Los títulos son tan útiles para nombrar las obras de arte como lo son para nombrar a las personas. Los museos, los catálogos, todo tipo de ordenamiento y clasificación los requieren. Los títulos fueron durante gran parte de la Historia del Arte indicadores de lo que el observador tenía que reconocer en la imagen: La vaca, El perro bravo, El cordero; incluso porque en ciertos casos no era nada fácil hacerlo. Más delante, en la Edad Media, definían lo que el observador había aprendido a reconocer: La crucifixión, La anunciación, Los apóstoles, El Pantocrator, la Virgen María y el niño

La tempestad

Y así sigue la tradición durante más de trecientos años, con pequeñas variaciones a la regla, como la del cuadro llamado La tempestad, de Giorgione. Una pintura de 1510 cuyo título e imagen son extraños. Muestra una mujer desnuda en medio del paisaje, mientras amamanta un bebé, un soldado observa algo… en el fondo destella un relámpago, y se ve una ciudad.

En el Siglo de Oro, algunos títulos son más largos y descriptivos: La ronda de la noche, de Rembrandt, El entierro del conde de Orgaz, del Greco, La mujer que lee la carta, de Vermeer.

Más sugestivos que descriptivos son los del siglo 18: De Fragonard, El encuentro, en el que una muchacha y un joven se dan una cita de amor, en un jardín. De Goya están algunos títulos fuertes como: El convidado de piedra o El hechizado por fuerza, Caníbales preparando a sus víctimas. De William Blake: El fantasma de una pulga, El diablo cubre de pústulas a Job. Una pintura cuyo título nos desconcierta es la llamada, Newton. Describe a un hombre desnudo, doblado sobre sí mismo, mientras dibuja en el suelo con un compás.

La pubertad

Más simbólicos son los del siglo 19. De Delacroix, la pintura La libertad guiando al pueblo, si se leyera el título sin ver la obra se podría pensar en muchas imágenes distintas. También se pusieron de moda, en aquella época, los títulos generalizadores, como titular un cuadro con una niña adolescente, desnuda y sentada en el borde de una cama, La pubertad, pintura de Edvard Munch.

Entre el siglo 19 y el 20 las formas y movimientos en las artes se aceleraron y exploraron todas las posibilidades, incluso en la forma de titular. Nada más embelesador que los títulos en las obras de Gauguin: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?, La visión tras el sermón, Never more. Titular se vuelve un arte en sí mismo, pues es un buen campo para mostrar imaginación. Lluvia, vapor y velocidad, de William Turner, es ya un nombre que nos suena contemporáneo.

El pobre pescador

Los simbolistas buscaron la ambigüedad, para aumentar el misterio, la especulación.Ejemplos son, El pobre pescador, de Puvis de Chavannes; o de Gustave Moreau: Diomedes devorado por sus caballos. En las obras de surrealistas como Giorgio De Chirico, los títulos son de ensueño o de pesadilla: El enigma de la hora, La gran torre, La incertidumbre del poeta, Misterio y melancolía en una calle, Interiores metafísicos… Los de Salvador Dalí son por el estilo. Los títulos pueden ser puro refocilamiento, como el chiste de Rene Magritte con: Esto no es una pipa; o poéticos y musicales como los de Paul Klee: Composición cósmica, Polifonía, Calle principal y calle secundaria, Ángel pobre.

El arte, como asunto social que es, cobra todo su sentido dentro del grupo al cual pertenece, y por tanto participa sin remedio de las tendencias de la moda, no solo en sus formas sino también en sus contenidos, pues unas ciertas ideas sociales, políticas y filosóficas se imponen en cada época y acompañan las obras, muchas veces dándoles validez.

Violín, copa y botella.

El título crea expectativa sugiere, induce o seduce. Sentimos un agrado especial cuando vemos que el título encaja tan bien con la obra que parece como si hubiéramos encontrado la pieza faltante en el rompecabezas. Otras veces son desafiantes o son desconcertantes. No olvidemos que las cosas imposibles de entender ponen en el mismo nivel a tontos como a sabios. Marcel Duchamp fue un juguetón, un bromista, y así son sus títulos y sus obras: El gran vidrio se llamó inicialmente La novia desnudada por sus pretendientes. Pero también puso a su famoso orinal: La fuente; a una pala para mover la nieve, colgada del techo con un hilo, la llamó In advance of the Broken Arm, algo como Antes del brazo partido, y a un ventilador de chimenea que propuso como obra lo llamó Tiré a quatre èpingles, que se puede traducir como De punta en blanco (otro de sus chistes).

Newton

El título puede sacar provecho de lo que suene místico, usa lo críptico, lo esotérico. Basta ver lo que quedaría de la obra de Joseph Beuys sin sus títulos: Cómo explicar los cuadros a una liebre muerta, Bomba de miel en el lugar de trabajo, Muestra tu herida, Fin del arte del siglo XX.

El título a veces nos permite descubrir lo que hay en el cuadro, como en las obras cubistas. Si no leyéramos Violín y partitura en la obra de Picasso o de Braque no veríamos lo anunciado sino después de cierto rato. El título nos aclara que no debemos, en ciertos casos, hacer interpretaciones de la obra, que lo que está ante nuestros ojos es todo lo que hay que entender. Así hay un gran número de obras abstractas, constructivistas y suprematistas, con títulos como Improvisación No. 30, de Kandinsky, Composición en azul, rojo y amarillo, de Piet Mondrian.

A veces los títulos parecen sacados de modelos técnicos, de catálogos de ciencia, y buscan eso: que guiados por el título no haya manera de completar el significado de la obra. En cambio, el arte conceptual necesita el título, pues muchas veces está allí el sentido de la obra. El título Calor de hogar, de María Teresa Cano, completa la imagen y la vuelve poesía: es la huella que deja sobre un pedazo de tela la plancha caliente. Casi podríamos decir que en el arte conceptual el nombre es arquetipo de la cosa, como nos lo sugirió Borges: toda la rosa en la palabra rosa y todo el Nilo en… Lo único bueno del tiburón metido en formol, de Damian Hirst es el nombre: La imposibilidad física de la muerte en la mente de un ser vivo.

Calor de hogar

Algunas veces los títulos no pegan y hay que cambiarlos, como fue el caso de Las señoritas de Avignon, de Pablo Picasso, que originalmente se titulaba El burdel filosófico.

Creo que exagera un poco el artista y músico inglés Brian Eno cuando dice que después de los “ismos” predomina en el arte el “onelinerism” (o arte de una sola línea). Según Eno, “el título o explicación de la obra parece más importante que la obra en sí”. 

Idealmente el título debería describir en pocas palabras la parte esencial de la obra, ser una especie de imán que atrae al espectador y lo obliga a mirarla con detenimiento, lo mete en ella, lo lleva a comprarla o a desearla. Puede ser breve o extenso, pero es preferible que sea breve y contundente; así es más fácil de recordar. Puede ser humorístico, poseer gracia, o ser enigmático, puede ser osado, irrespetuoso, desafiante, o ser elegante y bello, o repugnante y feo como la misma obra que describe. Es bueno que sea original, como una llave que abre la puerta de la imaginación.

 

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