En estos días leí un artículo de Paula Bistagnino, una investigación que ella hizo sobre el Opus Dei. Siempre le había impresionado el hecho, bien conocido en su barrio, de que el Opus Dei reclutaba a jóvenes pobres, adolescentes de 14 años, para entrenarlas como empleadas domésticas. Les enseñaban a servir la mesa, coser, planchar, lavar y cocinar, además de darles doctrina religiosa y de aislarlas casi por completo de la sociedad y, yo diría, de la realidad. Estas niñas, una vez educadas, serían las mucamas o empleadas domésticas de distintas y poderosas familias de la institución. El creador de este grupo religioso fue monseñor Escrivá de Balaguer, un español que la iglesia católica ya canonizó.
Al final de su artículo, ella cita entre comillas las palabras de una supernumeraria (como se les llama a las mujeres que alcanzan un cierto poder dentro de la organización) que, ante las preguntas de Paula Bistagnino contestó así: “Vas a saber todo, pero nunca vas a entender lo que se siente estar ahí, en ese estado de manipulación de conciencia”.
Y yo puedo dar fe de esa manipulación de conciencia, porque la viví cuando estudiaba en un colegio del Opus Dei. Uno tarda en darse cuenta de que hay instituciones como esta que merecen ser revisadas por dentro y por fuera, y ser denunciadas por sus abusos y sus torturas sicológicas. Estudié la primaria y casi todo el bachillerato en el Gimnasio los Pinares, y sufrí, en carne propia, lo que es la “manipulación de conciencia”, cada día escolar. Como no soy nada fácil de persuadir, porque fui educada en una casa donde primaba la libertad de pensamiento, la racionalidad y el escepticismo, y, además, por asuntos de la personalidad, pues no soy sicológicamente muy vulnerable, no había pensado, hasta encontrarme este artículo y hasta escuchar una conferencia sobre el nazismo, que muchas veces, por estar tan cerca de lo que es dañino, injusto o inconveniente, no lo vemos y, por tanto, no actuamos, denunciando lo que hay que denunciar. A veces, se omite la acción correcta, de una manera egoísta, porque a uno mismo no lo afectó.
Para una niña de colegio es imposible pensar que sus superiores, la institución misma, todos, están equivocados y hacen daño. Es difícil ver la deformación cuando lo deforme es lo normal y se presenta como lo deseable. En este colegio, el abuso contra todo tipo de libertad y derecho individual a pensar y a creer en otras doctrinas o en ninguna era constante, incluyendo la supresión completa de la libertad de expresión. Las profesoras del colegio, además de estar muy mal preparadas para enseñar las materias que dictaban, hoy lo veo, eran verdaderamente mediocres, por no decir que pésimas, y gastaban parte del tiempo de la clase en retórica manipuladora. Estaban obsesionadas principalmente con nuestra vida sexual, para la mayoría de nosotros inexistente, y con controlar la información que llegara a nosotros, casi siempre en forma de lecturas de libros. En esa época no disfrutábamos de la magnitud informativa de Internet. Además, se sentían con el derecho a saber y controlar la forma como usábamos nuestro tiempo libre, por fuera del colegio.
Al colegio no entraban hombres. Para el colegio los hombres eran una amenaza. Había dos: un jardinero, al cual mantenían alejado de los salones, y el padre M., que era un pervertido sexual. Cómo es que no se daban cuenta de que el padre M. hacía que nos confesáramos de frente con él. ¿Será que nadie contó de su respiración agitada cuando hacía preguntas que es mejor olvidar, y que, para una niña no tenían sentido? Se encarnizaba con las niñas que estaban haciendo la primera comunión, pues tenía la disculpa perfecta: que las estaba preparando.
Con el objetivo de seguir muy de cerca las actividades de quienes mostraban algún criterio y voluntad de libertad, a esas nos ponían directoras “espirituales”, que, vistas con distancia, no eran otra cosa que policías que simulaban tener con uno una relación de amistad, de “íntima amistad”, para averiguar lo que estuviéramos pensando o leyendo, y, sobre todo, para conocer si había algún descubrimiento sexual importante en nuestras vidas. A toda joven que tuviera novio, con una relación que pareciera duradera, le asignaban una. Conmigo también lo hicieron, pero yo no tenía novio, la razón de fondo es que hacía algo también considerado peligroso: leía.
Recuerdo a dos profesoras verdaderamente manipuladoras de conciencias, la profesora L. y la profesora L. M. Usaban frases como la siguiente: “Dios toca a tu puerta, y tú le das la espalda, y le dices: no, no me interesa que entres”, cuando poníamos objeciones para ir a los retiros espirituales. Gastaban muy buena parte de la clase dando consejos del tipo: debemos, al despertar, pararnos de inmediato de la cama, para no caer en malos pensamientos. La mención del diablo y su presencia amenazadora era algo constante y común. No puede uno creer, al recordarlo, que flotaran en el ambiente semejantes puerilidades, que se tomaran en serio sus cuentos medievales de hadas, de ángeles y de demonios.
La mayoría de las jóvenes estudiantes no tenían en sus casas ninguna formación intelectual que les permitiera poner tanta palabrería en su sitio (en la basura), y no les quedaba otra opción que creer en el sartal de tonterías que estábamos obligadas a oír. Muchas de ellas se casaron con sus novios, sin estar enamoradas, porque habían “pecado” y el sacramento del matrimonio era la única puerta por la que podía entrar el perdón. Ellas no tuvieron cómo defenderse, y con esas ideas grabadas en sus cerebros aún blandos, todavía siguen sintiendo la ominosa cercanía del diablo y del infierno.
A las profesoras no les daba vergüenza hablar de los azotes que se daba monseñor Escrivá, y de las sábanas sanguinolentas (que tenía que lavar, al otro día, alguna de las mucamas del “príncipe” de la Iglesia). Ellas hablaban elogiosamente, sin darse cuenta siquiera, de lo que se puede considerar una mente enferma y masoquista. Era repugnante que, para emular al sacerdote, algunas niñas quisieran dañarse la piel de las piernas usando correas y cilicios. Estas formas de penitencia, sin sentido, son aberraciones comunes en las religiones, y en eso, este colegio era modelo. Muchas amigas mías se bañaban con agua fría, dizque para hacer sacrificio, y otras, dejaban de comer cosas dulces en Semana Santa; todas estas formas impertinentes de soborno a Dios, para que les hiciera algún favor. Lo del dulce tenía el desvergonzado propósito de que sirviera para adelgazar. Al menos los sacrificios deberían estar pensados para beneficiar a los demás, pero no a uno mismo. Por otro lado, ¿por qué hacer sacrificios que no traen beneficios a otros? Quien va a desear que un hijo se haga daño físico para demostrar que te quiere, ¡nadie! solo un enfermo mental, un narcisista, un megalómano.
Por qué nunca se hablaba de cómo mejorarles la vida a los más desafortunados, de cómo tener una sociedad más justa, menos desigual, de cómo acabar con las diferencias de clase. Esos temas no se tocaban, porque el Opus Dei es una institución clasista y racista. Porque a ellos no les interesan los demás, a ellos les interesa aumentar el poder de su clan y perpetuar su oligarquía religiosa. Por el contrario, ellos aumentaban las diferencias sociales sin ningún pudor. En los retiros espirituales, a las niñas “bien” nos atendían las niñas pobres, vestiditas con sus uniformes rosados, con delantal superpuesto, guantes y cofia. Y a estas se las llamaba con campana, porque no tenían derecho a ser tener un nombre. A las niñas pobres se las diferenciaba de las niñas ricas de todas las maneras posibles. A ellos no se les ocurría pensar que ese servilismo era humillante y no era dignificante.
La verdadera tortura y manipulación mental caía sobre las niñas más dóciles, aquellas que mostraban interés por la institución. A esas las reclutaban, y no volvían a ver la luz. Entrevisten a una mujer que se haya salido del Opus Dei para que vean lo que es una verdadera cárcel, la supresión completa de la libertad, el lavado mental, las amenazas, la coerción física y mental. Miedo al diablo, ja ja ja, miedo al Opus Dei.