Catrecillo

Publicado el Ana Cristina Vélez

La pasión por entender el universo

Cortas una flor en la Tierra y mueves la estrella más lejana.

Paul Dirac

Hay muchos caminos para enseñar y aprender sobre el universo: caminos arenosos, y verdes caminos serpenteantes. El camino de la curiosidad y del asombro, de la observación y la lógica, de la pasión y la belleza son seguramente más atractivos que los caminos polvorientos de las verdades reveladas, agotados en sí mismos, y sin posibilidad de confrontación ni prueba.

Siempre hemos hecho descripciones de la realidad, para entenderla; sin embargo, hay modelos más útiles, porque describen algo que cualquiera, teniendo los instrumentos y los conocimientos necesarios, podría medir y comprobar. Las descripciones, los modelos de la ciencia, varían con el tiempo: se van volviendo más completos, nítidos, detallados, aplicables, siempre predictores y con mayores repercusiones. Las cosmogonías de los pueblos son, en cambio, estáticas. El Génesis del Antiguo Testamento lleva dos mil años haciendo la misma descripción, ofreciendo el mismo modelo. Las descripciones de la ciencia se superponen a los prejuicios personales y a los sesgos de los pueblos de cualquier cultura.

Enseñar la curiosidad solo pide reforzar la curiosidad natural; se parece a abrir puertas y mostrar, como en un espejo enfrentado con otro, que esa puerta se abre, y otra, a su vez, se abre, y otra más se abre, haciendo que cada una lleve a una nueva pregunta. El número de preguntas se relaciona con la enorme complejidad del universo, complejidad que apenas vislumbramos. El asombro surge espontáneamente con las primeras respuestas, y entonces brotan más preguntas, y hay más asombro. “En lo que llamamos vacío sideral hay más componentes que todas las estrellas y galaxias que existen; a esos componentes los llaman materia oscura”. ¡Oh!, asombro. “El universo no es infinito ni ha existido siempre: tuvo un origen”. ¡Oh!, más asombro. “Ni el tiempo ni el espacio existían antes de que existiera el universo”. ¡Oh!, más asombro. “Los átomos que forman tu mano derecha pertenecieron a una estrella, y los de tu mano izquierda, a otra distinta. Somos polvo de estrellas, como lo dijo Carl Sagan”. ¡Oh, maravilla!

Los modelos más bellos se los debemos a la pasión por entender, al ejercicio de la razón que experimenta y comprueba, y a la invención de instrumentos que amplían las posibilidades lógicas de nuestra mente y superan las limitaciones físicas de nuestra percepción, como las matemáticas y los telescopios. El que educa la razón, a la vez educa el escepticismo y el amor por verificar y poner a prueba.

Nuestro cerebro no evolucionó para entender el universo, evolucionó para moverse y sobrevivir en una escala humana, planetaria, sobre una superficie que percibe y manipula como plana. Por eso la primera geometría que funcionó fue la euclidiana, de líneas paralelas que no se juntan jamás, de triángulos cuyos ángulos internos suman 180° hasta la eternidad. Entonces pensábamos que el universo era plano y el mundo, un plato, en el centro de todo, alrededor del cual giraban las estrellas. Copérnico cambió el modelo, el diagrama, por uno en el cual el Sol ocupaba el centro, y la Tierra giraba a su alrededor. Kepler descubrió las leyes del movimiento de los planetas alrededor del Sol, en órbitas elípticas y el Sol situado en uno de los focos. La razón lo forzaba a creer lo que no deseaba creer, lo obligaba a deshacerse del axioma “del movimiento uniforme en círculos perfectos”. Galileo creó el modelo de la ciencia moderna, enseñó la importancia de experimentar, cuantificar, mecanizar y matematizar las observaciones.

En el siglo dieciocho, los hermanos Herschel, William y Caroline, perfeccionaron los telescopios, y pudieron ver los bordes de la Vía Láctea. Con el método de paralaje que usaban no se podían medir distancias que superaran unos cuantos años luz. El universo llegaba hasta la Vía Láctea. En los siglos diecinueve y veinte, una mujer, Henrietta Leavitt, encontró un método para saber qué tan lejos estaban las nebulosas. Observaba incansablemente las estrellas en placas fotográficas, de las cuales dedujo un patrón definido de comportamiento en un grupo de ellas, llamadas Cefeidas. Con los métodos de Leavitt se midieron las dimensiones de la Vía Láctea, la distancia a estrellas lejanas y el tamaño del universo. En 1924, Edwin Hubble calculó la distancia a algunas estrellas en la nebulosa de Andrómeda: una galaxia con un millón de millones de estrellas, que se encuentra a 220.000 años luz, y se está acercando a nosotros a unos trescientos kilómetros por segundo. Los satélites que se han enviado al espacio han permitido hacer un mapa del universo y averiguar cuándo se originó. El diagrama ha cambiado dramáticamente.

Observar con los ojos para conocer el universo es infructífero. Sin la herramienta de las matemáticas, nos movemos en las tinieblas. Usamos la geometría euclidiana durante dos mil años, pero no era suficiente, necesitábamos a Carl Friedrich Gauss para que explicara las leyes de la geometría en espacios curvos, ya que los ángulos internos de un triángulo dispuesto sobre una esfera no sumaban 180°. Y después, necesitamos a Bernhard Riemann, para que midiera las curvaturas del espacio, no solo en dos dimensiones, sino en cualquier dimensión. Luego llegó Albert Einstein y aplicó las ideas de Riemann al mundo real. El espacio en el que vivimos se volvió flexible, dinámico y deformable. El espacio y el tiempo no han estado allí por los siglos de los siglos; no, se van creando, son el fenómeno que ocurre entre dos objetos que se acercan o se alejan uno de otro, y el espacio además se curva en presencia de la materia. El universo dejó de ser infinito, estático y eterno, y tuvo un principio, el famoso Big Bang, y se sigue expandiendo.

A través de la experiencia de la belleza —que experimentamos en medio de la naturaleza o de una noche estrellada, además de los videos, los documentales y las fotografías del cosmos— se aprende sobre el universo y se anhela sentirse parte de él.

El Sol está a 150 millones de kilómetros, y el diámetro de nuestro Sistema Solar bordea los 800.000 millones de kilómetros. Los bordes de la Vía Láctea están a un billón de kilómetros y los 93000 millones de años luz, diámetro del universo conocido, en kilómetros, es un uno seguido de veinticuatro ceros: 1000000000000000000000000. En esa disminución de nuestro tamaño relativo, que ha ido en aumento, nos asombra el hecho de saberlo, así como el mismo hecho de existir. Con ello, la vida no solo no ha perdido significado, sino que lo ha ganado, así como han ganado todo su valor, en términos cósmicos, las horas, cada segundo exquisito de nuestra existencia efímera.

En la belleza astral y oscuridad de la noche nos sentimos pequeños, insignificantes, pero vivos; nos sentimos conciencia y parte del universo. Sin calcular la escala del tiempo y de las cosas, intuimos que la vida es corta, un abrir y cerrar de ojos, que apenas da tiempo para gozar la hermosura sobrecogedora de la realidad, y desaparecer. Lo sublime está ahí al frente de nuestros ojos, pero la pasión y el hambre por la belleza no se satisfacen con eso. Es tanta la belleza, la armonía y la simetría, y tanto el orden que percibimos en el universo, que los primeros diagramas del cosmos estaban diseñados de antemano y se les exigía ajustarse a la perfección de los círculos y de las esferas y se les exigía alguna relación con los sólidos platónicos de la geometría euclidiana y con las notas de la escala musical. Para Paul Dirac, la belleza era la mejor señal de que una teoría iba por el camino correcto, y lo dijo así:

El investigador, en sus esfuerzos por expresar las leyes fundamentales de la naturaleza en forma matemática, debería esforzarse principalmente por obtener belleza matemática. Debe buscar la simplicidad, pero de una manera subordinada a la belleza… A menudo sucede que los requisitos de la simplicidad y de la belleza son los mismos, pero allí donde hay un enfrentamiento, la belleza debe tener prioridad.

Paul Dirac
Paul Dirac

Dirac encontró relaciones extraordinarias entre el radio de Hubble, o tamaño del universo actual, y el diámetro del electrón; entre la intensidad de la interacción electromagnética y la gravitatoria; entre la edad del universo y el tiempo que la luz tarda en cruzar una partícula; y en todos los casos llegó al mismo número: 1040, y a otro más, pues el cuadrado de este número, 1080, coincide con lo que algunos atrevidamente calculan como el número aproximado de partículas elementales que hay en el universo.

El mundo de lo microscópico no es menos apabullante que el mundo de lo macro. Los protones, los neutrones y otras partículas todavía más y más diminutas, como los quarks, son hoy el material de estudio de los físicos. Las leyes que gobiernan esos mundos son inimaginables, son incomprensibles por fuera del lenguaje de las altas matemáticas. Y es impactante saber que esas partículas y sus insólitos  comportamientos han dado forma a todo lo que existe.

El universo produce cosas raras e improbables, pues en esas escalas magníficas de 13.700 millones de años, edad del universo, los sucesos improbables dejan de serlo, y eventos como la aparición de la vida, y luego, de la conciencia, pueden ocurrir. Hemos ido entendiendo que somos parte de una cadena, de un ecosistema, de una unidad, en la que nada se puede destruir sin que sufra la cadena completa, sin que se pierda el equilibrio. Somos los únicos organismos del planeta que estamos interesados en su futuro, pero somos al mismo tiempo los responsables de su destrucción.

La educación debe ser más profunda e importante en los temas del cosmos, de la naturaleza y de los elementos estructurales del universo. Las ideas tienen el poder de modificar los hábitos del pensamiento y comportamiento humanos. La educación tiene que ir en contra de la programación interna que nos hace creer que la felicidad está en ser más ricos y tener más cositas, para lo cual hay que depredar impíamente la Tierra. La educación debe ser capaz de montar las estructuras que nos permitan gozar de otro tipo de placeres, de otro tipo de riquezas, como las que ofrece el conocimiento, la comprensión de fragmentos del mundo que nos rodea. Ese camino no centrípeto sino centrífugo siempre ofrecerá inagotables aventuras. Las ideas nos pueden sacar del egocentrismo y hacernos sentir parte del todo, parte del cosmos; nos pueden hacer sentir agradecidos y felices de haber nacido y ser parte comprometida con la vida del resto de los seres vivos, ojos y conciencia del universo.

Este escrito frue publicado antes en la agenda cultural número 245, de Universidad de Antioquia

https://aprendeenlinea.udea.edu.co/revistas/index.php/almamater/issue/view/2735

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