Cara o Sello

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Diatriba contra la aviación comercial colombiana.

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Mientras estoy aquí, mirando elevado a una pared en la sala de espera del Puente Aéreo en Bogotá, aguardando el momento en el que, eventualmente, a la aerolínea se le de la reverenda gana de avisarnos a sus pasajeros que debemos hacer una fila para abordar el avión que nos llevará a nuestro destino, he decidido escribir este pequeño texto que, si bien no va a adelantar mi viaje y mucho menos va a remediar todos los problemas e injusticias de la aviación comercial de este país, por lo menos me descargará del sentimiento de inconformidad profunda que tengo en este momento para, más adelante, dejarme en un estado de infinita resignación.

Resulta que en Colombia podemos contar con los dedos de una mano las aerolíneas que sirven las rutas comerciales al interior del país, y aunque al Aeropuerto Internacional El Dorado llegan y salen muchos vuelos internacionales, parece haber una actividad sospechosa –aunque yo siempre sostendré que es ilícita– en el manejo de los vuelos que llegan y salen de esta terminal hacía otras partes de la nación.

No ha habido una sola vez (UNA SOLA VEZ) en la que yo me haya presentado en el aeropuerto; a la hora indicada; en la sala correcta; y que el vuelo en el que se supone debo atravesar los cielos de mi país salga a la hora que tanto la aerolínea y los clientes de dicho vuelo habíamos convenido a la hora de pagar nuestros respectivos tiquetes. No hay derecho a que se burlen así de las personas que mantenemos su operación.

Este puede ser un detalle menor –no lo es–, sin embargo encontramos otro tipo de problemas que aquejan a los clientes de las diferentes aerolíneas comerciales de Colombia. Primero, el alto costo de los pasajes no es consecuente con el servicio ni antes, ni durante el vuelo; segundo, las aerolíneas cobran hasta por respirar, es  decir, cobran por cambiar el vuelo, cobran por cambiar de aeropuerto, cobran si uno lleva más equipaje, cobran por cualquier otra cosa que se necesite durante el vuelo; tercero, en situaciones excepcionales, como que el vuelo aterrice en otra ciudad por inconvenientes en la de destino, las aerolíneas –cuento esto porque me sucedió– ni siquiera son capaces de trasladar a los pasajeros al aeropuerto al que debieron haber llegado en primera instancia.

Increíble.

En otros países del mundo, a los pasajeros no les cobran por atrasar o adelantar sus vuelos; además, les entregan dinero para estadía o les facilitan transporte en caso de que se de un problema con el origen o el destino de los clientes; pero aún más importante, no engañan a sus pasajeros cuando existe un problema con el vuelo en particular. Entre otras cosas, en Colombia tienen la manía casi patológica de engañar a los pasajeros diciendo cualquier barbaridad, cuando el verdadero problema es que el vuelo o está sobrevendido, o están a la espera de un personaje importante, o –lo que me parece eventualmente tolerable, pero inaceptable en la mayoría de las situaciones– que el avión esté vacío.

En fin. Sigo aquí, esperando mi vuelo, en medio ya de la desesperación y calor; seguramente por la cantidad de personas que estamos en la misma sala. Debe haber el equivalente a los pasajeros de cuatro vuelos en un espacio que, diría yo, es reducido para mantener tal cantidad de personas durante una cantidad prolongada de horas. Al mismo tiempo, escucho la voz de varios auxiliares ofreciéndole un trueque a pasajeros de un vuelo con destino a San Andrés, a los que se les ofrece viajar más tarde y en compensación la aerolínea les regala dinero o millas. En otro anuncio, se les pregunta a las personas que viajan a Bucaramanga si prefieren adelantar su vuelo, no sé con qué intenciones. Mi vuelo a la ciudad de Santa Marta, sin embargo, sigue sin ser anunciado, sigue sin si quiera aparecer en la pantalla de la puerta de abordaje, a pesar de que ha pasado ya casi una hora desde que debió haber salido.

¿Saben que me indigna también? La precariedad estructural de varios de los aeropuertos del país. Por poner un ejemplo, no es justo que la ciudad de Barranquilla tenga un aeropuerto con las deplorables condiciones como las tiene el Ernesto Cortizzos. Por favor. Ese terminal es la puerta de entrada que el país debería estar aprovechando por la favorable condición que tiene La Arenosa por su ubicación geográfica con respecto a la región. Además, y si me lo permiten, también debo reclamar por las condiciones de un aeropuerto menos importante –lo hago más por un sentimiento personal–, el de Santa Marta; cada vez que voy no puedo evitar sentir condiciones de, casi, hacinamiento en sus dos únicas salas de abordaje.

Acaban de hacer un llamado a los pasajeros del vuelo que me concierne; dicen que la aeronave ya llegó –por fin– al aeropuerto y que cuando se haya aseado y “tanqueado”, procederán a hacernos embarcar. Tristes y desesperados. Pero, por lo menos estaremos dentro del avión a la espera de poder continuar, finalmente, con nuestras vidas.

Entre tanto, les contaré otra cosa que me produce constante inquietud. Las supuestas aerolíneas de bajo costo, que de “bajo costo” solo tienen el apelativo y la forma en la que tratan a sus pasajeros porque los precios, les digo, son elevados en comparación con los montos que cobran las verdaderas aerolíneas low cost en otras latitudes. Aquí sólo hay una, creo, y aunque nunca he necesitado de sus servicios, constantemente he ingresado a sus página web a consultar sus precios para ver si, por un milagro de algún santo de esos nacionales, encuentro un tiquete más barato que en las aerolíneas tradicionales. Nunca. Eso me decepciona con increíble recurrencia.

Bueno, creo que llegó la hora de terminar esta diatriba, que creo fue influenciada por una necesidad, que tenía desde hace un tiempo considerable, por expresar mis inconformidades sobre el sistema aeronáutico comercial de Colombia. Además, en consecuencia con mi posición social, lo único que me resta es criticar la aviación comercial puesto que no puedo, ni podré en el futuro cercano, acceder a la privada o militar; y, como en este país los reclamos de los pasajeros parecen caer en costal roto, estas mil palabras –un poco más– deberían ser entendidas como “patadas de ahogado”, para apelar a la sabiduría popular.

Julio Morales Daza

@JotaMorales

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