NO HAY PAZ NI FUTURO SIN VERDADES NI DEMOCRACIA

Hernando Llano Ángel

Todo parece indicar que la “Paz con legalidad” del expresidente Iván Duque y la “Paz Total” del presidente Gustavo Petro, no obstante obedecer a concepciones políticas e ideológicas incompatibles, tienen en común su letalidad e incapacidad para garantizar la seguridad, la vida y tranquilidad de los colombianos. En desarrollo de la “Paz con legalidad”, entre 2018 y 2022, se consolidó la presencia de Grupos Armados Organizados y la intimidación violenta de la población en cerca del 37% del territorio nacional, según la investigación “Plomo es lo que hay” de la fundación Paz y Reconciliación. El Clan del Golfo, extendió su presencia en 241 municipios; el ELN en 183; las disidencias de las Farc al mando de Gentil Duarte en 119 y la “Segunda Marquetalia” de Iván Márquez en 61 municipios. Por otra parte, las masacres entre 2019 y 2020, aumentaron en más del 300 por ciento. En el 2019 se perpetraron 16 masacres, en el 2021, 72 y en su último año 25, en tres años de la “Paz con legalidad” se cometieron 113 masacres, que Duque insistía en denominar “homicidios colectivos”, eufemismo mucho más cínico que el  de “cerco humanitario”del actual ministro del interior Alfonso Prada. Y el número de líderes, lideresas y defensores de derechos humanos asesinados alcanzó la vergonzosa cifra de 957 y de 261 firmantes del Acuerdo de Paz, según detallada relación de Indepaz. Pero en la errática aplicación de la llamada “Paz Total”, los resultados en cuanto al número víctimas de la violencia política en estos 8 meses es similar a la de la “Paz con legalidad”. Según el recuento cotidiano realizado por Indepaz hasta el 31 de marzo, ya van 35 líderes, lideresas y defensores de derechos humanos asesinados y 5 excombatientes firmantes de la paz. Más allá de las respectivas y nobles intenciones de ambas políticas de paz, sin eufemismos, hay que reconocer que sus resultados son letales y frustrantes. Quizá ello obedezca a la incapacidad de ambas políticas de paz de reconocer una verdad de a puño: no puede haber paz, ni legal y mucho menos total, en una sociedad donde la criminalidad se fusiona y difumina en todas sus actividades, empezando por la política, continuando con la economía, la vida cultural y la cotidianidad de todos sus habitantes. El dinero es la savia del narcotráfico y de todas las economías que prosperan en ese inconmensurable umbral penumbroso entre lo legal ilegal en que vivimos los colombianos. Dinero que circula a torrentes por la economía nacional y global. Al respecto, no es que el narcotráfico sea un delito conexo con la política y la rebelión, sino más bien que es una actividad anexa e inmersa en la política desde siempre. Así lo reconoció el expresidente Alfonso López Michelsen en la campaña presidencial de 1982, que perdió frente a Belisario Betancur, en el libro “Palabras Pendientes: Conversaciones con Enrique Santos Calderón”. Dicha confesión precisa ser citada en extenso, para comprender sus posteriores y más escandalosas consecuencias, el proceso 8.000 y la narcoparapolítica, que se reeditan en cada campaña electoral, como la de Duque con la ñeñepolítica y ahora con el supuesto enriquecimiento ilícito de Nicolás Petro. Entonces, el expresidente López Michelsen, le contó a Enrique Santos Calderón sobre la financiación de su campaña y la de Belisario: “Se había realizado la convención de Medellín, que me había proclamado candidato para las elecciones presidenciales de 1982, y el jefe de nuestra campaña era Ernesto Samper. Estábamos en la capital de Antioquia y por la noche llegaron el senador Federico Estrada Vélez y Santiago Londoño a decirme que había un grupo de copartidarios que quería saludarme. Yo estaba de prisa, entré un momento y ni siquiera me senté. Les di la mano a unos tipos que no conocía. Después, en el curso de los episodios, descubrí que eran los Ochoa, Pablo Escobar y, probablemente Carlos Lehder y Rodríguez Gacha. Estuve un rato con ellos y después me salí. Samper se quedó en la reunión con Santiago Londoño, a quien le dieron un cheque por veintitrés o veinticinco millones de pesos, no recuerdo bien, cheque que no ingresó a la campaña sino al directorio liberal de Antioquia. Posteriormente, cuando terminaron las elecciones, en las que participaron como candidatos, además de mi persona, Belisario Betancur y Luis Carlos Galán, se nombró una comisión investigadora sobre el ingreso de los llamados dineros calientes a las campañas, comisión que absolvió de culpa a los tres grupos. Lo cual no resultaba muy afortunado, porque se examinaron las cuentas de Bogotá y, por ejemplo, las de Belisario funcionaban en Antioquia. Su tesorero era Diego Londoño, que después trabajó como gerente del metro de Medellín, y que tenía relaciones muy cercanas con Pablo Escobar”. En cuanto a su dimensión social y cultural, el exprocurador Carlos Jiménez Gómez, en 1987, realizó el diagnóstico más certero y brillante sobre el significado del narcotráfico, hoy plenamente vigente: “Ya el problema del narcotráfico no es un negocio de dos o tres capos, sino un ingrediente normal y masivo de la economía y la vida colombiana; ya no se trata de romper una moral o una ilegalidad sino algo más profundo: un estilo de vida, y un patrón cultural como el de la economía informal […] Sus negocios crecen, su base social se ensancha y multiplica, sus medios de acción se diversifican y desinhiben más todos los días”. Por último, en el terreno económico, es la investigación de la Universidad de los Andes y sus Centros de Estudio sobre Seguridad y Drogas y el de Estudios sobre Desarrollo Económico (CEDE y CESED), en su Documento número 44 de noviembre de 2019, el que nos revela la ubicua y masiva presencia del narcotráfico. Estima que “el PIB de la cocaína alcanzaría un 1,88% del PIB total en 2018, más de dos veces el PIB de un sector emblemático como el café, que representa un 0,8% del PIB. Dicha cifra es igualmente preocupante comparada con la del período 2011-14, cuando en promedio solo representó un 0,6% del PIB, y en términos y nominales alcanzó en 2018 unos $18 billones”. Estas cifras revelan que se puede distinguir analíticamente la economía ilegal de la legal, pero en la vida real y en la economía de mercado, a través del lavado de activos realizada por Bancos como el Occidente del prestigioso grupo AVAL y de inversiones cuantiosas en finca raíz, esa diferencia se difumina, nos afecta y “contamina” a todos, excepto al Fiscal Barbosa que maliciosamente acusa a este gobierno de pretender legalizar la cocaína. Más bien es lo contrario, la única forma de poner fin a ese poder criminal, corruptor y devastador del narcotráfico, incluso incrustado en la Fiscalía con la narcoalianza de Ana Catalina Noguera, es regulando la producción de la hoja de coca, pues como bien lo advirtió Milton Friedman, que algo sabia de economía, es que “si analizamos la guerra contra las drogas desde un punto de vista estrictamente económico, el papel del gobierno es proteger el cartel de las drogas. Eso es literalmente cierto», pues sus ganancias siderales dependen de la prohibición. Por eso, ojalá el contrato de asesoría del gobierno con la afamada economista Mariana Mazzucato] contemple la necesidad de alianzas productivas del Estado con los emprendimientos popular que transforman y agregan valor a la hoja de coca, como los realizados por la comunidad indígena Nasa con su aromática  de Coca y Menta, Coca-Nasa y Coca-Pola.  Solo reconociendo estas verdades, podremos avanzar por la difícil manigua de la Paz Democrática, que garantizaría la vida de miles de líderes sociales, frenaría el desplazamiento forzado de millones de compatriotas y el confinamiento violento de comunidades campesinas, indígenas y negras, porque sin Paz Política, Social y Ambiental no hay democracia y menos futuro. Desconocer lo anterior y continuar ufanándonos de vivir en la democracia más antigua y estable de Sudamérica es ser cómplices de este degradado conflicto armado interméstico que, como lo demostró el Informe Final de la Comisión de la Verdad, nos ha dejado una estela de víctimas mortales cercana al medio millón, siendo el 90% civiles y más de 9 millones de víctimas, incluyendo 8.412.309 personas desplazadas forzosamente de sus terruños.

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