Lo de cantar bajo la lluvia sólo pasa en las películas. En la Bogotá de mis amores y de mis terrores los aguaceros sacan de quicio a cualquiera.
Lo de cantar bajo la lluvia sólo pasa en las películas. En la Bogotá de mis amores y de mis terrores los aguaceros sacan de quicio a cualquiera.
Preferiría no hacerlo. Sacar el paraguas.
Las lluvias de este año en Bogotá han sido especialmente copiosas y aun así las solteronas están bravas porque nunca han visto llover maridos, ni siquiera poniendo a San Antonio de cabeza… aunque es casi seguro que el día que lluevan esposos, la tía estará ocupada rezando el Rosario para que no llueva tanto.
En esta ciudad llueve como Dios manda. Una de dos: o el techo del cielo se averió o hasta San Pedro está con el agua al cuello. Nadie ha regresado del reino de los cielos para dar fe.
Odio los paraguas porque perdí muchos. Ayer una señora casi me saca un ojo con el suyo. Menos mal los casi no cuentan. Debe ser horrible quedar como pirata.
La única “asesina” con paraguas fue Marguerite Duras, autora de El amante. Una noche, la escritora francesa (aunque nació en Vietnam), quiso matar con su paraguas unos hipopótamos y leones que se metieron en su alcoba. Sufría alucinaciones por su avanzada cirrosis, producto de su afición a la bebida. Veía peces nadando en las botellas y terneros cruzando la calle en lugar de automóviles. “En una entrevista dijo que bebía porque Dios no existe y ella trataba de reemplazarlo con el alcohol”, cuenta Javier Peña en el podcast Grandes infelices.
Me acordé del chiste del paraguas. ¿Se lo saben? Preguntan cuál es la diferencia entre horrible, horrendo y horroroso. Cuento en desarrollo, hablemos por el interno porque es un tris vulgar.
¿Están de acuerdo en que a una persona se le puede conocer por el paraguas que usa?
Perdí paraguas de los finos y de los baratos, de los robables y de los que delatan la pobreza. Prefiero protegerme con un periódico, como hacía la gente de antes, cuando todavía se leían periódicos, pero ya ni eso.
El caos de Bogotá se triplica cuando llueve. El pésimo mantenimiento del sistema de alcantarillado tampoco ayuda. Las inundaciones se repiten y así los memes del alcalde Carlos Fernando Galán durmiendo en una barquita, porque de todo hacemos chiste en lugar de armar una tempestad, como corresponde.
En la calle se le arruinan a uno los zapatos, el traje, y el genio. En ese orden exactamente. Se disparan los madrazos y la mentada de abuela a uno que otro conductor energúmeno que es feliz lavando a los transeúntes. En cambio, cuando hay sol, se van las caras largas y aparecen las carnes expuestas. Un jean aguanta varias posturas: más de cinco, porque soy muy cuidadoso y consciente: Según la ONU, se requieren unos 7.500 litros de agua para fabricar unos vaqueros… ¡la cantidad de líquido que una persona bebé en siete años! Como sigamos así, este capitalismo nos matará de sed.
En días lluviosos cualquier prenda se estropea a causa de los charcos. Lo peor es cuando se mete el agua en los zapatos y se humedecen las medias. Sé lo que es eso. De niño viví en una montaña que se transformaba en lodazal cuando diluviaba. Me ponía las botas machitas y con la tía del brazo, todos los benditos días hacíamos el mismo recorrido hasta la avenida, donde pasaba su buseta. Ella se colocaba sus tacones y yo me devolvía con sus otros zapatos vueltos eme por el barro. Cuando uno es niño los grandes abusan poniéndolo de mandadero. Cuando uno es grande, si consigue trabajo, se vuelve mandadero de otros pero con sueldo.
Perdón, me fui por las ramas.
No llevo paraguas conmigo pero sí chaqueta impermeable y con gorro, por si las moscas, por si las lluvias.
El chaparrón del último viernes me gustó más que otros, porque, protegido con mi chompa negra, estaba justo en un lugar cercano a dos librerías que no conocía: Tornamesa (5ª con 70)y Prólogo (5ª con 67); ambas en el exclusivísimo barrio Rosales, muy cerca a los cerros, donde de lejitos saludé al escritor Juan Esteban Constain, acodándome de la vez que García Márquez, caminando por el bulevar de Saint Michel en Paris, saludó desde la otra acera a Ernest Hemingway, curiosamente “un día de la lluviosa primavera de 1957”. Gabito contó que el autor de “Por quién doblan las campañas” lo miró y con la mano en alto le devolvió el saludo en español: “¡Adiós, amigo!”.
Entré. Las librerías son un maravilloso escampadero y puedes tocar y ojear, incluso hojear, sin que te obliguen a comprar nada. Pero yo, lector empedernido, no me aguanté las ganas.
Veía llover a través de la ventana de Prólogo y del techo de cristal de Tornamesa; en ambos lugares me puse a tararear sin voz “Lluvia con nieve”, la canción del puertorriqueño Mon Rivera (1925-1978), pero como en el ambiente faltaba la nieve, me pregunté por qué a ningún compositor bogotano se le ha ocurrido escribir una letra que diga Lluvia con granizo. Sólo hay que repetir ocho veces la frase lluvia con granizo y ya está. No pido regalías.
En Prólogo no compré nada pero prometí volver. Ese fue el hogar de Mauricio Lleras hasta su muerte, ocurrida la pasada Navidad. Fui oyente asiduo de su podcast El Librero, que pueden escuchar por Spotify.
En un corcho pegado sobre la pared de Prólogo encontré un aviso con el siguiente mensaje: “Sesiones de trance consciente. Vive una experiencia sicodélica inducida a través de la música, la meditación y las frecuencias sonoras. Duración: dos horas. Precio: $120.000”.
¿Por qué a nadie se la ocurrido la idea de crear una librería-hostal para pasar una noche y nada más que una noche?
Siguió lloviendo y no podía escampar más. Mientras esperaba y desesperaba a la entrada de una tienda Tostao, le escribí a mi hija implorándole que me pidiera un taxi por aplicación.
—Cuesta $53 mil, me dijo ella.
Todavía sigo en shock, ofendido con los señores de Uber. ¿Qué creen, que Bogotá es Nueva York?
—Es mejor que te vayas en Transmi, —wasapeó Kim, porque es hora pico.
Hice caso. Seguí bajando por la 67 hasta la Carrera Séptima, donde están la estación del bus alimentador y el edificio de Caracol Radio. Como no escucho noticias, no me enteré que el otro día una mujer murió al norte de Bogotá, durante un fuerte aguacero, al caer un árbol sobre la motocicleta en que viajaba como copiloto. —“Eso si es estar muy de malas en la vida”, dijo un amigo.
Me puse a pensar: si al que destruye árboles lo llaman arboricida, ¿Cómo llaman a los árboles que matan humanos?
Había una fila enorme de gente esperando el alimentador… y yo con hambre. Seguía lloviendo y todos tenían paraguas… menos esta criatura. Tuve que seguir caminando entre charcos hasta la estación de Transmilenio más cercana.
Añoré las botas pantaneras como las que usaba en la loma de mi infancia. Pero me ahorré lo del Uber, apenas pagué $2900. Un ahorro significativo: lo de cuatro corrientazos de $12 mil o, si prefieren, lo de 12 cervezas de $4 mil. Pero yo prefiero comprar un buen libro, que fue lo que hice aquel viernes paramoso para las señoras, aquella tarde paramosa para los señores. Me traje a casa “Bartleby y yo: Retratos de Nueva York” (Santillana), un libro sobre la vida como periodista del estadounidense Gay Talese, y otro librito, de los que se leen en una sentada, sobre Jorge Eliécer Gaitán escrito por Cristian Valencia: “Gaitán vive bajo los puentes” (FCE). Me gustó.
“Como lector siempre me había sentido atraído hacia los escritores de ficción, capaces de que la gente corriente parezca extraordinaria. Los que creaban a un alguien memorable a partir de un donnadie. Entre los escritores que lo habían logrado estaba Herman Melville, cuyo excepcional relato sobre un donnadie se titula ´Bartleby, el escribiente´”: Gay Talese.
A Bartleby le debemos una de las frases más célebres de la literatura: “Preferiría no hacerlo”.
Por fin estoy en mi hogar, frío hogar. No uso calefacción por consideración con el planeta y con mi bolsillo. Un tinto sin azúcar y una ruana boyacense son suficientes para lidiar con este engarrotamiento, que será tema de otra crónica.
Ya es de mañanita, veo asomar el sol decembrino. Damas y caballeros: ¡Guarden sus paraguas y saquen sus sombrillas! La tía que siga esperando paciente hasta que caigan maridos del cielo.
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