Catrecillo

Publicado el Ana Cristina Vélez

La compra y la venta de arte

No es nada fácil entender cómo se vende lo que nadie puede saber cuánto vale. Y esa es una de las locuras del mundo de las artes plásticas, una entre varias. Los precios del arte siempre han sido asombrosos, ya sea porque la obra vale muy poco o porque vale una fortuna. Si vale poco, a nadie le interesa hablar del tema; en cambio, consideramos un fenómeno interesante el por qué hay piezas que valen una fortuna.

E. Munch, El grito
E. Munch, El grito

En el ajedrez del mercado del arte, las fichas las mueven principalmente los “dealers”, mancomunadamente con los dueños de ciertas galerías de prestigio. Dealers en español significa distribuidores o comerciantes. Después están las casas de subastas, en estrecha relación con los anteriores; luego, los curadores de los museos; después vienen los críticos de arte, que mueven algunas fichas siempre y cuando tengan voz en los medios y difundan sus apreciaciones; y en menor importancia, los compradores. Las galerías con “nombre” ayudan a promocionar a sus artistas, nunca a causa de las propiedades intrínsecas de las obras (eso parece imposible saberlo), sino guiados por la intuición sobre lo que puede ser una buena apuesta comercial. Sin duda alguna, el poderoso “marketing” que hacen las casas de subastas famosas logra bastante, pues allí donde hay plata, hay arte para coleccionistas; las más conocidas en Occidente son Sotheby’s y Christie’s, y en China: Guardian, Beijing y Beijing Poly.

Los precios altos obedecen a la sumisión y obediencia humanas, no a la razón. Son muchos los que se dejan manipular por los dealers, por la competencia infantil, por el deseo de poseer cositas costosas que muy pocas personas en el mundo puedan adquirir; que se dejan dominar por el deseo, de origen evolutivo, de aumentar el estatus por medio de las posesiones. Y así es como debemos entender los precios en el arte: el resultado de un juego donde los participantes arriesgan fortunas, ensopados en adrenalina, confiados (pero ciegos) en el “olfato” de otros que, se supone, saben en quién, cuánto y cómo invertir. El premio del juego es que la obra se valorice o al menos no pierda valor, y el castigo, ya se sabe… El inteligente Robert Hughes dijo que los coleccionistas americanos se movían como cardúmenes, guiados por las decisiones de otros coleccionistas; que se sentían seguros en grandes números; así que si un millonario compraba una obra de Kaith Haring, se vendían doscientas del mismo Kaith Haring (claro, cada una exclusiva). Pero seguramente, esto se puede generalizar a todos los grupos de millonarios del mundo. En la atención humana se puede apreciar el mismo fenómeno: todos miramos hacia donde mire la mayoría. Es casi imposible creer que no valga la pena.

Los precios altos dependen de la adjudicación relativamente arbitraria que hacen los dealers. Por eso ocurre que cuando a uno de ellos le interesa una pieza, es bastante común que luego se encariñe con el artista (el artista es como una fábrica de arte que firma las obras que produce), y suba el precio de su trabajo para revenderlo y encumbrarlo. Ese fue el caso del pintor colombiano Oscar Murillo. En cuatro años sus pinturas pasaron de valer 2000 dólares a valer 300.000. La obra no cambió, pero sí ocurrió que llegó el dealer apropiado. Una vez este logra encumbrar el precio, se encarga de crear un círculo cerrado de protección, que asegure que el precio no baje. El papel de la galería es fundamental en ese círculo. Un artista emergente que ofrece una obra por 4000 dólares, empezando su carrera de ascenso, puede subirla a 12.000, si logra mostrarla en una galería de estas, como por ejemplo en la Gagosian. A los artistas nuevos o desconocidos se los llama “emergentes”, una palabra muy bien escogida, pues implica que con fuerza el artista va empezando a ser importante; así se les señala a los compradores que la obra todavía no es cara, pero que promete subir de precio. “Emergente”: la palabra adecuada capaz de despertar las emociones esperadas.

Es difícil ser un buen dealer si no se es persuasivo, seguro, entrador y dominante; si no se confía plenamente en la propia intuición, si no se cree en las razones personales, aunque no se sepa por qué, si no se es algo indolente, orgulloso y, por qué no, narcisista. No puede importarles que el otro arriesgue una fortuna, por algo que no pueden asegurar. Deben ser capaces de hacer y decir lo que haya que hacer y decir para jugar bien el juego del comercio del arte y, por supuesto, ganar. En el mundo del arte se implementan muchas técnicas sicológicas pensadas para disminuir la importancia, el estatus, que pueda tener el comprador, y aumentar el halo de misterio, significado e importancia de la obra. Por eso la elegancia y el gasto conspicuo de museos y galerías, por eso la facha excéntrica de las personas que lo mueven, la dificultades y secretos que rodean el proceso de compra, y por eso el lenguaje incomprensible utilizado en el medio.

Otros factores dan valor a las piezas de arte. Uno de ellos es su escasez; el que no se pueda duplicar, que sea única, como son las obras de artistas famosos ya desaparecidos: Picasso, Freud, Bacon, Munch, y ni hablar de maestros antiguos, de un Da Vinci o de un Rafael. Cuando un artista logra ser parte de la colección de un museo su obra se valoriza, pues menos obras estarán disponibles en el mercado, y más valor tendrán las pocas que circulan. Según Michael Findlay (en su libro The Value of Art) la proveniencia es un factor importante: quiénes han sido sus dueños. Si la obra perteneció a la Reina de Inglaterra vale más que si estuvo colgada en las paredes de la casa de Juan Pérez. También en el valor cuentan la condición de la obra: su buen o mal estado, la autenticidad.

Para el coleccionista, cuentan la posibilidad de aumentar o mantener el precio o valor comercial, la importancia social o estatus que él adquiere al poseer la obra, el entusiasmo social que esta genera, y un poco, el gozo privado que deriva de su contemplación. Los sicólogos lo han estudiado: dejamos de prestar atención a los objetos que nos rodean; notamos lo nuevo; cuando todo sigue igual pasamos por encima. Es la forma como funciona el cerebro para no gastar energía en lo que no necesita una reacción de nuestra parte. Mejor dicho, es imposible evitar la habituación. Para estar gozando de la contemplación de la obra, la gente tendría que esconderla durante un tiempo y luego sacarla, y así. Por eso el historiador de arte más famoso del siglo 20, E. H. Gombrich, no tenía obras de arte en su poder, porque él decía que tenerlas en su casa garantizaba que las dejaría de mirar. Pero sin dudas, cuando se ha pagado una enorme suma de dinero, también los saben los sicólogos, se tiende a pensar que eso que se ha comprado tiene algo distinto, algo especial. La gente adjudica un valor espiritual a aquello que le cuesta mucho. Para el coleccionista comprador también están el juego la ruleta rusa, el miedo, la dicha de tomar un gran riesgo, y todas las emociones en el proceso de la compra.

Y es que, definitivamente, comprar arte costoso es un juego muy arriesgado si se miran las estadísticas. Según Don Thompson, en su libro The 12 Millions Stuffed Shark: “El arte contemporáneo es temporal. Mirando en las revistas se puede ver que la mayoría de las galerías que existían hace diez años han desaparecido. Si se mira en los catálogos de Sotheby’s o de Christie’s, la mitad de los artistas no se ofrecen ya más en ninguna parte, están acabados como artistas”.

Sin ninguna duda, el papel del coleccionista es muy importante en la sociedad. Gracias a ellos se conservan los objetos valiosos, gracias a ellos se puede reconstruir la historia del Arte.

Un tuiter

Una vez salí con un Juan Pérez y cada vez que me preguntaban su nombre completo, sentía que estaba saliendo con nadie. (@juanalajirafa)

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