En los años ochenta, años tumultuosos, violentos y soñadores, a Colombia le plantearon desde
diferentes lados, no solo desde la política, que se tragara un coctel social deseable y necesario,
pero de difícil asimilación: realizar una negociación de paz, para ponerle punto final a un conflicto
interminable y violento, especialmente en las zonas rurales. Una negociación planteada de manera
ingenua, al suponer que los colombianos, incluidos los guerreros, estábamos hasta la coronilla con
una violencia interminable y estéril, incapaz de transformar una sociedad que, ciertamente
necesitaba cambios de fondo. Era ingenua porque suponía que bastaba con que quisiéramos la
paz, para que esta descendiera sobre los escenarios de violencia y muerte, como una paloma de la
paz. La paloma se pintó por doquier, se le invocaba día y noche, pero no llegó y la violencia
continuó e inclusive se intensificó, hasta terminar en la tragedia sin nombre, del Palacio de
Justicia.
Pero en medio de tanto dolor y tanta sin razón, brillaron luces de esperanza y el país continuó
buscando su salida y su futuro. Destacó al respecto la elección popular de alcaldes, propuesta de
Álvaro Gómez, que hacía parte de su visión de un país con una democracia donde el ciudadano es
actor fundamental y no simple validador electoral de decisiones que toman otros, eso sí,
cuidándose de hacerlo en nombre “del pueblo”. Para Gómez, el alcalde representa directamente
los intereses de los ciudadanos, en el espacio donde se habita con la familia y se ejercen
directamente los derechos ciudadanos, sin mediación o intermediación, como sucede en los otros
ámbitos regionales y nacionales del poder. Por esa relación directa, la elección del alcalde debía
liberarse de los intereses y arreglos convencionales de la política y ser, por excelencia, una
elección ciudadana directa, no intermediada políticamente. El Presidente Betancur que compartía
la visión de Gómez, su aliado político en el gobierno, propuso y defendió la reforma constitucional
en cuestión. Se hizo la primera elección y de inmediato vino la reacción de políticos y partidos que
no estaban dispuestos a que una elección fundamental y apoyada por los ciudadanos, escapara a
su control. Se dio entonces la reforma para que los partidos fueran actores y árbitros de ella,
gracias a lo cual, le inocularon el virus que la convirtió en una elección más, pero conservando su
cercanía con los intereses y atención de los ciudadanos.
El resultado ha sido que, salvo algunos casos de alcaldes jugados con sus electores, su elección
terminó sumida en un arreglo electoral, en una política que ya no es el juego entre partidos y
propuestas; los partidos se desgastaron, dejaron de representar ideales sociales y se redujeron a
defender intereses y planteamientos de unos pocos; ya no son una voz popular y libre. Se olvidó
que la sociedad y la política se construyen en un proceso paralelo que nace y se fundamenta en lo
local, en términos de comunidad y de territorio, con la presencia y participación de los ciudadanos,
que no le deja espacio al discurso general, vaciado de concreción y de propuestas. El comienzo del
urgente cambio de la política y de los partidos lo marcará el regreso a la elección popular de
alcaldes que sea de verdad ciudadana y no el primer peldaño en la construcción de la política
politiquera, basada en feudos electorales al servicio del cacique, que le dan la espalda y secuestran
para su propio beneficio, a la voz y el querer ciudadano. La política, como toda obra sólida y
perdurable, se construye desde sus cimientos, de abajo para arriba; no es una casa en el aire o una
bomba que se inf, talvez atractiva pero vacía y que se acaba estallando.

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