Sobre Los años, de Annie Ernaux

Primera parte

Quienes hayan leído a la escritora francesa, laureada en el 2002, sabe que su literatura es sin adornos, directa y no hace concesiones. Parece fría y cruda, pero cuando se la ha leído, cuando ya se conocen sus libros, hay algo que cala hondo, que lo deja a uno pensando. 

En Los años, Ernaux hace una radiografía de su mundo, de la Francia de los años 60, 70, 80, 90. Uno ve lo tanto que ha cambiado el mundo. Uno no deja de asombrarse de las diferencias de mundos. Todavía mucho mejor que no haber vivido la vida que le tocó a ella y a mi madre, no vivir lo que les tocó a sus padres, pues la Europa de las guerras fue terrible. Sobre la vida de sus padres aconsejo leer Un lugar. Es un libro conmovedor.

Lo que quiero hacer en este artículo es citar algunos párrafos por el placer de leerlos y reflexionar sobre las diferencias entre el ayer, su ayer y nuestro hoy.

Ernaux menciona lo que nos hace sentir que somos de la misma familia, de la misma tribu, del mismo grupo: 

“Sentarse, hablar, reírse, llamar a alguien por la calle, los gestos para comer, para coger un objeto. Ese repertorio de costumbres, esa suma de ademanes moldeados por infancias en los sembrados, por adolescencias en los talleres, precedidas por otras infancias hasta el olvido.”

Su párrafo me remonta a mi vida escolar (no creo que hoy sea distinto). Al grupo de niñas de cualquier colegio que llevan con cuidado su uniforme. Enjambre de chicas, adornadas de la misma manera y cuyos modales son idénticos: hablan con el mismo tono de voz, usan las mismas inflexiones. Un grupo cuyos miembros, como abejas, minimizan las diferencias entre unas y otras, precisamente porque solo se es tolerado como individuo en cuanto se siga al grupo. Las niñas de un colegio se distinguían y se distinguen de las niñas de otro colegio por el uniforme y por el conjunto de maneras desarrolladas para eso, para ser diferenciables. Nosotras, las de mi colegio recibíamos clases de glamur. Me río recordándolo. Nos enseñaban a sentarnos sin cruzar las piernas, poniendo la mano izquierda sobre la rodilla, y cogiendo la muñeca con la derecha, y siempre con la espalda recta.

Ernaux habla de la ropa. Dice que “Por la ropa se distinguía a las niñas de las adolescentes, a las adolescentes de las jóvenes, a las jóvenes de las casadas, a las casadas de las madres, a las madres de las abuelas, a los oficinistas de los ricos y de los dependientes.”  

Hoy las madres quieren confundirse con las hijas y las abuelas con las madres; sin embrago, la ropa sigue y seguirá siendo un discriminador de oficios y de clases sociales. En lo que se ve un cambio es en la actitud más civilizada de algunos de no querer utilizar ningún tipo de distinción clasista. Se ve un pequeño cambio en la rebeldía de unos pocos contra los accesorios y ropa de marca que pueda notarse, precisamente para no hacer ningún tipo de diferencia ni de crear competencia con los desconocidos, porque se prefiere despistar al amigo y al enemigo. La belleza del cambio está en que cada día la distinción de clases se hace más oscura, más borrosa; además, porque los menos pudientes pueden hacerse a objetos y ropas de marcas, y los verdaderos lujos se han ido desplazando a otros campos más escondidos.

La ropa, las telas, fueron siempre una posesión importante. La industrialización abarató los costos de la fabricación de telas, ropas y zapatos (lavarla era una tarea difícil). En el siglo 18 y 19, en Europa, la mayoría de las personas solo tenían un vestido. En el Renacimiento, los vestidos eran importantes en la herencia que dejaban los ricos. Cuando yo era niña, los closets eran muy pequeños comparados con los de hoy. La ropa y los zapatos que las personas de clase media poseíamos no era ni una décima parte de los que hoy casi cualquier persona tiene.

Dice Annie Ernau, “La religión era el marco oficial de la vida, regulaba el tiempo.” Se refiere a la cuaresma, la pascua, los alimentos especiales, el ayuno, la oportunidad de estrenar una muda, la primera comunión, el matrimonio y su validez. Los eventos de la iglesia servían de vínculo social, para asistir, ver gente y ser visto, como ocurría en las procesiones. En su mundo, la decencia solo se creía posible en la religión.

En Colombia todavía quedan vestigios de esas tradiciones, sobre todo en los pueblos, no tanto en las ciudades. La gente se ve en los cafés, en los centros comerciales, no sale a las procesiones ni a oír misa para encontrarse con los amigos. La religión no es ya el marco oficial de la vida, aunque muchos días de fiesta, en Colombia, lo sean por eventos religiosos, que nadie tiene presente.

Como lo describe Ernaux, existía y sigue existiendo en el mundo religioso, en los colegios religiosos, una gran preocupación por la sexualidad de los jóvenes, sobre todo de las jóvenes. También existía y existió en mi juventud un marcado interés por mantenernos lejos de la lujuria, de las “trampas de la pereza y de esas actividades que debilitan el espíritu, como el cine y la lectura.”

Dice Ernaux: “La deshonra amenazaba constantemente a las chicas. La forma de vestirse y de maquillarse, siempre constreñida por el demasiado: corto, largo, escotado, ceñido, llamativo, etc., la altura del tacón, las amistades, las salidas y la hora de volver a casa, la entrepierna de las bragas una vez al mes, todo en ellas era objeto de una vigilancia generalizada por parte dela sociedad.[…] Nada, ni la inteligencia, ni los estudios, ni la belleza contaba tanto como la reputación sexual de una chica, es decir, su valor en el mercado del matrimonio, por el que velaban las madres […] la madre soltera ya no valía nada, no podía esperar nada, aparte de la abnegación de un hombre que aceptara acogerla a ella y al fruto de la falta.

 “Hasta la boda, las historias de amor se desarrollaban sometidas a la mirada y juicio de los demás.”

“Aunque ha apuntado en un cuaderno los días en que no puede quedarse embarazada según el método Ogino, lo suyo es el sentimiento. Entre el sexo y al amor, el divorcio es total”.

“En aquellas condiciones se hacían interminables los años de la masturbación antes del permiso de hacer el amor en el seno del matrimonio. Había que vivir con el deseo de aquel goce que creíamos reservado a los adultos, que reclamaba satisfacción a toda costa a pesar de las maniobras de distracción, de los rezos, y que nos hacía soportar un secreto que nos colocaba entre las perversas, las histéricas y las putas.”

“A causa de esa sensación de desenfreno nos encontrábamos, después de un baile lento, en una litera o en la playa frente a un sexo de hombre (antes nunca visto, solo en foto y poco) y con la boca llena de esperma por habernos negado a abrirnos de piernas, al recordar in extremis el calendario Ogino. Amanecía un día blanco sin significado. A las palabras que nos habría gustado olvidar nada más escucharlas, cógeme la polla, chúpamela, superponíamos las de una canción de amor de Henry Salvador, era ayer aquella mañana era ayer que lejos ya, embellecer, construir la ficción de la primera vez en modo sentimental, envolver de melancolía el recuerdo de una desfloración completamente fallida. Si no lo conseguíamos, nos comprábamos relámpagos y caramelos, ahogábamos las penas en la nata y el azúcar o nos purgábamos con la anorexia. Pero de lo que sí estábamos seguras es de que no podríamos acordarnos nunca más de cómo era el mundo antes de sentir un cuerpo desnudo pegado al nuestro.”

A los hombres de mi generación les metían miedo para que evitaran la masturbación. Nada más absurdo, nada más inocuo e higiénico que una práctica que por ser solitaria no molesta a nadie.

La tecnología cambia los valores, hasta cierto punto, y sin duda, cambia la realidad, cambia el mundo por completo. En Colombia, en 1960, la píldora anticonceptiva era accesible, y en 1990 empezó a estar disponible la pastilla del día después. Esto sí libera verdaderamente el cuerpo y la mente femeninos. Hoy, algunas mujeres cuidan su virginidad hasta el matrimonio, pero no es lo común. Algunas de mis compañeras del colegio perdieron la virginidad (hace 45 años) y desde ahí tuvieron que soportar en los años escolares la culpa del pecado. Habían dejado de ser “puras”. Esas mismas no veían otro camino distinto del de casarse con esos novios. A algunas ya no les gustaban, pero tenían que casarse. Y hay que decirlo, esas mismas terminaron divorciándose más adelante.

Es triste ver lo tanto que atormentaron a mis amigas con uno de los aspectos más placenteros de la vida. A mí no me hacía efecto el discurso, porque mi reino, aunque guardado en secreto, no era de ese mundo. Yo no tenía miedo del pecado ni de condenarme. Mi papá nos libró a mis hermanos y a mí de las cargas pesadas de la religión y de las livianas también. Vivimos muy agradecidos de haber recibido la verdadera bendición de una educación basada en el pensamiento racional, escéptico y ateo.

Hay que aclarar: la reputación será algo que siempre habrá que cuidar. Los hombres siguen siendo machistas y se preocupan mucho por las “virtudes” de sus parejas. Lo bueno es que ahora es más balanceado, los hombres también tienen que cuidar su reputación. Los mujeriegos e infieles tienen mala fama.

En el colegio, las profesoras nos explicaban porque era importante no permanecer en la cama para descansar, sino solo para dormir. Un miedo terrible a la lujuria, miedo a la sexualidad, miedo al ocio, miedo a la imaginación, también a las lecturas.

Con las lecturas tuvimos mucha vigilancia en el colegio, pero no fue mucho lo que pudieron hacer, ya que en las casas ellas no podían ver qué leía cada una de nosotras. Además, en la mayoría de las casas no había biblioteca. A la gente le daba temor que las niñas leyeran. Todavía recuerdo a una tía que me decía que me iba a dar diarrea mental por leer. Mi abuelo preocupado de que yo leyera me decía que las mujeres inteligentes no les gustaban a los hombres.

El mundo cambia, y la aceleración de cambio aumenta.

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