Desde la ficción, reconstruí hechos claves en la vida de don Guillermo Cano, mártir del periodismo colombiano, cuya ausencia le sigue doliendo a Colombia 39 años después de su muerte y a cien años de su nacimiento, este 12 de agosto.
Desde la ficción, reconstruí hechos claves en la vida de don Guillermo Cano, mártir del periodismo colombiano, cuya ausencia le sigue doliendo a Colombia 39 años después de su muerte y a cien años de su nacimiento, este 12 de agosto.

Don Guillermo Cano, mártir del periodismo colombiano, nació el 12 de agosto de 1925 y murió asesinado el 17 de diciembre de 1986. Fue director de El Espectador, el diario más antiguo de Colombia, durante 34 años (1952-1986). Cuando es nombrado director con apenas 27 años de edad, llevaba ocho trajinando en los talleres y la sala de redacción del diario, donde empezó como cronista taurino.
“El Espectador de la familia Cano,
el séptimo cielo de la tolerancia,
el respeto a las ideas ajenas
y la gallardía personal”: Silvia Galvis.
UNO: DON GUILLERMO CANO Y EL AGUACERO DEL SIGLO EN BOGOTÁ (1954)
Asomado por el ventanal del edificio Monserrate, don Guillermo —que huele las noticias a la distancia— observa aterrado la torrencial lluvia que castiga a Bogotá. Le hace señas a uno de sus reporteros, el más flacucho de todos, un hombre corto de estatura, con prendas de colores chillones que contrastan con la vestimenta de los otros reporteros, ellos de traje oscuro y sombrero:
—Este aguacero es noticia, Gabo.
Gabo se llama Gabriel García Márquez, tan flaquito y pálido que sus compañeros temen que un día de estos se les muera en la redacción.
Todos corren a presenciar el diluvio universal desde los ventanales. Durante tres horas las aguas embravecidas le devuelven la vida al río San Francisco, que ya había sido canalizado y convertido en la Avenida Jiménez. La ciudad está paralizada, los edificios inundados, la gente inmóvil y los periodistas boquiabiertos, igual que el resto de los mortales.
—Este periódico no se va a escribir solo —grita don José “el mono” Salgar, el jefe de redacción, y la plantilla regresa a sus escritorios para, bajo sus órdenes, escribir cada uno un pedazo de la historia sobre “el aguacero del siglo”.
Los fotógrafos, empapados hasta el alma, regresan al periódico con las imágenes de espanto: barrios evacuados por la ruptura de una represa, embotellamientos y cañerías bloqueadas y hasta un campeonato de botes de motor sobre la avenida Caracas. Don Guillermo sintetiza aquellas horas catastróficas en su máquina de escribir Remington. La gente devora con fascinación las dieciséis páginas en las calles y los cafés del centro histórico. “Es el mejor periódico del mundo”. Se lo dice Eduardo Zalamea Borda a la BBC de Londres, el mismo Zalamea que bautizó Gabo a Gabo.
Al tiempo que su hermano Alfonso, jefe de circulación, lleva el diario a los cuatro puntos cardinales del país, don Guillermo se empecina en conseguir voces representativas de cada región, así que el periódico se vuelve promotor de muchos reconocidos periodistas de las regiones.
DOS: INCENDIAN LA SEDE DE EL ESPECTADOR (1952)
6 de septiembre. Guerrilleros liberales matan a cinco policías en el centro del Tolima. Una turba, enfurecida por la violencia bipartidista, ataca, saquea e incendia las sedes de El Espectador y El Tiempo, los dos periódicos más importantes de Colombia, separados apenas por unas cuadras, sobre la avenida Jiménez, entre las carreras cuarta y séptima. Los asaltantes utilizan dinamita, barras para forzar las puertas y gasolina. Tras la destrucción de muebles y archivos, los asaltantes se dirigen al noveno piso del edificio Monserrate. Una puerta de acero les impide el paso. Casi toda la colección del periódico arde en el incendio y en el cuarto oscuro de fotografía las autoridades encuentran el cadáver de uno de los asaltantes. A esa hora el joven Guillermo departe con amigos y su prometida, una joven catalana diez años menor que él, que llegó con su familia a Colombia, huyendo de la Guerra Civil Española.

La familia Cano Isaza vivió durante un tiempo en los pisos noveno y décimo del edificio Monserrate, donde funcionaba el periódico, a partir del 20 de julio de 1923 cuando cerró su sede en Medellín y se trasladó a Bogotá.
En la casa de los Cano suenan campanas de boda. El tímido Guillermo se anima a pedir la mano de su amada. Ella tiene 16 años.
—Les doy mi bendición con una condición —responde don Juan Busquets. Se casarán cuando Ana María termine el bachillerato —agrega el padre de la novia.
Guillermo Cano, con 28 años, y Ana María Busquets, de 18, contraen nupcias el 6 de abril de 1953. Por ella él se vuelve poeta y un domingo publica sus versos de amor en el periódico: “Esta niña catalana que llegó a Colombia recién nacida, rescatada del odio, y por eso sin odio, sin huir huyendo, escapando de la crueldad y de la fuerza bestial de la injusticia, se quedó aquí, con sus irrepetibles ojos de color mediterráneo”. Cinco hijos son la prueba de ese amor.

Esta imagen de don Guillermo con su familia es una de las muchas que apareen en el libro “Tinta indeleble: vida y obra de Guillermo Cano”, del sello Aguilar.
TRES: A VECES LLEGAN CARTAS
Todos los días llegan montones de cartas para el director. A don Guillermo se le ilumina la mirada al leer en el sobre el nombre del remitente.
“Mi querido Guillermo: Ahí te va el mejor trabajo periodístico que he hecho hasta ahora: 14 crónicas sobre mi viaje a la cortina de hierro. Se me ha ido más de un mes en hacerlo, por varias razones: en primer término, lo he escrito en los espacios que me quedan libres de mis compromisos con Venezuela, que me dan para comer; en segundo término, es una obra hecha como una obra literaria, pensando cada palabra, vigilando el estilo, y con una cierta vanidad de que sean realmente muy buenas crónicas. Desde hace un mes, estoy trabajando casi diez horas diarias y sin tregua. Hoy es martes. Probablemente el sábado me vaya para Casablanca –por 15 días- invitado por un médico árabe, que es uno de los grandes amigos que voy dejando regados por el mundo”.
(…)
“Mi abrazo de siempre a mi padrino Ulises, al clan Cano y a todos los compañeros. También esta vez, como siempre, ´nos morimos de la pena´”.
Firma Gabriel García Márquez desde París.
(…)
“Hazme el favor de hacer que me manden a esta dirección –en paquetes semanales- los periódicos con las crónicas. Al menos así tendré la oportunidad –después de 2 años- de leer EL INDEPENDIENTE”.

Las cartas de Gabo a don Guillermo Cano. Imagen tomada en la exposición “Todo se sabe: el cuento de la creación de Gabo”, de la Biblioteca Nacional.
Por estos días de 1957, una doble tristeza embarga al director. Su amigo entrañable está lejos y El Espectador ha sido clausurado por la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla y reemplazado por El Independiente. Las crónicas, alusivas a la vida en los países de la Unión Soviética, solo se publicarían dos años después en la revista Cromos.
Los censores llevan años como intrusos en la sala de redacción. Nada se publica sin que ellos lean, analicen y autoricen. Todo lo revisan: el editorial, lo mismo que una crónica roja.
—¿Qué es esto? ¡Otra difamación contra mi general!, vocifera el censor, que pisotea con furia una de las cuartillas.
Al menos entre 1943, año en que entró a El Espectador, y 1958, el año en que comenzó el Frente Nacional, la cotidianidad colombiana estuvo marcada por la censura de prensa y el Estado de Sitio.
Durante la larga censura y distintos gobiernos, cada día se redactan dos periódicos: el verdadero que no pasa la censura y el aprobado por los censores. “El periódico bueno, completo, informativo, orientador, se quedó en una mesa, escrito y sin imprimir”, se lamenta don Guillermo en un texto titulado “El periodismo sitiado”, que evoca aquellos tiempos difíciles.
CUATRO: LAS LECCIONES DEL MAESTRO
Corren los años 70. El Espectador estrena su nueva sede en la Avenida 68 con calle 23, de Bogotá. En su oficina, don Guillermo le echa una ojeada a su periódico. Está orgulloso de sus reporteros, pues han descubierto las triquiñuelas del Grupo Grancolombiano, un emporio económico, para apropiarse de los recursos de más de 82 mil ahorradores –por valor de $1.400 millones- mediante fondos de inversión y autopréstamos.
La noticia está en primera plana. En el país no se habla de otra cosa. Mientras los redactores y el director celebran la primicia, el jefe de publicidad llega con su cara larga:
—Don Guillermo, las empresas del Grupo suspendieron los avisos en represalia por las denuncias.
Silencio y más caras largas. Aurorita, la señora de los tintos, tiene más trabajo que de costumbre por la ansiedad que reina en la sala de redacción. Las doce libras de café diarias no dan abasto.
El director, abstraído, se rasca los cabellos blancos, herencia de sus antepasados. Los redactores saben que la vida de un periódico y sus sueldos depende de la publicidad y de las suscripciones de los lectores.
Hay ansiedad por saber qué responderá el director. Él se aleja silencioso y molesto a la vez, como buscando respuestas en el piso. Se encierra en su oficina y pide que no lo molesten. Empieza a teclear en su máquina: “…No vendemos, no hipotecamos, no cedemos nuestra conciencia ni nuestra dignidad a cambio de un puñado de billetes. Eso no está dentro de nuestros presupuestos”.
El editorial aparece al día siguiente, 4 de abril de 1982. La redacción estalla en un solo aplauso para honrar la valentía y el talante del jefe que no se amilana ante los chantajes.
El periódico se queda sin avisos, sí, pero los malos de la historia, en cabeza del ratero mayor, el banquero Jaime Michelsen Uribe, pierden su libertad y son obligados a devolver el botín.
Don Guillermo, con su prematura joroba, -la misma del abuelo Fidel, el fundador de El Espectador, a quien conoció a través de sus escritos- se pasea por la redacción saludando uno a uno a los periodistas, como ese papá pendiente de en qué andan sus hijos, para regañarlos sin regañarlos o para elevarles el ego cuando le ganan una chiva a sus rivales de El Tiempo, “un periódico rico, poderoso y prepotente”, según Gabo.
Nada lo emociona tanto como detenerse en la sección de Deportes para conversar animadamente con el editor Mike Forero. De esas charlas surge la idea de crear, desde1960, El Deportista del Año, una gala icónica en Colombia.
Observando por encima de sus gafas de miope, se acerca a uno de sus reporteros, moviendo sus abundantes cejas.
—El periodismo es meterse en la boca del lobo —le dice a Fabio Castillo, quien ese mismo día toma el siguiente vuelo a Cali y regresa varios días después con una primicia: La historia secreta del capo Gilberto Rodríguez Orejuela sale a lo ancho de la primera página, titulada por don Guillermo, con fama de hábil titulador: “La jugada del ajedrecista”, que es, además, el alias del mafioso del Cartel de Cali.
La secretaria interrumpe mientras él corrige unas cuartillas, para avisarle que ya está al teléfono una joven reportera que se encuentra de vacaciones en San Andrés. Acaba de naufragar una embarcación en sus aguas. La novel reportera no ha cumplido los 17 años, y de inmediato se pone manos al reportaje. Ella cuenta lo que ve y escucha. Los isleños están furiosos por el abandono del gobierno y claman a gritos la separación de Colombia. El artículo no le hace ninguna gracia al presidente Alfonso López, quien se despacha en insultos contra la reportera. Su nombre es María Jimena Duzán, una muchacha menuda y de piel morena que continúa su formación al abrigo de su maestro, don Guillermo Cano.
Él, tímido y alérgico a los homenajes, por su tesón y su columna dominical recibe un premio de periodismo, que celebra modestamente con sus empleados. Se lo ve feliz bailando con su esposa en la redacción.
CINCO: NAVIDADES NEGRAS: ¡MATARON A DON GUILLERMO!
En la capital vallecaucana hay clásico: Deportivo Cali contra el América, así que don Guillermo –hincha del Santafecito lindo y visitante asiduo de la tribuna occidental de El Campín- hace la polla futbolera con uno de los redactores judiciales.
Luego, desde sus cubículos, los periodistas lo observan atravesar el gran pasillo, del segundo piso, que conduce al archivo fotográfico. Tiene por costumbre buscar él mismo la imagen precisa para la edición del día siguiente, cuando no es que está en la biblioteca hojeando periódicos viejos.
Por fin encontró lo que buscaba: La foto de un joven delincuente, con un escapulario sobre el pecho, reseñado por el DAS siete años atrás. El tipo estuvo preso en 1976 junto con su primo Gustavo Gaviria y tres individuos más. Esa vez hallaron en su poder 18 bolsas de polietileno que contenían 39 kilos de cocaína de alta pureza.
Don Guillermo publica esa imagen en la primera página y el mundo conoce por primera vez el rostro del narco más rico del planeta: Pablo Escobar, un congresista que al mismo tiempo es un próspero narcotraficante, iniciado en el mundo del hampa como gatillero y jalador de carros.
El 25 de agosto de 1983, a partir de esta primicia periodística, el destino queda sellado para el capo más temido del mundo y para el periodista más valiente del mundo. El Espectador inicia una lucha solitaria y sin tregua para contar la verdad sobre la mafia colombiana.
Son las 7:00 de la noche. Don Guillermo sale hacia su casa: solo, como siempre; conduce su camioneta. Esposa, hijos y nietos lo esperan con natilla y buñuelos para rezar la novena de aguinaldos.
Nunca ha tenido conductor, tampoco escoltas. No tiene enemigos… o eso piensa él. Sus únicas armas son una máquina de escribir y su integridad. Dos días atrás —después de que la Corte Suprema de Justicia rechazara el tratado de extradición con los Estados Unidos—, escribió en ella un editorial: “Ya deben estar envalentonados los grandes capos del narcotráfico y los sicarios ejecutores de sus órdenes de muerte por los supuestos resultados obtenidos con el desencadenamiento de la violencia y el terror”.
Esas palabras pueden leerse como su propio epitafio, porque los matones de Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez ya están en Bogotá. A través de la ventanilla izquierda de su camioneta Subaru, le descargan una ráfaga de ametralladora, a pocos metros de su periódico amado. Pierde el control del vehículo y se estrella contra un poste del alumbrado público.
Lo trasladan a la Caja Nacional de Previsión. Los médicos informan que llegó “en condición clínica de paro cardiorrespiratorio secundario”; le practican una traqueotomía y un masaje directo sobre el corazón.
Afuera los periodistas esperan noticias, mientras sus verdugos prosiguen la huida en motocicleta hacia el norte de la ciudad.
Las malas noticias vuelan como siempre y los villancicos se apagan. A sus 61 años, con ocho proyectiles de arma de fuego han asesinado al director de El Espectador. Son las 7:57 p.m., del miércoles 17 de diciembre de 1986. El país está consternado.
Suena el teléfono. María Jimena Duzán contesta. Del otro lado de la línea un Premio Nobel de Literatura está devastado. No puede contener la rabia.
—Mataron a Guillermo. Acaba de pasar —grita un descompuesto Gabriel García Márquez. Por eso no quiero volver a Colombia. Están matando a mis amigos.
El Espectador y la familia deben seguir adelante, ahora sin él.
“Tras la muerte, el lastre más penoso es la impunidad. No solo su muerte quedó sin castigo, sino que fue una sucesión de crímenes y errores judiciales que lo permitieron”, se lamenta en este siglo XXI el periodista Jorge Cardona.
Don Guillermo pertenece ahora al Olimpo de los hombres valerosos: ¡el gran mártir del periodismo colombiano seguirá vivo en nuestra memoria! Cualquier tributo será poco para su grandeza. Con los actos de su vida honró la impronta del abuelo Fidel: “El Espectador trabajará en bien de la patria con criterio liberal y en bien de los principios liberales con criterio patriótico”.

Guillermo Cano y Gabriel García Márquez. Imagen tomada en la exposición “Todo se sabe: el cuento de la creación de Gabo”, de la Biblioteca Nacional.
Libros y documentos consultados para armar este relato:

“Tinta indeleble: vida y obra de Guillermo Cano”, del sello Aguilar.
“Vivir para contarla”, autobiografía de Gabriel García Márquez.
“Una vida”, la biografía sobre Gabo, escrita por Gerald Martin.
“Guillermo Cano, el periodista y su libreta”, de Alberto Donadio, de Hombre Nuevo Editores.
“Los jinetes de la cocaína”, de Fabio Castillo, de la editorial Documentos Periodísticos.
“Anécdotas y lecciones de periodismo, de Edgar Artunduaga Sánchez.
“Entrevista imaginada con Guillermo Cano Isaza”, de Lucas Ospina.
Expediente Final, del Canal Caracol
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