La conocí en su casa a orillas del río Palomino, en plena Sierra Nevada de Santa Marta, a dos horas y media caminando desde el pueblo más cercano. Estaba acompañada de su hija y sus nietos, inmaculadamente vestida como dicta la tradición arhuaca, descalza, con su hermosa cabellera color azabache y sus collares. No hablamos; sólo nos saludamos y ella desapareció. Al poco la vi sentarse en un rincón de la vivienda, todavía alumbrado por la luz del sol que se colaba por las rendijas, y me acerqué; me coloqué a su lado y permanecí en silencio mientras la veía desenredar el hilo con el que estas mujeres tejen desde niñas sus mochilas (foto de abajo). Así estuve un buen rato, admirada de su habilidad y destreza, hasta que al final le pedí permiso para fotografiarla y aceptó. Y entonces, como por arte de magia, se rompió el hielo y empezamos a hablar mientras ella no dejaba de hacer rodar los carretes de hilo por sus piernas y movía sus brazos de un sitio a otro sin parar; Lo confieso, me hubiera quedado horas y horas a su lado, en su casita apartada del mundo, aprendiendo a tejer, a escuchar y a vivir en paz.
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