CRISIS DE LA POLÍTICA, CRISIS DE LOS PARTIDOS
Estas crisis me recuerdan el viejo alegato: qué fue primero, el huevo o la gallina. Claramente, una crisis alimenta a la otra, en tanto son las dos caras de la misma moneda; tienen causas comunes. La política y los partidos como los conocemos, nacieron en el siglo XIX, al calor de la Modernidad, que se prolongó hasta los años setenta del siglo pasado. Era un mundo circunscrito a marcos nacionales y locales, con medios de comunicación limitados a la palabra escrita e impresa y a los noticieros radiales, complementados con la tertulia de familia, de amigos, de colegas, al calor de un café o de un aguardiente. Los partidos y el ajetreo político, al proporcionar espacios para encontrarse y para compartir, rompían en algo el aislamiento reinante y alimentaban sentimientos de identidad partidista. Funcionalmente, era una política montada en una oratoria de balcón, de plaza pública, para públicos amplios y heterogéneos; un discurso de “figuras notables” con alma de caudillos, ampuloso y de contenidos generales, vaporoso, dirigido a un público igualmente indefinido (“la masa”). La existencia real, que no formal de los partidos, se circunscribía al tiempo de elecciones; pasadas estas, se cerraban “las sedes de campaña”, los electores con su importancia circunstancial, eran olvidados; los elegidos interesaban solo para que les cumplieran, al partido y a los jefes, los compromisos electorales que habían permitido su elección; hasta la próxima, quedaban a la buena de dios. El resultado, unos partidos al servicio de los intereses de los políticos y no de los ciudadanos, su razón de ser. Claro que había excepciones, pero “una golondrina no hace verano”.
Desde mediados del siglo pasado, el mundo entró en un proceso acelerado de cambios, que no cesa y en muchos aspectos, se acelera: se van borrando las distancias físicas, geográficas, pero también las mentales y culturales con los avances en comunicaciones y en la integración y velocidad de transmisión de la información. Caen las barreras espacio temporales y con ellas las fronteras nacionales, al impulso de la creciente mundialización de la producción, que integra los mercados de bienes, de trabajo y de capitales e inversiones.
Atrás queda la política espectáculo, de las grandes movilizaciones y manifestaciones con sus discursos a grito pelado. Su espacio lo empieza a ocupar lo concreto de la vida, lo práctico, lo personal, para hacerla más amable, libre de violencia y respetuosa del medio ambiente, donde las personas son valoradas como tales – como mujeres, en sus preferencias sexuales, en su edad, jóvenes y viejos -, reconociéndoles su individualidad e identidad y su derecho a ser diferentes.
Lo nacional, sustento del Estado, la política, la economía y aún la cultura, se fue disolviendo, abriéndole camino a un mundo donde lo global, internacional y cosmopolita, por una parte y por otra, lo local, territorial y familiar, con sus identidades, definen el nuevo escenario (glocal) que reclama una nueva política y perfil del político. Esa es una crisis mundial, como mundiales son sus causas. ¿Cuál debe ser hoy el sentido y ámbito de la política y las características y funciones de los políticos? ¿Han de ser profesionales del oficio, con posibilidades de ser indefinidamente reelegidos o deben ser ciudadanos que por un tiempo definido prestan un servicio igualmente ciudadano, en el espíritu de Grecia, la madre de las democracias?
Viejo debate que a la luz de las nuevas realidades que se están viviendo, y no de manera coyuntural, readquiere actualidad. Parejo con él, está el de los partidos como organizadores de la política en una democracia que no puede ser solo directa, requiriendo un componente representativo, especie de simbiosis entre Grecia y Roma. Nuevamente a escala mundial, es clara la crisis del sistema de partidos, como lo conocemos. Un síntoma es su reproducción como conejos: en Colombia vamos camino a tener un partido por cada político en ejercicio, son partiditos unipersonales. La Constitución del 91, para acabar con el bipartidismo centenario, abrió la puerta y caímos en esa dispersión estéril, que envilece la política, resultando peor el remedio que la enfermedad. No se trata de volver al bipartidismo, sino de reducir el número de las estructuras partidarias que tengan la capacidad de albergar en su seno tendencias diversas que comparten unos principios, criterios y prácticas comunes, dándoles una identidad básica compartida, sin convertirse en una camisa de fuerza. Organizaciones políticas identificadas con los ciudadanos y no con los políticos profesionales, capaces de actuar en el ámbito de las regiones y territorios, hombro a hombro con las comunidades y actores locales, con sus intereses y problemas, asumidos en su espacio natural, el local/regional; los asuntos de interés nacional, asumidos en el espacio nacional. El resultado, una democracia, una organización partidista y unos actores políticos que, de manera ordenada y complementaria, operan en lo local y lo nacional, plenamente legitimados con las instancias, las organizaciones y los actores políticos. Sin exagerar, nuestro futuro como sociedad depende de esta transformación fundamental, la madre de las transformaciones.