En el muro de facebook de mi amigo Vicente Raga leí lo siguiente:
Hoy, divagando como un modesto flâneur, me sorprendió el amor en Bogotá: un par de adolescentes se reían y besaban. Incívicamente nos confesaban a todos su afecto sincero. Y sí, se querían, de día, en la calle, bajo el cielo. Eran jóvenes, amanecieron quizá enlazados como un solo cuerpo, pero compartían con todos ese anhelo, esa alegría, esa caricia del amor primero. Confesaré algo: no creía que la gente se besara en las aceras de esta fría, melancólica y lluviosa ciudad. Supongo que bajo cualquier cielo es posible encontrar el mismo amor, e idénticas uniones, que luego se trastrocan, ¡ay!, en insondables distancias. Y es que nadie sabe qué infinito número de puntos puede dividir el espacio entre dos corazones humanos, ¿cierto? Quizá la culpa sea de nuestra falta de memoria. Fracasados Funes borgeanos, cada vez empezamos de nuevo, y como escolares obtusos, repetimos indefinidamente los mismos errores, sin aprender la lección hasta que no queda inscrita dolorosamente en nuestras ingenuas carnes. Kierkegaard lo decía de un modo más bello en Temor y temblor: “Ninguna generación ha aprendido de otra como amar, ninguna comienza en otro punto que no sea el principio, y ninguna tiene ante sí una tarea menor que la generación precedente”. En fin, aquellas señales me recordaron otras que grabé en alguna ocasión en ciertos árboles (era un niño, perdonen mi salvaje comportamiento y adjudíquenme un cero en conducta si así les place), como una confesión de amor no correspondido, en ese caso. Soñaba en que algún día esas pequeñas incisiones me permitieran descifrar la piel de la persona amada y quizá deletrear un “te quiero” en sus ojos. Pero nunca logre descodificar ese deseo, y los signos se tornaron incomprensible ideograma, una espalda para la que no había otra traducción posible que el rechazo. Sí, le tuve un poco de envidia a los adolescentes bogotanos y su lenguaje de caricias, pero no quise para mí sus futuros dolores y desencuentros, indefectiblemente tallados en el silencio del desamor. Ya lo decía el poeta, y disculpen la nota final pesimista: vivir, desde el principio, es separarse, por mucho que tratemos de esculpir otra cosa en el tiempo.
Me quedé pensando que es verdad que a amar es algo que no aprendemos por experiencia ajena, que es una acción que tenemos que ejecutar sin conocimiento, que incluso lo que vamos viviendo al respecto nos dice poco, nos enseña poco para enfrentar la diversidad y riqueza de las experiencias que trae el amor.
Existe una gran probabilidad de que el amor apasionado se transforme o se disminuya o se acabe. Nosotros mismos estamos en constante cambio, pues crecemos, maduramos, envejecemos. Cambian nuestras células, se remplazan; cambian nuestros intereses, nuestras habilidades y hasta el entorno en el que vivimos. Las relaciones algunas veces germinan, otras veces persisten lo suficiente para dejarnos una historia, y otras veces duran lo que dura un suspiro. Lo único permanente es el hecho de que todos los seres somos transitorios, así como nuestras experiencias, así como nuestras relaciones.
Y vivir, como dice mi amigo Vicente Raga, sí es separarse de algo, incluso de nosotros mismos, de lo que fuimos alguna vez (ganamos complejidad con el tiempo y luego la empezamos a perder). Y también es verdad que muchas veces nos enamoramos, no con vista al futuro, sino con vista al fracaso. Pero ¡qué importa! De la misma manera que tenemos que aprender a montar en bicicleta —y caernos mientras aprendemos, y muchas veces soportar más dolor con nuevas caídas cuando ya sabemos montar— ni el dolor ni las cicatrices desvirtúan la dicha de montar en bicicleta. Algo parece estar mal explicado en el amor. Pues para valer la pena, el amor no tiene que durar. Para valer la pena tampoco tiene que ser puro placer. No hay que temer al dolor del desamor si entendemos que tenemos derecho a enamorarnos de quien nos dé la gana, pero no por eso tenemos derecho a que los demás se enamoren de nosotros y nos correspondan de la misma manera o en la misma medida.
No hay que cuidar tanto el ego, ni el yo. No hay que vivir la vida abrazándonos a nosotros mismos, auto protegiéndonos. Un poco de dolor, sin compasión por nosotros mismos, con una cierta dosis de cinismo, es muy positivo, pues hace la vida más interesante y curiosamente más placentera, por efecto del contraste. Para el amor hay que arriesgar, emocionados, sabiendo que es muy probable perder. Para el amor es bueno tener en la mente la idea de que en últimas, como todo lo demás, esto será algo transitorio.
No dejamos de vivir porque nos vamos a morir, precisamente porque nos vamos a morir es que vivimos la vida apasionadamente. En el amor, la correcta actitud es disfrutarlo mientras dure, sin miedo al después, sin miedo al dolor. Está garantizado que es mejor haber sufrido por amor que no haber amado nunca. Si el otro te deja de amar hay que decir como dice por ahí en algún trino: “No sé decepcionarme de otros sin decepcionarme de mí también un poco. Vos sos como sos, soy yo la que esperaba otra cosa”. (@BleuMinette)