Los colombianos son de buen comer por lo que, además de las tres comidas diarias, acostumbran a tomar “las medias nueves”, entre el desayuno y el almuerzo, y “las onces”, a media tarde. Buñuelos, pandebonos, pandeyucas, almojábanas, galleticas de mantequilla, tortas caseras, panderos, cucas, arepas, roscas de sagú, mojicones, encarcelados, roscones, palmeras, quesito, empanadas, café con leche o con queso, malta y avena. Todo vale para estos reconstituyentes refrigerios.
“Las onces” no se comen, se toman y si es con un grupo de amigas en alguno de los salones de té del centro de Bogotá, fundados a mediados del siglo XIX, mejor que mejor. ¿Y de dónde viene eso de “las onces”? Versiones hay muchas pero yo me quedo con la que cuenta que hace ya muchos años existía en el barrio de La Candelaria, en Bogotá, un convento franciscano donde los sacerdotes no sabían cómo quitarse el frío del cuerpo. La solución llegó un buen día desde Manizales en forma de botella de aguardiente. ¿Y qué pasó? Pues que los benditos hombres se acostumbraron a la bendita bebida a la que, muy cucos ellos y para evitar escándalos y suspicacias, empezaron a llamar por el número de letras que componían la palabra con la que se nombra esta incolora bebida, de sabor fuerte y dulzón, pidiendo en cantinas y demás tugurios no un aguardiente sino “un once”.
La expresión gustó, empezó a correr como la pólvora por toda la ciudad, se hizo plural -paso a llamarse “las onces”-, y fue adoptada de buen gusto por todos esos hombres que volvían a sus casas después del trabajo, se aseaban, se cambiaban de ropa y al rato salían otra vez para irse a tomar un trago. Cansadas de estas salidas, las mujeres empezaron a irse ellas también a tomar el té y a estas escapadas las siguieron llamando “ir a tomar las onces”. ¿Bonito cuento, verdad?
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colombiadeuna
Me llamo Toya Viudes y soy travel blogger. Cansada de los tópicos típicos recorro Colombia con mi libreta y mi cámara de fotos para contarle al mundo cómo es de verdad este país.