Me quedé pensando en el artículo de Diego Aristizábal del 12 de septiembre de 2025, “Todos queremos saber”. Es verdad que el tedio y el malestar que se sienten en el colegio pueden servir para cosas buenas como soñar con otras realidades; sin embargo, me pregunto: ¿no habrá mejores y más cortos caminos para soñar con otras realidades, ya que al colegio se va para aprender, para desarrollar algunas habilidades, talentos e inteligencia?
Es verdad que no solo hay malos estudiantes —y que, además de malos, carecen de confianza en ellos mismos, pues son desestimulados y muchas veces destruidos por los profesores—. También hay malos profesores que hacen que detestes materias que son fascinantes; y también hay muy buenos estudiantes que sufren y se aburren, pues les toca ir al ritmo impuesto por la media.
La inteligencia de los seres humanos es parecida; casi todos estamos en la media, y por eso los colegios “funcionan”; pero, sin duda, hay un porcentaje que se sale de esta media, para bien y para mal: hay estudiantes brillantes y los hay brutos. Los malos lo son no solo por falta de capacidades, sino también porque se distraen fácilmente o porque son soñadores o porque tienen asuntos más interesantes en los que gastar el tiempo. Para los muy malos, el colegio es una cárcel donde reciben golpes al ego, burlas y humillaciones; para los muy buenos, es el calabozo en forma de tedio. Tedio de estar sentados recibiendo información en cámara lenta, tedio de tener que soportar horas de información pobre y descolorida.
Para mí el colegio fue un suplicio, un real tormento, excepto el último año, porque me cambié de los Pinares al Jorge Robledo, y en ese colegio había un profesor que se llamaba Luis Ignacio Álvarez, uno de esos profesores escasos, inspiradores, inteligentes y apasionados por las materias que dictaba. A muchos, Luis Ignacio nos abrió las puertas al mundo de la literatura, la filosofía, la arquitectura y el arte. Los 9 o 10 años anteriores significaron la pérdida de tiempo más triste y lamentable de mi vida.
La niñez y la adolescencia son los mejores años para aprender, pues el cerebro está listo, preparado, blandito y receptivo para desarrollar habilidades y entender el mundo. Pero no, esos 10 años fueron como tener el cerebro metido en una caja de arena, metido en la abulia, la jartera y todos sus sinónimos. Me atrevería a afirmar que tuvimos las profesoras más mediocres de Colombia. La profesora de español creía que dar clase de español era entregarles a las estudiantes una lista enorme de nombres de autores y títulos de libros para hacerlos casar. Los exámenes constaban de una sola pregunta. Recuerdo la que me tocó para el examen final: ¿Quién escribió El hombre de maíz? La situación era más kafkiana que el mismo Proceso. Aprendíamos de memoria sin degustar un solo párrafo de buena literatura o de buena poesía. Nunca nos enseñaron a escribir (las profesoras tampoco sabían) y me atrevo a decir que muchas de mis compañeras no aprendieron a leer; lo que verdaderamente significa saber leer. La profesora de matemáticas no entendía lo que enseñaba. Me pregunto hoy cuántas niñas, de cuarenta que éramos aproximadamente, aprendieron a sumar y restar quebrados, ¿el 10%? No estoy segura. La de ciencias enseñaba los nombres de los componentes de una célula, enseñaba categorías, y eso no es ni asomarse a la biología. Nunca se mencionó a Charles Darwin, pero sí a ¡Freud! Y ni hablar de los métodos de enseñanza: eso de copiar del tablero. Los libros costosos que nos pedían al principio del año no se abrían en todo el año. No tiene sentido que un estudiante tenga que estudiar del cuaderno de notas que ha tomado en clase, casi siempre de notas mal tomadas. ¿Quién no tuvo que pedir prestado el cuaderno de aquella joven juiciosa que tenía buena letra, para fotocopiarlo y poder estudiar para un examen? En cambio, había énfasis en educación sentimental y religiosa. Nos aprendimos el Catecismo del padre Astete de memoria y existía una permanente y casi que persecución a toda jovencita que tuviera novio, ya que los pecados sexuales eran la mayor preocupación de muchas profesoras. También se enseñaba la culpa como vocación y, a través del ejemplo, se enseñaban la discriminación social y el racismo. Estoy hablando de los años setenta; hoy puede ser otra cosa, no lo sé. Los colegios cambian y las directoras que me tocaron ya murieron.
Personas tan calificadas como aquellas con las que sueñan Aristizábal o Pennac no serán nunca fáciles de encontrar; sin embargo, hay una muy buena noticia: no se van a necesitar, pues el internet y la IA las van a suplir. Los estudiantes buenos podrán ir a su ritmo, y los malos podrán tener tantas explicaciones como necesiten, y a la velocidad que necesiten, y sin testigos de su lentitud e ineptitud. Además, estarán siempre a la mano los medios audiovisuales. Imágenes reales o irreales estarán a un clic, y el estudiante podrá ver los procesos en acción de los cuales el profesor enseña.
Es increíble lo que la gente aprende hoy en internet. Ese desierto de información que nos tocó a los de mi época desapareció. Ahora hay tanto pan de información como hambre tenga el estudiante curioso. Una persona podrá graduarse a la edad que demuestre estar preparada, y avanzar en sus estudios sin esperar a los lentos, a los menos hábiles o a los menos interesados.
¡Ay, el tiempo perdido, ay, la sangre del costado de Cristo, ay, el horror del colegio, ay, las prisiones! La búsqueda del tiempo perdido es tiempo perdido. Ay, Diego Aristizábal me llevó al pasado y ¡ay, qué dolor recordarlo!
Ana Cristina Vélez
Estudié diseño industrial y realicé una maestría en Historia del Arte. Investigo y escribo sobre arte y diseño. El arte plástico me apasiona, algunos temas de la ciencia me cautivan. Soy aficionada a las revistas científicas y a los libros sobre sicología evolucionista.