Esta gaita me recuerda esos tiempos tan alegres

Cuando cantaba la gente muy cerquita del pesebre

 Con esta gaita yo quiero solamente recordar

Esos tiempos que pasaron y que nunca volverán

No estoy muy seguro de que el Niño Dios quiera nacer este año en el Portal de Belén, porque su vida estaría otra vez en peligro, como hace dos mil veintitrés años, y sus padres huyendo para ponerlo a salvo de un Herodes desquiciado con título de Primer Ministro.

Mientras existan los diciembres, existirán Los Falcons, la agrupación antioqueña que año tras año nos pone a tararear “aquellos diciembres que nunca volverán”, grabada en 1964 en los estudios de Sonolux en Medellín

Y no volverán porque los abuelos ya no están. Los míos nos despertaban muy temprano cada 8 de diciembre con una copita de vino Sansón con galletas en ayunas, señal inequívoca de que empezaba la Navidad. Y nos llenábamos de ilusión porque este año el Niño Dios sí traería lo que se le había pedido en hojas de cuadernos garabateadas a lápiz, porque en los años 70s, ¡qué cuento de Papá Noel ni que ocho cuartos!

El Niño Dios era quien dejaba los regalos debajo no del árbol sino de la almohada porque no había dinero para lujos. Con el tiempo las estrecheces económicas nos volvieron ingeniosos.  El árbol de Navidad era un chamizo traído de cualquier monte cercano, forrado luego en algodón.  Con plásticos de colores se hacían festones que adornaban las calles.  Como no había dinero para las luces de bengala, hacíamos girar una esponjilla Bombril, robada de alguna cocina, la cual -atada a una cuerda- echaba chispas después de arrimarla a la candela. Aquella práctica fue más bien temeraria. Procurábamos mantenernos alejados de la pólvora, con más veras desde esa vez que una tía casi se prende -y no precisamente a punta de aguardiente-, por algún pito que quemó una parte de su vestido nuevo. Las leyes eran laxas entonces.

Hubo un personaje, el Rompeparlantes,  al que nunca le vimos la cara pero sintonizábamos en la radio desde las 11:00 p.m. antes de que irrumpiera William Vinasco Che con el sonsonete de sus Aguinaldos en Estéreo, que ya cumplieron 50 años. Me refiero a Héctor León, toda una leyenda radial,  quien anunciaba la cuenta regresiva faltando cinco para las 12 –así el 24, así el 31- y nos aguaba el ojo con su estilo particular; el hombre aún vive y tiene emisora propia en internet: «La Rompe Estéreo».  

También se le conoció como “El locutor loco”, en alusión a una canción de Los Golden Boys, agrupación obligatoria en las rumbas de fin de año, en las que tampoco podían faltar Los Hispanos, Diomedes Díaz, Pastor López, Hernán Hernández, Los Corraleros de Majagual y el maestro Lisandro Meza, quien, al momento de escribir esto, lucha por su vida en una clínica de Sincelejo.

Pero el Niñito me decepcionó  muchas veces por incumplido. Los adultos no hacían más que disculparlo y uno se olvidaba de la cuestión hasta cuando sonaba “Mamá, ¿Dónde están mis juguetes?”, y volvía a ponerme irascible con el Niño aquel. ¿Por qué los otros mocosos están felices con sus balones, sus pistas de carros o sus monaretas y a mí me toca conformarme con un par de medias y unos calzoncillos? Un niño no entiende de pobrezas. Al atravesar eso que llaman la mediana edad, sigo creyendo que a los niños hay que darles un juguete, sea de los baratos o de los costosos, para que los destrocen si quieren, y que el estrene del 24 y del 31 es apenas la obligación natural para con los hijos. Sepan papás: Para un niño la Navidad no existe si no hay regalos. Cuando uno comprende eso, se esforzará por transferir tal alegría a los hijos, porque al fin de cuentas la infancia es tan efímera como la vida misma. Admito que el asuntico de las medias me generó un trauma de por vida.

Querido lector: ¿Cuál fue su trauma de las navidades pasadas?

Mucho tiempo después vinimos a saber que los regalos provenían, no del Polo Norte, sino de almacenes Ley y el Tía; el Amazon de nuestro tiempo se llamaba San Victorino, un sector populoso de Bogotá, que data de la época colonial y funciona como una especie de mercado persa, en cuyas casetas era posible –todavía- encontrar casi cualquier cosa a precios imbatibles.

Aquellos diciembres nunca volverán… porque ya las familias no comparten viandas con el vecindario. Los compadres de los abuelos llegaban con tamales, vino o natilla. Hoy, el que vino ya no trae ni galletas. Los conjuntos residenciales nos convirtieron en seres huraños. Era más bonito antes, porque la Navidad se vivía en la calle; era el lugar de encuentro y celebración desmedida. Se preparaba arroz con pollo y masato suficiente en canecas de pintura para extender las parrandas hasta el otro día. ¿Recuerda el lector su primera borrachera? La mía, con 18 años, un Día de Velitas con vino de manzana en plena calle, en compañía de mis amigos. Era una forma muy criolla de entrar a la mayoría de edad. Hoy, la calle es sinónimo de peligro en cualquier época.

Aquellos diciembres nunca volverán… porque (¡aceptémoslo!) nos estamos volviendo achacosos  y con la factura de la luz llega la de los excesos por los verbos terminados en char: emborrachar, trasnochar,  derrochar… Amanecer sin guayabo y sin arrepentimientos es algo que uno agradece, cuando otrora bailábamos hasta los comerciales y nos bebíamos el agua del florero. ¡Con un hígado sin estrenar, así cualquiera!

No es que el espíritu de la Navidad haya muerto. Es que los ebrios de antes ya no tienen (tenemos) los mismos bríos. Además, Internet nos roba de a poquitos el pasado. Mueren las tradiciones y ni cuenta nos damos. No se trata de que todo tiempo pasado fuera mejor; simplemente, la infancia ya está demasiado atrás y la Nochebuena necesita un nuevo relato que le otorgue sentido, al menos para las nuevas generaciones que poco saben de Tatainas tuturumainas.

Necesitamos nuevas razones para ser niños otra vez y con más razón si hay nietos de por medio. Por Melanie Sofía, he vuelto a creer en el Niño Dios y en los Reyes Magos para no dejar morir las esperanzas, porque el día en que eso ocurra estaremos perdidos.

“Nadie que alivia los males de otros es inútil en este mundo”: Charles Dickens, escritor inglés.

Dulce Jesús mío, mi Niño Adorado: Tú que nacerás en Belén, en Oriente Medio, en lo que hoy conocemos como Palestina, a nueve kilómetros al sur de Jerusalén, país de los filisteos, también conocido como Judea y Canaán, si me quieres ver contento, frena la carnicería contra esos corderos mansos que son los niños palestinos. ¿O será mucho pedir?

Agotamos las palabras para describir tanto horror en la Franja de Gaza. ¡Es un mundo podrido! Es triste pensar que nada de lo que hagamos o digamos reversará la Historia, ni doblegará el corazón de Benjamín Netanyahu, esa oveja arisca, el Herodes moderno y abominado… para mí, el anti-personaje del año. No cabe en ninguna cabeza que nadie pueda evitar el exterminio de un pueblo. Pero una sola vida justifica hacer lo impensable para salvarla. Querido Niño Dios, haz tu parte, así no nos traigas regalos este año.

 

 

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