Entrega en tres partes

Las razones del éxito pueden determinarse vagamente y a posteriori, rara vez anticiparse, pues en fenómenos complejos las variables son indeterminadas y determinantes, y por lo tanto, es imposible predecir la dirección que pueden tomar los sucesos. Intuitivamente creemos que el éxito de un artista –en este caso del pintor colombiano Fernando Botero- se debe básicamente a las cualidades intrínsecas de su obra pictórica y escultórica; sin embargo, la experiencia del pasado nos ha demostrado que la calidad de la obra artística es necesaria pero no suficiente para lograr el éxito y el reconocimiento, y que la relación calidad-éxito no siempre es proporcional. Se necesita el concurso de circunstancias especiales, proporcionadas por el ambiente cultural y el azar, por la personalidad del artista y sus conexiones, que predispongan al espectador y/o a los críticos a recibir y apreciar positivamente la producción artística. Llegar a ser conocido en todo el mundo y lograr hacer una fortuna se puede considerar un fenómeno esporádico, lo que en topología se denomina una catástrofe. En este caso y en palabras nada matemáticas, se tratará de una catástrofe positiva. El propósito de este artículo es tratar de entender (jugando mentalmente) cuáles variables participaron en el fenómeno Botero: su evolución estilística, influencias, crítica, y los contactos que, sumados a la constante producción, replanteamientos, concepciones y ajustes realizados por el artista, produjeron el fenómeno Botero.

La vida del artista está sujeta a las contingencias del tiempo, del espacio y del yo. El mismo concepto de éxito tiene significados distintos. Un aspecto que no se puede descubrir es la fuerza con la que cada una de las variables influye en el éxito, pues es de suponer que no todas tienen la misma incidencia.

Vocación temprana

No influye en la misma medida nacer y vivir en un país del tercer mundo a nacer en uno del primero, así como tampoco la época en que le toque a uno vivir. Sobra decir que para los habitantes del tercer mundo todo es más difícil. Fernando Botero nació el 19 de abril de 1932 en una ciudad con apenas 130.000 habitantes. Sus primeros trabajos de arte, hechos en su adolescencia, fueron acuarelas de paisajes y vistas urbanas. Su primera exposición fue realizada en 1948, en el Instituto de Bellas Artes de Medellín, donde expuso El niño muerto y Alcohol, obra en las que se puede observar un cierto gusto por el drama. Según palabras del artista: “Yo pintaba todo lo que fuera trágico”[1]. En 1949 hizo algunas ilustraciones para el suplemento literario del periódico El Colombiano. Allí se pueden notar sus primeros intentos por deformar las figuras humanas, al aumentar unas partes y reducir otras. Manos gigantes y cabezas de estilo expresionista fueron características recurrentes en las ilustraciones de esa época. La literatura también entró en el universo de las influencias de Botero, con autores como César Vallejo y su obra Los poemas humanos. Las composiciones de sus cuadros dejaban a un lado la perspectiva. Las figuras se acomodaban en el espacio de una manera ingeniosa. Estamos hablando de un pintor que tenía diecisiete años, cuyo ímpetu y sentido trágico de la vida impregnaban todo su trabajo. Digamos que estamos hablando de la primera etapa. El artista joven exploró temas, tratamientos y técnicas y ejercitó sus destrezas, además de preocuparse por ser autobiográfico. Botero tenía a su favor la ventaja de haber practicado su oficio desde una edad temprana. Lo que muestra que tenía una verdadera vocación.

Ensayos y origen

A pesar de que a Colombia llegaban noticias sobre el arte abstracto y el expresionismo, movimientos que agitaban las artes plásticas del Primer Mundo, hacia 1950 los artistas locales insistían en mantenerse dentro del movimiento “Bachué”, que hacía caso omiso de toda esa información y se concentraba en los temas y estilos nacionales, con influencia de los muralistas mexicanos. Botero vivió la polémica entre los bachués y los abstraccionistas, que a pesar de todo, hacían sus primeros pinitos en el país. El abstraccionismo era sinónimo de modernismo y vanguardia, y la figuración era sinónimo de academicismo e influencia hispánica tradicionalista. Botero no sentía que formaba parte de ninguno de los dos movimientos. Otros aspectos de su personalidad que se revelaron: lo rebelde y lo autónomo.

En 1951 realizó su primera exposición individual en la galería Foto Estudio, de Leo Matiz, en Bogotá. El conjunto de la obra y los tanteos estilísticos eran tan variados que la exposición parecía una colectiva. Este hecho no pronosticaba nada favorable, pues también sabemos, por los estudios de mercado, que un artista debe convertirse en una marca cuyas características sean fácilmente reconocibles.[2] Estamos hablando del estilo.  Es importante señalar que Casimiro Eiger (1911-1987), crítico polaco residente en Colombia, aplaudió esta exposición.

El oficio y las influencias

En los Salones Nacionales Botero obtuvo premios que utilizó para viajar a Europa. Allí, no solo recibió nueva y valiosa información artística, sino que también conoció personas que fueron definitivas en la divulgación de su trabajo y en el incremento de su prestigio. Según confesiones suyas: el Renacimiento italiano fue, conceptualmente, la influencia más importante en su obra. Los frescos y pinturas de Piero della Francesca, del Giotto, de Paolo Ucello, y otros, fueron una especie de revelación celestial. Botero pensaba que la obra de Piero della Francesca reunía de manera perfectamente balanceada un extraordinario sentido del color y una poderosa expresión de las formas; admiraba que los volúmenes estuvieran apenas sugeridos con simples esbozos y no utilizaran las sombras como estrategia para conseguirlo. Piero della Francesca dejó espacios en los cuales los colores permanecen inmaculados. De Piero della Francesca, Botero aprendió sobre la fascinación que ejercen sus personajes impasibles e impersonales; al respecto dijo: “No quiero expresar sentimientos profundos sobre el mundo o la vida en general. Quiero pintar como si siempre estuviera pintando frutas”[3].

Botero viajó a otros países de Europa para mirar las pinturas originales de su preferencia, para copiarlas y aprender. Copiar permite descubrir cómo se producen determinados efectos. Así que Botero intentó entender con su propia experiencia copiando a Velásquez, a Ticiano, a Goya y a Tintoretto. De su viaje a Europa le quedó una gran apreciación por la manera como el volumen puede acomodarse al espacio, le quedó el concepto de armonía cromática, y la idea de cómo lograr el efecto de monumentalidad, que se obtiene al usar una línea de horizonte baja. Pintó entonces los primeros cuadros, en los que se destacaba el amontonamiento de las figuras. En 1955, regresó a Bogotá y expuso unas pinturas de colores sobrios, compuestas por grandes planos de color, que el público no pudo entender. La crítica atacó su nueva manera, pero, como dijo el sabio Oscar Wilde: “lo importante es que hablen de uno, aunque sea mal.” Los medios de comunicación convirtieron a Botero en un personaje. La gente empezó a identificarlo, Botero se volvió visible. Bajo la crítica adversa, Botero, joven y flexible, modificó sustancialmente su propuesta artística: cambió el colorido de su paleta por uno más cálido, y cambió el empaste liso y largo por uno fragmentado y con textura.

En 1956 viajó a México y sufrió el deslumbramiento esperado con los muralistas mexicanos y la experiencia americana. Allí entendió la importancia de redefinir su estilo; y además, Botero tuvo otra revelación: la importancia de la identidad en la obra de arte. Se dio cuenta de que al mundo le importaban los artistas mexicanos en tanto fueran una cosa que solo podían ser ellos: mexicanos. Estos artistas habían dejado de mirar hacia el mundo, para mirar lo local, habían incorporado a la pintura su propia realidad. Botero absorbió todo esto. En una ocasión Beatriz González[4] dijo que Botero había cogido toda la cultura europea y la había transformado en colombiana.

Los accidentes y el azar

En 1956 se encontraba en México, cuando pintó el cuadro Naturaleza muerta con mandolina. En esta obra introdujo un cambio en la escala y en las proporciones de las partes de las figuras. El efecto inmediato fue la magnificación de los efectos de volumen y la monumentalidad. Por azar, el artista dibujó un círculo en el centro del instrumento, más pequeño de lo que consideraba proporcionado e inmediatamente advirtió las posibilidades abiertas por ese accidente. La mandolina se dilató y con ello también las posibilidades plásticas. En sus palabras: “Mi experiencia es que la mayor parte de los encuentros que uno hace son producto del aburrimiento o del cansancio”[5]. Botero deseaba lograr el efecto de monumentalidad y, un poco por intuición y otro poco por azar, descubrió una manera contundente de lograrlo.

[1] Londoño, Santiago, Botero: la invención de una estética, Bogotá, Villegas Editores, 2003, p. 76

[2] Thompson, David, La sinsalida del arte conceptual, Revista El Malpensante, Nº 46, p.96

[3] Fernando Botero: pinturas dibujos esculturas. Madrid, ministerio de cultura, 1987, p.51

[4] Álvaro Rojas y María Cristina Laverde Toscano. “La pintura de lo popular”, en Así hablan los artistas, Bogotá, Universidad Central, 1986, p. 61 citado en: Londoño, Santiago, Op. cit., p. 290.

[5] Ana María Escallón, citada en: Londoño, Santiago, Op. cit. p.244

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