Por Julio Morales Daza
Hace poco, en el país de las inconformidades pasajeras y de la indignación fugaz, se estrenó en redes sociales un muchacho, borracho, de apellido Gaviria. Como siempre, en Colombia se armó la gorda: las redes inundadas con comentarios, opiniones insultos; todos los personajes de la política nacional refiriéndose al asunto; y, por supuesto, los noticieros nacionales dedicándole al tema 20 o 30 minutos –si no es más– mientras ignoran la mayor parte de la realidad del país. Justo como cuando James mete gol y entrevistan hasta al perro de la vecina de la mamá en Ibagué para que diga como jugaba el talentoso futbolista en el pony-fútbol –o como se llame–.
La razón de la “indignación” en primera instancia era el uso deliberado e irrespetuoso del “poder” para ponerse por encima de la ley: nada nuevo, ya habíamos sentido la misma “rabia e impotencia” con Medrano, Moreno de Caro, etc. Lo novedoso es que, tal vez, en esta ocasión se trata de un muchacho bogotano gomelo, que probablemente no tenga ningún lazo real con la familia presidencial a la que dice pertenecer –su presunto tío primero dijo no conocerlo y luego aclaró que era un familiar lejano, es decir, el popular sí pero no– y que, muy seguramente, no tiene como salirse con la suya, sobre todo después de este exceso de exposición nacional.
En segunda instancia, sin que me quepa la menor duda, la indignación será por el hecho de que a este hombre seguramente no se le imputará ningún delito y si se le llega a acusar de algo frente a la justicia, muy seguramente será absuelto o liberado tras un corto periodo de detención, sí es condenado, desde luego. Pero este nuevo tipo de enojo frente a esta forma de irrespeto por la autoridad pasará tan rápido como pasó la noticia de la muerte de Camila Abuabara, o la de los niños quemados en Fundación, o el asesinato del Doctor Jorge Daza en Barranquilla o el atentado contra Fernando Londoño Hoyos. Como todo en Colombia, solo falta que salga otra noticia amarillista u otro “gesto de paz” de las farc para que esto pase. No hay sorpresa.
Pero les digo algo: yo sí se quién es ese tal Nicolás. Yo sí se quién es el que irrespeta a los agentes de la Policía Nacional. Yo sí se quién es el que posa de mejor familia para evitar tener que pasar por algunas situaciones incómodas o no tener que pagar por alguna cosa. Yo sí se quién es esa persona que amenaza con mandar a dos pobres policías al Chocó –por que sabe que allá no hay más que hambre, pobreza, enfermedades y violencia–. Aunque debería, mejor, decir que yo sí se quienes son; sí, son, porque son varios. Somos muchos. Ese tal Nicolás somos todos nosotros, los colombianos o al menos la mayoría.
Ese video no es solo la demostración de la majadería de un joven intoxicado que, evidentemente, en sus momentos de lucidez también se cree más que la mayoría de sus compatriotas, aunque no lo diga en voz alta; Es el ejemplo perfecto de los problemas de esta sociedad, de nuestra enfermedad mental común que nos hace pensar que estamos por encima de otros y por eso nos colamos en las filas, compramos al agente de tránsito o insultamos a los que no tienen la misma posición social que nosotros –y eso no sólo pasa en las clases media y la alta–. Aún más triste, ese video es la evidencia de lo relegado que está el Chocó, y otras partes del país, y de lo claro que está eso en las mentes de cada uno de nosotros.
Esa grabación también es la prueba que sustenta la necesidad de repensar la forma en la que la Policía y la Justicia interactúan con la ciudadanía. En Estados Unidos, por citar un ejemplo, el sólo hecho de tocar agresivamente o insultar a un agente de la policía se constituye en un delito y en ese momento el agente está en el derecho de reducir a la persona, esposarla y llevarla a la comisaría por varios días. Aquí, en el video, vemos como a los agentes los agreden una y otra vez y estos, aterrados por la posible sanción de sus superiores, pareciera que trataran de congraciarse con el señor Gaviria. Por favor.
Hace más o menos un año tuve una pequeña discusión con un amigo ya que el argumentaba que por el simple hecho de ser abogado y trabajar aquí o allá, la policía de tránsito debía “hacerle el favor” de “ayudarlo” en caso de que cometiera una infracción. En otra ocasión –o en varias, debería decir– un familiar mío en una ciudad del país también usaba su posición social para evitar ciertas incomodidades en el supermercado, el cine, etc. Nunca he protestado porque este tipo de historias se repiten constantemente en mi círculo íntimo: una y otra vez.
Nicolás somos todos. Aunque parezca aterrador lo que se parece esa afirmación a la popular frase en Francés “Je suis Charlie”, es lo único que se me viene a la cabeza cuando veo este tipo de videos en internet o en las noticias. Lo digo porque yo lo hago, porque mis amigos lo hacen, porque todos lo hacemos. Entonces ¿de qué nos quejamos? ¿por qué mejor no nos tomamos el trabajo de cambiar? ¿por qué no hacemos la fila? ¿Por qué no nos dejamos poner la multa cuando sabemos que fue nuestra culpa? o ¿por qué no respetamos a las personas sin importar su posición, raza, sexo, orientación sexual, etc.?
¿o es que soy demasiado iluso como para pensar que algún día seremos medianamente respetuosos con los otros?
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Rápidamente:
Ojalá las respuestas de Colombia a las constantes agresiones del Gobierno de Venezuela fuesen tan enérgicas como la nota de protesta enviada a Panamá por los insultos de la Diputada de ese país hacia los colombianos que allí residen.
A estas alturas cualquier candidato a la Alcaldía de Bogotá, que no sea del Polo o de Progresistas, es una buena opción para darle un giro de 180 grados al rumbo de esa ciudad. Los demás partidos deberían minimizar diferencias y acordar un solo nombre. Pero, al parecer, eso es como pedirle peras al olmo.
@JotaMorales