, casi invisible, incierto, inerte, incompleto. Un pobre infeliz o un pobre diablo, dirán algunos.

Abro comillas.

¡”Hay seres que no tienen ninguna fortuna y, de repente, como si un velo grueso se hubiera rasgado perciben la miseria, la infinita y monótona miseria de sus existencias: la miseria pasada, la miseria presente, la miseria futura: los últimos días iguales a los primeros, sin nada enfrente, sin nada detrás, sin nada alrededor, sin nada en el corazón, sin nada en ninguna parte”, escribió Guy de Maupassant (Francia, 1850-1893), en su cuento “Paseo”.

Cierro comillas.

Sí, la vida es un paseo y para muchos es un paseo lleno de dolor y de soledad. Unos pasean contentos, y otros simplemente viven para no perder la costumbre.

De vez en cuando el hombre se rasca allá abajo, sí sí… en las partes nobles que llaman, porque los miserables por más miserables que sean, vienen al mundo con sus partes nobles, aunque no tengo muy claro desde cuando se le otorga nobleza a los genitales masculinos; se rasca allá y entonces me doy cuenta de que está vivo. ¡Se mueve: El man está vivo!  Porque siempre tiene uno la impresión de que un día el hombre de las intemperies morirá en su ley: tirado en cualquier andén. Nadie lo echará de menos, como nadie lo extrañará cuando se levante y se vaya Dios sabe adónde.

¡El man está vivo! En cambio, el otro es un vivo que le hizo pistola a Dios y probó mujer, porque vida no hay sino esta y bobo no es. Perdón por salirme del cuento. Es que todo lo que tenga que ver con curas me interesa. Por farsantes. Como Ernesto, el de la novela Satanás (la de Mario Mendoza, ¿la leyeron?), que abandonó el sacerdocio (y se levantó literalmente la sotana) para gozar el resto de sus días con Irene, su asistente personal, pero sus días concluyeron cuando Campo Elías Delgado masacró a un poco de gente en la vida real, en el restaurante Pozzetto,  y ahí, en la vida de mentiras, estaba Ernesto con su amada, y ambos se fueron derechito para la nada; o no sé si para el cielo, porque el padre Ernesto también le hizo pistola a Dios (o morcillas al diablo, como le guste más al lector) y una vez encendió a pata a un pobre pordiosero que ninguna culpa tenía de haber nacido. ¿Cuántas veces habrán levantado a pata al hombre de las intemperies? (A propósito, este 4 de diciembre se cumplen 37 años de la famosa tragedia de Pozzetto, en Bogotá).

Un carro del acueducto se estaciona cerca a la acera donde está el hombre que mira al cielo. Me parece que vienen a bañarlo. Demasiado hermoso para ser cierto. No pasó ni pasará. No puedo dejar de pensar en qué enfermedad (en singular o en plural) tendrá él. Me intriga saber cuáles son las enfermedades que una persona puede atrapar en la calle, por voluntad propia o por voluntad ajena.

Entre una rutina y la siguiente, me asomo a la ventana del tercer piso, para constatar si el hombre yace o ya se ha ido, como Remedios, la bella, entre sábanas al cielo. Demasiado bello para ser cierto, porque en estos tiempos perdimos el asombro, pasamos del realismo mágico al realismo trágico, y las sábanas como todo lo demás, están por las nubes, costosísimas. Lo que quiero decir es que la literatura es un refugio seguro contra este mundo cruel. Lean, y regalen libros en esta Navidad, así sea de segunda.

¿Dónde pasará Nochebuena este hombre? ¿Acaso importa? ¿Acaso nos importa? ¿Habrá un regalo para él así sea debajo de cualquier árbol bogotano antes de que el nuevo alcalde lo mande talar para construir modernidad? ¿Sabrá cómo se llama nuestro presidente? ¿Cargará una cédula como los demás para tener el derecho a ser “ciudadanos del mundo”, aunque él ya es más ciudadano del mundo que cualquiera de nosotros?

Me pregunto si el hombre que mira al cielo siente miedo. Si sabe que la gente anda como loca hablando del fin del mundo. Si ya le contaron que este año hay dos guerras con miles de muertos, que un ciclón con nombre bíblico, Daniel, mató a más de cinco mil criaturas en Libia y un terremoto, magnitud 6.8, a tres mil más en Marruecos, también al norte del África, como si estuvieran pagando los platos que entre todos rompemos. Me pregunto si el hombre de las intemperies, tumbado en esa calle, a tres cuadras de mi casa, sabe dónde quedan Gaza, Israel, Libia o Marruecos. Yo creo que siente miedo como todos nosotros pero es más valiente que cualquiera de nosotros.

Me pregunto si cree o no en Dios. Yo creo en diciembre, el mes más bonito, porque nos da la oportunidad de ponernos generosos. De eso se trata este cuento. La vida debería consistir en ser mejores seres humanos, conforme nos hacemos viejos, con los que no conocen de dichas; al menos ser buenas personas en esta época en que unos comen pavo y otros ven comer. Por eso es que me encanta el Cuento de Navidad, de Charles Dickens. La oportunidad para que los Ebenezer Scrooge se rediman y den con desprendimiento.

¡Qué no ven mis ojos! Mientras limpio el sudor de la frente, observo a través del ventanal que el hombre ya no está. Se ha ido​. ​Despertó y no vi si alguien le dijo “Hola, buenos días”. Tampoco debieron darle las buenas noches anoche. ¿A dónde fue? Pues ¿a dónde va a ser? A dónde van las personas de la calle: a ninguna parte.

Feliz Navidad al ilustre desconocido, y ​a todos los vagabundos del mundo, donde quiera que los alumbre la Estrella de Belén.

FIN

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