¿SEREMOS CAPACES DE CONVIVIR DEMOCRATICAMENTE?

(Primera parte)

Hernando Llano Ángel.

Tal es el mayor desafío que tenemos todos los colombianos. Empezando, obviamente, por el presidente Gustavo Petro, pues política y constitucionalmente “simboliza la unidad nacional y al jurar el cumplimiento de la Constitución y las leyes se obliga a garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos”, según lo establece el artículo 188 de la Carta Política. Mandato constitucional que Petro, como Presidente y jefe de Estado, corre el riesgo de incumplir cuando apela a la soberanía ilimitada de un imaginario pueblo. Un pueblo movilizado y enfrentado a la oligarquía para promover sus reformas sociales, en el evento de éstas no ser aprobadas por el Congreso de la República. Expresiones de su discurso del pasado 14 de febrero como: Aquí llegó el momento de levantarse: el Presidente de la República de Colombia invita a su pueblo a levantarse, a no arrodillarse, a convertirse en una multitud consciente de que tiene en sus manos el futuro… el presente; que puede tener en sus manos el poder, seguida de la proclama insurgente: Si fallamos ¡pasen por encima de nosotros! Si lo logramos, le entregaremos a estas generaciones que vienen un país digno, un país con historia, un país con la frente en alto, un país que convierte en realidad sus derechos, la justicia social y la democracia”. Sin duda, ese objetivo final es loable, todos deseamos vivir en ese país que convierte en realidad sus derechos, la justicia social y la democracia”, pero para lograrlo lo primero que un estadista demócrata debe reconocer es que somos un país plural, diverso y complejo, como lo expresa el artículo 7 de la Constitución: “El estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación Colombiana”. Por lo tanto, no existe ese “pueblo” como unidad homogénea, casi monolítica, que invoca el presidente, pues todos somos distintos y pluralmente iguales en dignidad y derechos, como lo proclama la Constitución. De allí, que carezca de sentido democrático invitar al pueblo, como si fuera un apéndice presidencial y bajo su mandato a levantarse y no arrodillarse, para tomarse el poder y de ser necesario pasar “por encima de nosotros”. Difícil encontrar un llamado más explícito a la ingobernabilidad y a la aparición de un líder autoritario que ponga orden en la casa y salve a Colombia del levantamiento popular. Una carga de dinamita contra la paz total y la convivencia democrática. Por ello, lo anterior es mucho más que una necedad, como el mismo presidente lo advirtió en su diatriba contra la oligarquía: “quizás mis palabras sean tomadas como una necedad, no como el aprendizaje de la historia de Colombia”. En efecto, dichas palabras son mucho más que una necedad, son una provocación contra la vivencia ciudadana de la democracia, más allá de su reducción a una confrontación insuperable entre el “pueblo” y la “oligarquía”. Si algo nos enseña nuestra historia política es que todavía no hemos sido capaces de convivir democráticamente y cumplir sus tres valores esenciales: Libertad, Igualdad y Fraternidad”, proclamados desde la revolución francesa. Valores que para ser realidad tienen que ir de la mano con la legalidad, como bien lo expresó Petro en su discurso de posesión presidencial, citando al filósofo italiano Paolo Flores D´Arcais: La ley, es el poder de los que no tienen poder”.  Y la máxima expresión de esa ley es la Constitución que, en su artículo 3, reconoce que “la soberanía reside exclusivamente en el pueblo”, pero éste la “ejerce en forma directa o por medio de sus representantes, en los términos que la constitución establece”. Pueblo como expresión de ciudadanía, no de pobreza o de mayorías, con toda la diversidad y pluralidad propia de lo social, lo político, étnico, cultural y religioso que le es inherente, junto a sus derechos fundamentales, entre los que se encuentran la salud, sustento de la vida. La Constitución establece en su artículo 152 que “los derechos y deberes fundamentales de las personas y los procedimientos y recursos para su protección”, deben regularse a través de una ley estatutaria, y no mediante una ley ordinaria, como la que presentó el gobierno en el proyecto de reforma al sistema de salud. Al hacerlo, el gobierno no solo se expone a un fracaso legislativo, sino que incurre en el grave error de despreciar el Estado de derecho y pretende sustituirlo por la voluntad soberana de ese imaginario pueblo presidencial, pues será “al pueblo de Colombia al que le corresponde profundizar esas reformas hasta donde ustedes digan. Nosotros aquí estamos listos. Nosotros aquí estamos listos hasta donde ustedes digan, hasta donde ustedes quieran”. Una apelación que podría arrasar los principios fundacionales de la democracia: “Libertad, Igualdad y Fraternidad” y trasladarnos a un escenario indeseable e impredecible. Más en esta coyuntura internacional y nacional de crisis económica, que limita en grado extremo los recursos fiscales del gobierno para hacer realidad tan justas y numerosas reformas sociales como las de salud, pensional, laboral, justicia y educación, sin las cuales la Paz Total se diluiría en un fracaso total. Más le convendría al presidente Petro reflexionar autocríticamente sobre su concepción populista y caudillista de la democracia, su idea hegemónica del Pacto Social (“si por alguna circunstancia, las reformas entrabaran en Colombia, lo único que están haciendo es construir, no los caminos de un pacto social, no los caminos de la paz…”), y su falacia según la cual una “sociedad que se mueve es la sociedad que está viva. La sociedad que se aquieta es la sociedad que se muere, pues aquellas sociedades que fueron movilizadas en forma masiva y permanente, como la alemana, bajo el  caudillista “Führerprinzip” de Hitler,  terminaron aniquiladas. Más bien, Petro debería retomar y cumplir este aparte de su discurso de posesión presidencial: “Y finalmente, uniré a Colombia. Uniremos, entre todos y todas, a nuestra querida Colombia. Tenemos que decirle basta a la división que nos enfrenta como pueblo. Yo no quiero dos países, como no quiero dos sociedades. Quiero una Colombia fuerte, justa y unida”. Para ello es imprescindible recordar que no hay democracia sin deliberación y concertación y disponernos a convertirla en realidad. No conformarnos solo con artículos constitucionales sin vida y vigencia social, como nos sucede todos los días con la mayoría de ellos, empezando por el 22: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. Se precisa de un decálogo ciudadano que promueva la deliberación, la concertación y la convivencia democrática, como: 1- Conversar, no insultar. 2- Escuchar, no tergiversar. 3- Concertar valores, no solo negociar intereses, teniendo como horizonte la primacía del interés general sobre el particular. 4- Colaborar, no solo competir, en busca de mayor justicia social. 5- Cuidar, no devastar nuestra “Casa Común” 6- Comprender, antes de juzgar y condenar. 7- Estimular, en lugar de desanimar. 8- Proponer, en lugar de vetar. 9- Dignificar, no humillar y 10- Convivir, no matar. Si abordamos el debate de las reformas sociales propuestas por el gobierno y su Paz Total teniendo en cuenta dicho decálogo y no nos dejamos arrastrar y polarizar por las mentiras y el odio, el fundamentalismo de prejuicios ideológicos a la derecha y la izquierda, el sectarismo político que circula por las redes sociales y cierta prensa sensacionalista, superficial y mediocre que solo promueve los intereses, la codicia y los privilegios de sus propietarios, seguro que podemos aprender a convivir democráticamente. De lo contrario, seguiremos siendo responsables de no estar a la altura de la vida, la libertad, la igualdad y la fraternidad. Continuaremos perpetuando la muerte, la humillación y nuestra mutua degradación. Seguiremos siendo “Los reyes del Mundo” en lugar de convertirnos en  “potencia mundial de la vida”.

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