Bogotá era una fiesta. Lo sigue siendo para muchos. Pero a las cosas que te tentaron de joven, ya no hay para qué hacerles caso de viejo.

Lo más cerca que estuve de la bareta fue la serie “Baretta” de los años 70s, que vimos por televisión en los 80s, con el magnífico Robert Blake, el detective que a veces se disfrazaba de mujer para atrapar a los malos y en la vida real fue absuelto por el asesinato de su esposa.

—¿Has probado la marihuana? —me preguntaron una vez, y otra vez y otra vez. Y las tres veces dije la verdad.

Estar vivo es la única verdad comprobable. Sobre todo lo demás, no estoy seguro de nada. La verdad es lo real; por ejemplo, ver gente fumándose sus porros en la calle, y en la Bogotá moderna es cada vez más frecuente. Tengo la impresión de que celebran algo. Puede que sí, puede que no, aunque estar vivo debería ser motivo de celebración siempre. Para mí lo es. Estar vivo es la primera cosa importante que me pasa cada día. Pero no necesito sustancias psicoactivas para celebrarlo.

No, no he fumado marihuana, ni una sola vez, más si la he visto, pero de reojo y de lejitos, que es como se deben ver ciertas cosas antes de que se te metan en el alma y se amañen. Es que la droga, poquita o mucha, se mete hasta con el nido de la perra. Un amigo fue muchas veces al Bronx a pagar las deudas de su hermano para que lo dejaran salir de aquel inframundo. Se lo llevaba para su casa y al día siguiente desaparecían su hermano y sus tenis de marca. La historia se repetía: desaparecían su hermano y los pantalones más nuevos. La historia se repitió durante cinco años, lo único que cambiaba era el objeto robado para alimentar su adicción al bazuco.

La bareta es otra cosa, según entiendo. Una adicción que tiene nombre de mujer. La llaman Bareta, Maconha (macoña, en Brasil); Macumba, Maripepa Mariana, Doña Juana, Mary Poppins. “Voy a hablar con María”, “Me voy a ver con Juana”, “Quiero danzar con Mary Jane”, “Voy a tocar marimba”.

“Tiene nombre de mujer, porque la que produce el efecto sicotrópicos es la parte femenina de la planta, la maestra, la canalizadora…”, me dice el escritor Stiv Vélez, quien no olvida la experiencia más terrible en uno de esos “viajes”:

“Me puso demasiado analítico, quizás porque los sentidos se agudizan en cierta medida, y recordé momentos duros del pasado, fue terrible…”.

Su nombre también está en la música y en la literatura, me cuenta Stiv, cuyas novelas recrean la Bogotá de los bajos fondos que pocos conocen. Hay canciones que hablan del respeto o conexión o de situaciones que pasan con la hierba, como Sweet leaf, de Black Sabbath; Mary Jane, de Rick James; Pass de marijana, de Mystic Roots, Tiempo pa matar, de Willie Colón…”.

Yo confieso ante ustedes que no he probado la marihuana, ni nada que se le parezca, pero siento que la probé ayer durante el Septimazo.

Desde mi casa, abordo el bus F51 y desembarco en la Estación de Transmilenio de la Calle 19 de Bogotá. Me dirijo a la calle de las librerías de segunda mano yendo en busca de una novela de Mario Vargas Llosa. La quiero dar una oportunidad al escritor peruano, recién fallecido. Hojeo “Conversación en La Catedral”: en las primeras hojas leo esto: “Ninguna otra novela me ha dado tanto trabajo; por eso, si tuviera que salvar del fuego una sola de las que he escrito, salvaría ésta”. Me convenció, regateo hasta transar en veinte mil pesitos, la estoy leyendo.  

Amo el centro de Bogotá y no le temo. Desde la carrera 8ª octava con calle 16, voy hacia la carrera Séptima, y dese allí camino varias cuadras hasta la Biblioteca Nacional de Colombia.

Sí, Bogotá huele a bareta, en sus parques y en sus esquinas. Huele a bareta y en ciertas calles, en ciertas paredes, también el olor a orina humana impregna el aire, a la brava. No sé qué es peor, pero estoy seguro de que hay olores peores que la bareta y esos orines sancochados al sol de la tarde.

Hay lugares emblemáticos de Bogotá donde huele más a bareta: Parque de los Hippies, alrededores del Museo Nacional, Parkway, Parque de la Independencia, Parque de los Periodistas, Parque Santander y Chorro de Quevedo. Dicen que en el sector de Teusaquillo hay una galería-bar, muy apetecida por los extranjeros, donde van a consumir maconha y venden productos derivados del cannabis, como la cerveza cannábica. Conozco amigos que usan gotitas de un derivado del cannabis para conciliar el sueño; existe amplía literatura sobre sus beneficios medicinales y científicos.

Mientras camino, me topo con una traba fugaz, inofensiva, en contra de mi voluntad, claro.  No me debería preocupar lo que los demás hagan con sus vidas, pero me pregunto por qué lo hacen. ¿No ven que hay niños en la calle?

—¿A qué huele, mami?

Los padres, metidos en la grande, sin saber qué responder, responden lo de siempre: “No pregunte, mijo”, se escurre uno por la tangente.

Sobre el consumo de marihuana o de cualquier otra sustancia psicoactiva, Augusto Pérez, director de la Corporación Nuevos Rumbos, que lidera programas de prevención contra la drogadicción y el alcoholismo, recuerda que “los derechos de los niños están por encima de los derechos de los adultos, y eso aparece en la Constitución”.  

El experto agrega que “si bien no se puede castigar a nadie por consumir sustancias psicoactivas, desde 1994 existen normas que prohíben hacerlo en sitios públicos, pero no se cumplen”. Como solución propone que los alcaldes reglamenten el consumo, de modo que se prohíba durante el día pero se permita en horas de la noche, “entre las 8:00 p.m. y las 6:00 a.m. para no interferir con la vida de las familias y especialmente la de los niños”. Un proyecto de acuerdo que hace trámite en el Concejo de Bogotá aboga por la prohibición total. Según el Ministerio de Justicia, el consumo empieza tempranamente: a los 13.7 años de edad. 

Hablando del “Sanber”, en el diario El País hay una crónica interesante sobre la historia de este barrio, donde todavía prevalece el estilo Art Decó en algunas de sus casas antiguas, hoy convertido en un territorio en disputa por bandas dedicadas al microtráfico; de hecho allí funciona una olla, que así llaman a los expendios.

“Ahora uno solo oye todo el día a la gente repetir códigos en las calles, como ‘rojo rojo’, ‘todo capas’, ‘gato gato’”, le dice una residente a la cronista, en referencia al léxico particular de este (otro) mundo.

—Ni cocaína, ni marihuana, ni éxtasis, ni heroína, ni perico, ni nada de nada, les respondo a los curiosos. Ya estoy muy viejo para ponerme con esas pendejadas. Por esa misma razón dudo mucho de que nuestro presidente, Gustavo Petro, sea un mariguanero como vociferan por ahí. ¡Creo que está muy viejo para ponerse con esas pendejadas!

Huele a bareta en el parque, por los lados de mi casa, pero también en los alrededores de la Casa de Nariño, la verdad no sé si dentro del palacete. Un día de estos quisiera entrevistar al presidente y pedirle que se sincere. —Tranquilo, my president, no soy sapo como el doctor Leyva, le diría sin reírme para darle confianza.

—No he metido ni meteré por una sencilla razón, respondí a principios de los 90s. Íbamos como ocho embutidos todos en el Renault 4 rojo de un amigo que trabajaba como diseñador en una revista. Fumaban y reían o reían y fumaban, ¡qué importa el orden! Para entonces, yo hablaba más bien poquito.

—Con la nicotina me basta y me sobra, les decía.

Me bastaba porque ya no fumo. Lo dejé en 2020, antecitos de que nos encerraran por causa de la pandemia. El cigarrillo es la muerte a plazos, no importa si usted fuma del original o del de contrabando. Es el mismo veneno. De la bareta no puedo hablar nada, ni bueno ni malo; allá cada quien con sus cosas. “Es su problema y que con su pan se lo coman”, le aprendí a la actriz Delfina Guido, aquella vez que la entrevisté para El Espectador.

Quienes fuman porro describen aquella sensación como el placer de un viaje a un más allá que, al parecer, está en el más acá interior de cada uno, acaso en el subsuelo del que hablaba Dostoiesvski en una de sus novelas, escrita tras la muerte de su esposa, afectado por trastornos emocionales. La historia trata sobre un hombre infeliz que se siente víctima de ofensas imaginarias.

Con el correr del tiempo, y de las páginas leídas, me di cuenta de que, al menos en mí, el mismo efecto lo proporciona el placer de la lectura, la buena literatura. Algunos libros se escribieron, curiosamente, bajo el efecto de ayudas extras. Dicen, por ejemplo, que Jean Paul Sartre consumía mescalina y que bajo los efectos de este alucinógeno concibió La náusea, la historia de un historiador agobiado por el sinsentido de la existencia.

La lista es larga: Tennessee Williams, Robert Louis Stevenson, Aldous Huxley, Stephen King, Jack Kerouac, Edgar Allan Poe, Truman Capote, William Faulkner, Charles Baudelaire, Charles Dickens, Allen Ginsberg, Víctor Hugo, Honoré de Balzac… y los que falten.

La revista Vanity Fair cuenta una anécdota: “En 1893 apareció publicada en Inglaterra ‘El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde’, de Robert Louis Stevenson. El autor de ‘La isla del tesoro’ escribió este clásico en seis días. Su esposa Fanny dijo: “Que un inválido como mi marido (la salud de Stevenson siempre fue frágil) haya sido capaz de escribir 60.000 palabras en seis días es increíble”. No, increíble no. Este récord, explicó posteriormente su hijastro Samuel, fue posible gracias a los efectos de la cocaína”.

Pero no hay que ir tan lejos. El escritor colombiano Andres Caicedo, antes de tomar la ruta del suicidio, dejó escrito lo siguiente en su novela “¡Que viva la música!”:“Los hombres me han llamado loco. Lo cierto es que aquellos que sueñan de día conocen muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche. Diremos pues que estoy loco. Concedo por lo menos que hay dos estados distintos en mi existencia mental: el estado de razón lúcida que no puede discutirse y que pertenece a la memoria de los sucesos de la primera época de mi vida, y un estado de sombra y duda que pertenece al presente y a los recuerdos que forman la segunda era de mi existencia. Lo que pasa es que soy muy feliz en la duda y en la sombra”.

La película lo muestra en imágenes.

3:30 de la tarde. Ya estoy a pocos metros de la Biblioteca Nacional. Sentados en unas sillas de madera con espaldar, observo a varios muchachos con sus porros, a lo mejor esperan la noche para seguir la fiesta o iniciar otro viaje o el regreso, no sé. Están con sus dosis mínimas, me digo, sin saber qué diablos es una dosis mínima.

En Colombia un ciudadano puede portar hasta 20 gramos de marihuana y uno de cocaína) siempre y cuando su fin no sea comercializarlo, según el Estatuto Nacional de Estupefacientes, en tanto que la ley le permite cultivar hasta veinte plantas de cannabis medicinal para autoconsumo.

El olor prorrumpe en el ambiente. Cualquiera que no sepa a qué huele la maconha, extrañamente lo sabrá cuando sienta el olor. Los miro sin mirarlos, de reojito, haciéndome el pendejo. Porque en casos así es mejor atenerse a lo que dijo Andrés Caicedo: “Las peores cosas que le pasan a uno en la vida, le pasan por meterse en lo que no le importa”. En parte tiene razón. “Es su problema y que con su pan se lo coman”.

Aquí estoy, por fin, jubiloso andando la exposición: “El cuento de la creación de Gabo”, que permaneció abierta hasta el 2 de agosto. Este viaje sí ha valido la pena. Rapidito reconozco que, en efecto, soy un adicto. Un adicto a la buena literatura. Contemplo un cuadro. Me pregunto bajo qué poder alucinante estaba Gabito en aquella cuartilla en que mandó a Remedios, la bella al cielo, en cuerpo y alma, envuelta entre sábanas. FIN.

Aunque García Márquez dejó de dibujar cuando se dedicó a escribir cuentos, de vez en cuando hacía dibujos, como este de 1971, que hizo parte de la exposición “El cuento de la creación de Gabo”, en la Biblioteca Nacional.

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