Mi abuelo, Papajuancho, así lo llamábamos, murió el 25 de agosto de 1991. Hoy no se cumple ningún aniversario. Pienso en él con frecuencia, con un sentimiento especial; era el papá de mi mamá. Mi abuelo no era ni la más buena persona ni la más mala, no hizo grandes cosas ni dejó legados de ningún tipo, pero dejó muchísimos recuerdos. A veces, mis hermanos, primos, tíos y yo nos sentamos a rememorar sus historias y las de cada uno con él.
A nosotros nos parecía un personaje sacado del realismo mágico, escapado de la lámpara de Aladino, nos parecía un ser absurdo, desproporcionado es su acciones y por completo fuera de lo normal. Pero más que cualquier otra cosa, era un ser alegre. Se agradece a los alegres su existencia a nuestro lado, nos felicitamos cada día por la dicha que es tenerlos. Nos entretenía mucho, nos hacía reír, nos contaba buenas historias.
Creemos conocer toda su vida, pero en realidad sabemos poco, comparado con lo que quisiéramos saber; además, no podemos estar seguros de conocer la verdad, solo la verdad en la mente de mi abuelo, que adoraba adornar sus historias, como todo buen contador de estas. Su vida empieza con la tragedia de la muerte de su madre. El parto le causó fiebre puerperal. Su padre, un hombre poco educado, enloqueció de pena, y dejó sus niños y bebés en manos de una empleada. Durante unos años no volvió a trabajar y su familia estuvo a punto de morir de hambre. Plátano y aguapanela era todo lo que comían. Mi abuelo creció en la pobreza, conocía el hambre en persona, y le temía como a nada en el mundo. Se fue de la casa a los once años, para evadir la violencia de su papá, que los golpeaba brutamente, por cualquier motivo. Se fue solo, caminando, detrás de unos vendedores ambulantes de hilos. Unos años después, regresó, pero pronto se volvió a ir, y ya para siempre. Cuando hablaba de su papá, sentía una tristeza enorme y se le llenaban los ojos de lágrimas. No solo lo había perdonado, es que lo conmovía la pobreza y las dificultadas que habían cobijado su vida. Se educó como un niño salvaje. Hay personas que se forman con un solo maestro: la experiencia de la suerte caótica que les toca. Trabajó en obras de construcción, en las petroleras en Venezuela, con los gringos, como decía él, a los treinta años regresó a Colombia y montó un almacén de zapatos, luego puso un almacén de telas, de paños, y viajó a Nueva York para traer a Colombia las primeras máquinas lavadoras y prestar el servicio de lavandería, más adelante vendió la empresa porque — Mijita todo hombre tiene una finca en su corazón. Y la finca algodonera que compró quebró y lo dejó en la ruina. Todavía recuerdo la historia de la sequía que acabó con la plantación y cómo el día en que llovió salieron de la casa gritando de alegría, para constatar que la lluvia había llegado justo a hasta el alambrado que separaba su finca de la del vecino.
Mi abuelo se casó con mi abuela al mes de conocerla (también era huérfana de madre), la había visto dos veces, le propuso matrimonio y ella, que era casi tan insensata como él, le dijo que sí. No sé cuántos años de martirio aguantaron el perro y la gata que eran juntos, mis abuelos. Parecía como si se odiaran; de viejos, siempre estaba juntos, y siempre enfrascados en una rabiosa discusión. Lo de ellos no fue la fiesta interminable, sino la riña interminable. Si mi abuelo era la alegría y el encanto, mi abuela era la desdicha, la acidez y el fastidio. Sin duda, en insensatez mi abuelo era un campeón difícil de igualar.

Uno no puede saber qué piensa alguien de sí mismo, pero me atrevería a decir que él era una persona muy segura, que confiaba en su criterio, aun cuando no debía hacerlo ya que no tenía tiempo para pensar en sí mismo. No sé si creía que era inteligente, pero estaba convencido de que entendía los conceptos del mundo de la ciencia. Muchas veces lo vi leyendo la colección científica de los libros de Salvat, con gafas y una lupa enorme. En sus manos vi el libro El gato de Schrödinger. Sé que no lo entendía, pero presumía de hacerlo. Su desprecio por la inteligencia de las mujeres era genuino. A veces me miraba y si yo estaba diciendo algo de interés, pasaba su manota por mi cabeza y decía con ternura —Ay, cita la niña, cita, con auténtico pesar de mí. Cita significaba pobrecita, pero abreviado. Mi abuelo no era antioqueño, era de Santander y hablaba usando el tú, no el usted, como hacemos en Antioquia, y hablaba con acento santanderiano, —mi amosh, decía. Era cariñoso, expresaba el afecto y las emociones, abrazaba y daba besos; algo impensable en los machos antioqueños, y le daba besos a su hijo y a sus hermanos hombres, algo inaudito en Antioquia. Todos los sábados llegaba temprano a la casa y tocaba el timbre, yo bajaba las escaleras dando saltos y antes de llegar a la puerta preguntaba a los gritos — ¿Quién es? Él contestaba siempre lo mismo —El mismo que canta y baila. Y cantaba y bailaba y sabía cocinar, y los domingos nos invitaba a todos, hijos y nietos a almorzar; nos hacía unos asados de carne, papas y plátanos, inolvidables. Lo hacía contento, lleno de entusiasmo. Yo quería a mi abuelo.
Despreciaba a Picasso, se reía a carcajadas imaginando a Picasso cobrando dizque millones de euros por poner su firma sobre el garabato que había dibujado en una servilleta. Mi abuelo discutía conmigo de arte. El arte moderno le fastidiaba. Creía genuinamente que los artistas contemporáneos eran farsantes. Vivía anteponiendo el sentido práctico a cualquier otro sentido: moral, estético, sentido de la dignidad, etcétera. No sentía pena, vergüenza. Una vez le dije que los pantalones se le veían muy apretados y me pidió unas tijeras. Los cortó por detrás; en la pretina hizo un corte vertical, que por delante no se veía. Él siempre tenía el saco puesto. Los vi usarlos varios años más, con el corte por detrás. También lo vi coger el ruedo de un pantalón, que se había soltado en un punto, con ganchos para coser papel. Mi abuelo era muy limpio y siempre estaba muy bañado y bien motilado, detestaba las lociones, pero olía a jabón, y le molestaba tener el pelo un tris largo. A veces llegaba de la barbería extremadamente motilado, mejor dicho, casi mutilado. Y yo lo molestaba, pero a él ser bonito o feo le importaba un pito.
Mi abuelo no conocía el rencor ni sentía asco. Podía llegar a estar iracundo y, pasados diez minutos, reír abrazando a su enemigo. Para él las peleas no tenían sentido ni cabida en esta vida. Sentía pesar de los demás, de casi todo el mundo, pero nada de pesar por él mismo; ese aspecto de su personalidad me parecía fascinante. Me asombraba su valor y capacidad de soportar el dolor físico. Había sido entrenado en esto de poder con los golpes de la vida. No tenía contemplaciones para consigo mismo. Lo vi cortar rodajas de naranja con la misma navaja que había usado para partir y sacar lombrices de la tierra, para poner en la caña de pescar. Lo vi comerse una lata de caracoles ya vencida, porque —Mijita, eso de la fecha de vencimiento es una patraña para hacernos botar lo que está bueno. Y unas horas más tarde, ese día, tuvimos que llevarlo al hospital, por una seria intoxicación. — Papajuancho, ¿por qué mejor no cantamos Noches de Cartagena que fascinan, con el suave rumor que tiene el mar? Y él acompañaba la canción poniendo voz de vibrato en la palabra mar.
A menudo sueño con él, un sueño muy triste. Sueño que me lo encuentro en una cafetería de mala muerte. Que está muy viejo, flaco y su piel luce mustia, oscura, casi gris. Me le acerco y le cojo la mano. Le pregunto: ¿verdad que no sabes quién soy, no te acuerdas de mí? y me contesta con una sonrisota: —¡no!, no me acuerdo de quién eres. Entonces me doy cuenta de que han pasado muchos, muchos años, y que por una razón que nadie sabe, no lo he visto en todo ese tiempo. No entiendo por qué no lo volvimos a ver, me pregunto horrorizada si fue que lo abandonamos, con el peso de una culpa mortal, de una culpa innombrable. ¡Cómo puede ser que se nos olvidó que existía! Cómo puede ser viva solo, ¡si es un viejo! Y parece que lo hemos abandonado. Es una cosa tan horrible lo que siento, es peor que haberlo matado. Me despierto llorando, y es un sueño, pero la tristeza innombrable, esa es real. Hay personas que ocupan mucho espacio en la memoria y otras, unos espacios muy chiquitos, como si fueran solo un nombre escrito en tinta sobre un papel mojado. Parto una naranja sin pelar a la mitad y luego a la mitad, en la dirección de los cascos, y luego, a la mitad por la horizontal, en ocho cascos, para comerla arrancando con los dientes la pulpa de la piel desde una de las puntas de cada casco. Lo hago para reponerme, para verlo feliz dentro de mí, y sonrío.