Estamos diseñados para habituarnos a lo bueno, y hasta cierto punto, a lo malo. Por eso es imposible apreciar las cosas del mundo de una manera objetiva, ya que solo apreciamos por comparación. Quién no ha hecho el experimento de los baldes con agua fría, al clima y caliente para darse cuenta de que la apreciación del calor, en la piel, depende de la experiencia anterior. Los estímulos de todo tipo serán valorados dependiendo del contexto, de los estímulos anteriores o de lo que recordamos.

Comparar los estímulos es algo innato, permite a los animales adaptarse a entornos cambiantes. La magnitud de un estímulo se refiere a su intensidad o fuerza, y es una medida relativa, no absoluta. Esto significa que los animales y nosotros no percibimos la intensidad bruta de un estímulo, sino la intensidad comparada con otros estímulos que hemos experimentado. Por ejemplo, un murciélago puede detectar el eco de un insecto volador, pero es más probable que persiga al insecto si el eco es lo suficientemente fuerte en comparación con el ruido de fondo. Algo que todos hemos vivido es el hambre y por eso sabemos que es un aperitivo insuperable. Los alimentos nos saben mejor si llevamos muchos días sin comerlos (además, porque el organismo puede estar necesitando alguno de sus nutrientes específicos). La repetición cansa, aunque sea de algo que nos gusta mucho, como langosta a la thermidor.

Dejamos de percibir los estímulos repetidos, porque no son “interesantes” para el cerebro. La repetición de una canción que nos parece hermosa nos quita el gusto de oírla. Dejamos de oír el ruido de la nevera por habituación. Nos habituamos a los objetos que nos rodean: no vemos ni la escultura ni el cuadro ni el tapiz, pero notamos si no están o si los han cambiado de lugar. Después de estar veinte minutos en una habitación con humo de cigarrillo perdemos la sensibilidad al olor del humo. Lo mismo ocurre con el perfume que nos echamos en la mañana. Para sentir el mismo placer en las aguas termales, tenemos que salir del agua caliente y meternos en un chorro de agua fría. Con las cosquillitas que alguien nos hace en el brazo, tenemos que cambiar de brazo.

Si el estímulo es dañino para el organismo no nos habituamos, pues biológicamente tiene sentido que hagamos hasta lo imposible por curarnos de un mal, por quitarnos de encima lo que nos duele o estorba. Corremos a quitarnos los zapatos estrechos cuando llegamos a casa. Incluso hay un mecanismo que es el opuesto a la habituación y es la sensibilización. Esta nos hace sentir magnificado un cierto estímulo.

La habituación ayuda a los animales a conservar energía. No hay que gastar tiempo y atención en lo que ya nos brindó toda la información que necesitábamos; además, podemos centrarnos en otros estímulos más relevantes para la supervivencia.

Es magnifico descansar cuando estamos cansados, pero hay que estar cansados para que sea magnífico. Para que la habituación no nos invada, hay que hacer cambios. El neurocientífico David Eagleman en Inner Cosmos, su canal de YouTube, tiene un episodio centrado en la habituación. Allí conversa con Tali Sharot, una de las autoras del libro Look Again (un libro sobre el tema). Para Sharot hay estrategias para recobrar la sensibilidad perdida por habituación. Ella nos propone que hagamos cambios en la rutina, que salgamos de la zona de confort y experimentemos cierto miedo o inquietud al buscar situaciones nuevas. Cosas como cambiar los ingredientes del desayuno —como salir a caminar a un lugar al que no hemos ido, o nadar en un río, visitar lugares nuevos, conversar con extraños, reorganizar el espacio en el que vivimos, entrar a un curso sobre un tema que no sabemos si nos interesará, darle cabida a lo verdaderamente nuevo— reviven la sensación de placer y de maravilla. Incluso visualizar nuevos escenarios para pensar en los problemas que tenemos por resolver puede ser gratificante y darnos la solución.

La habituación es el problema más frecuente en el amor, en las relaciones de pareja. Si la relación es segura, se pregunta uno ¿cómo mantener el mismo entusiasmo, o al menos mantener algún entusiasmo? Explorando ese tema, Esther Perel se ha vuelto famosa. Escribió un libro, un best seller, que se llama El dilema de la pareja, en el que da consejos para mitigar los daños que produce la habituación. Propone que los miembros de la pareja den seguridad, pero no total. Cada uno debe continuar con sus intereses, de alguna manera mantenerse alejado, aunque no suene así. Añadir un cierto grado de misterio a las cosas del día, crear una supresión de la información, para que el otro no pueda predecirnos al 100%, mostrar facetas nuevas en el comportamiento. Eso no es tan fácil para todo el mundo, especialmente para el que es muy definido, muy estable, muy robótico. Perel invita a las parejas a explorar su sexualidad de manera creativa y a encontrar nuevas formas de conectar. El problema es que, hasta eso, buscar novedad en la sexualidad, con el tiempo se vuelve repetido también. Recuerdo una película que explora este último tema, se llama Luna de hiel, de Roman Polanski.

Para combatir la habituación, los retos, en cualquier campo, son tan difíciles de implementar que muy pocas personas son capaces de acometerlos. Exigen voluntad, creatividad y un gasto de energía extra, que también evitamos biológicamente. La ventaja es que la habituación no molesta a todo el mundo en el mismo grado. Para algunos, la rutina es apetecible, * no cansa; para algunos, la misma pareja toda la vida es algo maravilloso. Para otros, y todavía más si tienen el gen de la búsqueda de novedad, ** no les queda más remedio que cambiar, con los costos que implica, o aburrirse en la obligada resignación.

* Immanuel Kant era famoso por su robótica rutina diaria. Cada día hacía un paseo a la misma hora. Era tan puntual y consistente, que los habitantes de Königsberg, su ciudad natal, solían ajustar sus relojes cuando lo veían pasar.

**El gen DRD4 ha sido objeto de estudio debido a su asociación con la búsqueda de novedades y la disposición a comportamientos de riesgo. La mutación identificada afecta al receptor de dopamina D4, un componente esencial del sistema de recompensa del cerebro que influye en cómo las personas experimentan el placer.

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