Cuarto de Rebujos

Publicado el Humberto de la Calle

Conquistar las calles para las mujeres

Estimado Humberto:

Me gustó mucho tu tuit en el que hacías eco de una columna sobre el asedio callejero permanente contra la mujer.

De niña mi madre me mandaba a la tienda a hacer compras. No existían las grandes superficies ni teníamos dinero suficiente para hacer un gran mercado mensual. Casi todos los días tenía que caminar a la tienda del barrio donde me recibía el viejo barrigón de largos bigotes, vestido apenas con una camiseta interior raída y sudorosa. Yo entraba intimidada por la mirada voraz del viejo sátiro. Se le veía la libido derramando por los poros. Al entregar las devueltas trataba de tomar mi mano. Algunas veces mi madre me reprendía porque faltaba alguna compra o porque el dinero del cambio estaba incompleto. Nunca le dije que era el miedo. El miedo que me producía ese abordaje a mi cuerpo que, aún sin intercambiar palabras, tenía una fogosa violencia insoportable. Mi madre pensaba que mi reticencia era pereza. Un carácter voluntarioso y nada más. No imaginó lo que pasaba por mi mente.

Pero también la salida de la tienda para regresar a casa era una ordalía. Al lado de la calle estaban apostados esos muchachos de blujeans rotos, de piernas entubadas y chaquetas de cuero llenas de taches. Se situaban a lado y lado del andén como para hacerme calle de honor.

-Uy mamita. Cuando estés madurita nos vemos en el patio de atrás mamacita.

Ya hacia adelante, cada vez más la calle parecía un territorio agreste. El habitáculo de un valle de monstruos. Cada que salía de casa, sentía una pequeña aprehensión en el estómago. Como cuando tenía que presentar examen de trigonometría. Sabiendo siempre que vendría un asedio permanente. Seguramente solo verbal, confiaba. Pero las noticias estaban llenas de agresiones más serias. Algunas de ellas fatales. Tomar un taxi sola era un acto lleno de desconfianza. Podría ser desconfianza mutua. Quizás el taxista también cargaba su temor, pero era un temor de otra naturaleza. Yo estaba siempre pendiente de la ruta para percibir algún desvío sospechoso. Alguna vez entré sola a cine y fue la última. La sala estaba medio vacía cuando entró un tipo en el momento en que apagaban la luz. Desde el principio vi su sombra y presentí que venía hacia mí. Preciso, zuáz. Se sentó a mi lado. Estuve a punto de decirle que se fuera a otro sitio, pero me contuve. Finalmente tenía derecho escoger silla. Entonces pensé levantarme y moverme a otra fila. Pero me paralizó el temor. Y hasta cierta vergüenza.

-¿Vergüenza de qué? No seas boba. Si él tiene derecho tú también. Muévete. Muévete rápido. Antes de que la película empiece.

Pero este soliloquio fue anulado por la impotencia. Un cierto aturdimiento mezcla de temor a que intentara abusar y, al mismo tiempo, vaya usted a saber por qué, una cierta necesidad de no ofender al intruso.

Al poco tiempo comenzó a deslizar su mano por la silla. Entonces del miedo pasé al pánico. Nuevamente la parálisis, la vacilación. En un esfuerzo supremo me paré pero tuve que huir del teatro. No resistí la idea de seguir allí, viendo la película, con el tipo ese en el mismo salón. La zozobra hubiese sido insoportable.

De Transmilenio no hablemos, Humberto. Yo resolví desconectarme. Sé que me van a tocar y que no hay nada que hacer. No hay espacio para moverse. Empaquetada allí, prefiero pensar en otras cosas. En paisajes de infancia. Me ha servido mucho la clase de budismo que tomo en la Universidad. A veces le pongo humor al asunto. Cuando siento una verga en mis nalgas, me imagino que el señor lleva una linterna en el bolsillo. Nada que hacer. Si me muevo, la situación empeora.

¿Dónde radica el epicentro de esto? Pues en el cuerpo, claro está. Pero esa es una respuesta insuficiente. Es en el cerebro. Es en la sensación de indignidad. Es en esa lacerante impresión de ser un objeto. Es la pérdida de libertad en las calles. Es sentir que una porción de tus emociones no te pertenecen, no son tuyas, no te puedes apropiar de ellas, porque hay un territorio de tus sentimientos que no controlas y que se convierten en un erial, una terreno baldío para ocupantes fortuitos e ignotos. Me han robado un pedazo de mi vida, de mi soberanía, y esta es una situación irrecuperable. Porque hay un manto de permisividad. De aceptación. Porque si uno escribe esta carta, Humberto, no faltará quien diga que soy una niña histérica o un alma en pena poseída por influencias místicas. Tú entiendes que no es eso. Que ni siquiera es pudor porque cuando decido sobre mi cuerpo tengo la audacia suficiente para romper barreras. Pero por designio mío, no por la imposición de un horizonte en el que se piensa que es el macho el dueño de las calles y nosotras, las mujeres, estamos llamadas a soportar y guardar silencio.

Hace décadas, el viejo chiste masculino y repugnante decía: ¿En qué se parecen las mujeres y las leyes? En que ambas nacieron para ser violadas. Nuestro silencio, que ahora comienza a derretirse, es producto de esa premonición: si denuncio, escarbarán mi vida. Preguntarán: si fue violada, algo hizo. La falda estaba muy corta, los leggies mejoran las nalgas, el sostén eleva los senos, por qué no estaba en casa, qué hacía en ese bar.

Allá, en el remoto paisaje de las circunvoluciones más primitivas, a cada violación se le abre un paréntesis: quién sabe que hizo o dejó de hacer para ganarse una violación. Y, a veces, una misma trepida.

Abrazo, A

 

 

 

 

 

 

 

 

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