Catrecillo

Publicado el Ana Cristina Vélez

¿Quién eres tú? ¿Quién soy yo?

No es fácil definir ni saber quiénes somos. Pero es bonito hacer el ejercicio de tratar de descubrirlo.

Somos un cuerpo y un rostro que cambia constantemente. Nos vamos trasformando desde que nacemos, con treinta centímetros de tamaño, hasta que llegamos a medir lo que medimos, para luego, si llegamos a viejos, enjutarnos y disminuir otra vez de tamaño. Engordar o adelgazar no deshace nuestra identidad. Los cambios de la adolescencia: las cejas que se ponen oscuras y el pelo grueso, el cambio en el timbre de la voz, la contextura músculo-esquelética que se desarrolla preparándonos para la madurez sexual tampoco definen nuestra identidad. Por eso, cuando estos y otros aspectos se diluyen con la vejez seguimos sintiéndonos los mismos. ¿Cuál de todos somos cada uno de nosotros: el niño, el adulto, el viejo, la suma o el que habla en el presente? Somos personas distintas en el tiempo, pero no lo percibimos. Hay algo profundo que mantiene la ilusión de la constancia del yo.

El libro para niños llamado The Giving Tree, escrito por Shel Silverstein, muestra con dibujos y unas pocas frases la amistad entre un niño y un árbol. Poco a poco, el muchacho va cortando las ramas del árbol, luego el tronco, hasta que no deja casi nada. El árbol le sirve y le habla toda la vida, aunque vaya desapareciendo. Uno se imagina lo que pasaría si nos cortaran las piernas, luego los brazos, luego el tronco… no dejaríamos de ser nosotros hasta que nos cortaran la cabeza. Si intentaran poner la cabeza de otro en nuestro cuerpo, tampoco seríamos nosotros. Eso es lo que todos creen. Sin poder demostrarlo, yo creo que sin un brazo nuestra mente cambiaría, y sin las piernas, cambiaría dramáticamente nuestra relación con el mundo.

Durante mucho tiempo se vio la dificultad que suponía para una máquina reconocer un rostro. Hoy los teléfonos inteligentes nos reconocen, aunque nos cojamos el pelo, aunque nos quitemos las gafas. También páginas como Facebook reconocen los rostros de las personas. Es increíble ver que el programa que corre para reconocer rostros confunde a los hermanos que se parecen. ¿Qué “ve” el algoritmo? Parece que ve las proporciones y la relación entre las partes. Los ojos pueden estar un día más grandes y otro día más chiquitos, pero hay unas distancias entre las partes, unas distancias y proporciones entre todas las secciones del rostro que no son modificables sin cirugía.

Imagen de mujer, trasformada con distintas aplicaciones. La original es la de arriba a la izquierda.

Uno puede preguntarse por qué se reconoce fácilmente en una fotografía a una persona a quién no se conoció cuando era niña. Hay programas o aplicaciones que configuran una imagen nuestra (basada en una fotografía) en una persona del otro sexo o en un gordo o en un viejo. Lo más extraordinario de todo es que, sea cierto o no que de ser gordos o viejos nos veríamos así, nos reconocemos en esas nuevas imágenes que nos han trasformado. Esa “esencia” aparente depende de los caprichos y limitaciones de la percepción humana, y de los algoritmos de las máquinas que hemos inventado. No hay magia, no hay alma, ya que las máquinas pueden hacerlo.

Pero sigamos: acordemos que el cuerpo y la forma de nuestro rostro nos dan una identidad social y una identidad interna que surge por comparación con los otros. Recordemos, no somos altos o bajitos, somos de una u otra manera, dependiendo de la estatura promedio de la población en la que estemos. La identidad física se puede perder.

La actriz Renée Zellweger dejó de ser reconocible tras una cirugía plástica.

La personalidad también se trasforma durante la vida. ¿Qué guarda el cerebro? No es fácil recordar quiénes éramos cuando niños, y no es fácil saber cómo seremos cuando viejos. Pero ¿somos lo que recordamos? ¿Cómo nos vamos haciendo una idea de quiénes somos? ¿Por qué decimos que somos optimistas, o que somos neuróticos, o que somos rígidos, o que somos extrovertidos? Tenemos que usar un marco de referencia, que lo da la gente que nos rodea. Tenemos que hacer promedios del comportamiento de los demás y compararlos con los nuestros, para saber dónde ubicarnos. Sabemos quiénes somos, en buena medida, porque los otros actúan como un espejo que nos reflejan una imagen, con sus juicios y comentarios. Cuando la Oruga le pregunta a Alicia (Alicia en el país de las maravillas): ¿Quién eres tú? Ella dice que no está muy segura de saberlo, que por la mañana sí sabía quién era, pero en ese momento no sabía, pues había sufrido muchos cambios. Luego Alicia le explica a la Oruga que ella misma será una crisálida y luego una mariposa y que si todo eso no le parece muy extraño. Más adelante Alicia empieza a definirse a ella misma como Alicia, por no saber lo que sus amigas saben, o por no ser capaz de hacer lo que sus amigas hacen.

Algunas cosas se pueden definir porque se pueden medir, como el hecho de ser puntuales o impuntuales. Definir si somos generosos no es tan fácil; sin embargo, es posible cuantificar en dinero la proporción que cada persona toma de sus entradas para ayudar a otros (el cinco por ciento, el diez, el treinta por ciento de la fortuna, como es el caso de Bill Gates). Se quedan por fuera otros tipos de generosidad: la generosidad con el tiempo, la amabilidad y la alegría, que no son más que formas bellas de generosidad.

¿Quiénes somos? Somos lo que procesamos y la máquina procesadora. Tenemos un cerebro que crea, que juzga, que analiza la información; y derivado de ahí, unos comportamientos que son producto de esa información procesada y de unos intangibles que podríamos llamar los instintos personales, compuestos por los deseos, las capacidades, las urgencias, los antojos, la voluntad, los miedos, las fobias, las fortalezas, las debilidades y muchas otras cosas.

Pongámonos de acuerdo en algo: es imposible definirnos con base en lo que fluctúa; en vez de esto, es factible definirnos, si es que tal cosa es posible, y de hecho lo hacemos, en lo que es constante, en lo que es consistente. Por eso, conocer bien a una persona es ser capaces de predecir sus comportamientos (y, más profundamente, entender los motivos que los mueven). Supongamos que en una persona todo el tiempo cambian sus características y respuestas. Notamos que unos días, la persona es abierta, generosa, recatada, y otros días, es cerrada, egoísta y liberada. Si el cambio es la constante, admitámoslo, no podemos conocerla.

Es verdad que en nuestros rasgos y comportamientos los hay más constantes y otros más fluctuantes. Hay aspectos en los que somos más consistentes y aspectos en los que somos más volubles. Supone uno que será más difícil conocer a quien presenta un número mayor de rasgos volubles. He visto a muchas personas ordenar un plato en un restaurante creyendo que es lo que desean, pero cuando el plato llega, cambian de parecer. Otros, en cambio, se conocen más a ellos mismos y disfrutan su elección.

El filósofo John Locke decía que la consciencia es el sustento de lo que nos hace actuar como actuamos, y que el sustento de los valores, de las inclinaciones y del temperamento es lo que llamamos el “yo”. No sabía él que la conciencia se altera con químicos que se pueden ingerir. Es una realidad que la personalidad puede cambiar debido a experiencias, a estímulos eléctricos y a estímulos químicos. Una personalidad melancólica puede dejar de serlo. Una persona tímida puede convertirse en extrovertida, y un golpe emocional o físico puede transformarnos, hacernos juzgar, reaccionar y evaluar el mundo de otra manera. Konrad Lorenz, con gran agudeza, escribió: «Es necesario haber conocido por experiencia propia los espectaculares y asombrosos cambios de personalidad que experimentan quienes han padecido algún daño en el cerebro, para tomar conciencia de cuán mortal es el alma humana y, sobre todo, cuánto más mortal que el cuerpo». Y aquí cabría decir: cuán mortal es la identidad.

La vejez es ir dejando de ser lo que somos, es ir perdiendo complejidad, habilidad y capacidad de reacción y autonomía. Al cabo de los años, algunas personas terminan siendo otras, dejan de ser. Pero la muerte no es necesariamente el final de nuestra identidad, ya que el legado de valores e ideas puede perdurar y trascender nuestra muerte, aunque ya nosotros mismos no existamos.

 

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