La semana pasada escribí sobre un fenómeno extraño y muy interesante: el porqué al dibujar no somos capaces de ver los objetos como se ven (independientemente de lo artistas que seamos). Di algunos ejemplos rastreables de la historia del arte: las ballenas holandesas del siglo 17, con orejas, y la vagina femenina, dibujada como un pene ahuecado, y olvidé un ejemplo cautivante: los niños Jesús del Medioevo.

En el Medioevo, la representación de las Vírgenes distaba de ser realista en el sentido óptico, pero estaban basadas en modelos o patrones suficientemente convincentes de mujeres jóvenes y bellas. El extraordinario historiador de arte E. H. Gombrich explicó, en muchos de sus ensayos, que el arte pictórico en cada época siempre ha consultado el modelo de representación en uso, aunque este se haya trasformado en el tiempo a través de suaves y pequeños cambios.

Utero, diagrama del Medioevo. Vagina, seg´n Leonardo da Vinci.

Los niños no fueron motivo de interés del arte pictórico hasta el Renacimiento, a excepción del niño Jesús. De repente, hubo que inventar un modelo para pintar bebés Jesús. Es cierto que la pintura medieval no tenía el objetivo de “parecerse” a la realidad, pero sí de representarla con sus valores y jerarquías. Los niños Jesús eran feos, eran monstruosos, y ese no pudo haber sido el plan, pues eran, nada menos y nada más que la representación de Dios. ¿Cómo explicarlo?

Dibujamos lo que está en la mente, e intentamos acomodarlo a lo que vemos. Mejor dicho, vemos la información que recibimos, acomodándola a una expectativa previa. Así que, si conceptualmente un bebé no es más que la versión pequeña de un hombre, entonces, el bebé es un hombre, pero a escala reducida.

No es tarea sencilla darse cuenta de que a los dos años la cabeza de los bebés ya ha alcanzado el 75 por ciento del tamaño final, y a los siete años, el 100 por ciento. La cabeza de un bebé es muy grande en relación con su cuerpo, y los cachetes son tan voluminosos que cuesta creerlo.

Lo sorprendente fue el cambio abrupto en la representación de los bebés: de los homúnculos del Medioevo se llegó a los querubines cachetones del Renacimiento. Los rasgos infantiles se exageraron con el propósito de despertar sentimientos de ternura y protección en el espectador; por eso los cachetes se pintaron más abultados y los ojos más grandes. Lo advirtió Gombrich en su libro Arte e ilusión al estudiar las pinturas de bebés y de querubines del Renacimiento.

La artista canadiense Heather Spears, que reside en Dinamarca, no supo nunca de las palabras de Gombrich (eso parece), pues aseguró que, haciendo dibujos de bebés, copiándolos de fotografías, se había dado cuenta de que si los ampliaba y modificaba (haciendo los contornos de las orejas y de la cabeza más anchos, los ojos más separados y las fosas nasales ligeramente más inclinadas), las representaciones lucían más convincentes. La razón, según Spears, radicaba en que la representación ampliada daba la misma impresión que tenemos cuando nos relacionamos con un bebé: casi siempre desde muy cerca, y no por la lente de una cámara. La distorsión de Spears se aproxima al resultado de nuestros procesos neuronales, pues, además, ella suaviza las características fisionómicas de una manera halagadora y así logra que el resultado se “parezca” más a la idea platónica que tenemos de los bebés.

Volvamos al tema, a la idea medieval de bebé. Encontramos que el niño Jesús se acomodaba, en el imaginario colectivo, al concepto de homúnculo, que literalmente significa “pequeño hombre”. Existía la idea de que Jesús había nacido “listo”, pero chiquito, por lo tanto, solo tenía que crecer, no tenía que cambiar. Así lo asegura el profesor de Historia del Arte Matthew Averett (experto en la representación de los niños en la Historia del Arte).

Según Averett, los artistas medievales tenían “falta de interés en el naturalismo y se desviaban más hacia las convenciones expresionistas”. El profesor nos cuenta en su libro, The Early Modern Child in Art and History, que los niños no eran tema, porque la infancia se consideraba un período muy corto, y que por eso, no valía la pena retratarlos, solo a Jesús. Hasta los siete años, los niños eran considerados mini adultos, y más mayores, se les daban responsabilidades sociales y se convertían en mano de obra. Además, la muerte del infante era común: entre el 50 y el 20 por ciento de los niños morían antes de cumplir un año. Para el sicoanalista Lloyde deMause (escritor del libro The History of Childhood), la infancia en el Medioevo era una época de golpes, abandono, asesinato y abuso sexual, y hubo que esperar hasta 1750, a que llegara el Romanticismo, para que esto cambiara. Sin duda, algo cambió en el Renacimiento, pues la representación así lo muestra. Sin embargo, nunca en la historia humana los niños han tenido el valor que tienen hoy.

Virgen de Duccio di Buoninsegna (1283-1284), en el Museo Dell’Opera Metropolitana (Siena). Getty Images. Observar que el bebé tiene “entradas” de hombre mayor .

Durante los años 1400 y 1500, los artistas comenzaron a representar la anatomía humana con mayor precisión. Tomaban medidas, hacían diagramas comparativos (Leonardo da Vinci es el mejor ejemplo), y el arte se confundía con la ciencia, pues también buscaba la exactitud, la verdad y el conocimiento. Por otro lado, el arte se ocupó de temas distintos de los religiosos; además, una sociedad con más ricos podía darse el lujo de mandar a hacer retratos de sus niños.

Dice Averett que en el Renacimiento hubo un interés nuevo: el de observar la naturaleza y representar las cosas como realmente se ven, en lugar de usar los patrones expresionistas del arte anterior. Eso incluyó el pintar bebés más realistas y hermosos, con las mejores características, extraídas de los niños reales; además, los niños comenzaron a ser vistos como inocentes de todo pecado.

A la izquierda, la Virgen con niño de Andrea Mantegna (1480-1495) y los dos de la derecha,  de Rafael Sanzio (1512).  Observar que el Jesús de Andrea Mantegna todavía no ha logrado parecer un bebé normal.

De nuevo, ¿Eran tontos en el pasado? No, pues siempre la información que entra por los ojos será entendida, analizada y procesada bajo la influencia de las expectativas, producto de la memoria biológica, cultural y emocional, y bajo los efectos que el contraste y el contexto ejercen en la percepción de la información. Con todo esto, la mente hará conjeturas sobre la realidad, que todo el tiempo va a rectificar en un proceso que hace por etapas. Anaïs Nin lo adivinó muy bien cuando dijo: “No vemos el mundo como es, sino como somos.”

 

 

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