LAS VERDADES Y RESPONSABILIDADES POLÍTICAS SON PÚBLICAS Y CONSTITUCIONALES, MÁS QUE PERSONALES Y PENALES

(Primera parte)

Hernando Llano Ángel

Tal debe ser el punto de partida para analizar y valorar las presuntas verdades que Salvatore Mancuso ha contado en las audiencias públicas ante la Justicia Especial para la Paz (JEP). Confrontar sus versiones con la realidad y, a partir de allí, desenredar ese ovillo de sangre, dolor e impunidad que teje todos los días la trama de la política nacional, debería ser un compromiso indeclinable de todos. Porque la primera y más atroz verdad que deberíamos reconocer los colombianos es que la sangre y el delito constituyen la savia de la política nacional, no la palabra, tampoco la deliberación y su poder de concertación, menos aún el derecho y casi nunca la justicia.

Sin verdades políticas no hay paz y menos democracia.

Por eso todavía no conocemos la paz política, sin la cual no podremos vivir jamás en una auténtica democracia. Por preferir vivir y seguir creyendo en esa descomunal mentira institucional que se autoproclama democrática es que pagamos el más alto precio de violencia y barbarie en todo el continente americano. Eso explica, en parte, porque una mayoría de congresistas no solo votó la eliminación del artículo 8 de la ley del Plan Nacional de Desarrollo, que contenía las principales recomendaciones de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV) y evitar así la perpetuación de esta sangría nacional, sino que además senadores del Centro Democrático hayan proclamado que dichas recomendaciones no se le podían imponer al pueblo colombiano. ¡Cómo si la violencia y la impunidad no estuviesen impuestas al pueblo colombiano desde hace más de medio siglo! Una imposición que ha dejado una estela de víctimas casi incontables, como se puede constatar y consultar en las siguientes cifras del Informe Final de la CEV, que además identifica a los principales responsables de las mismas. De allí, que sea imprescindible fijar las responsabilidades políticas y constitucionales de los principales actores, entre ellos los presidentes de la República en tanto Jefes de Estado, Gobierno, Suprema Autoridad Administrativa y Comandantes Supremos de las Fuerzas Armadas de la República.

Las responsabilidades presidenciales son políticas y constitucionales, no tanto personales y penales.

Pero ahora que Salvatore Mancuso revela públicamente, una vez más, ese entramado del crimen con la política, quienes deberían haber impedido la consolidación de esa tramoya de terror e impunidad, los presidentes y Jefes de Estado, se declaran totalmente ajenos a lo acontecido. Evaden por completo sus responsabilidades y se proclaman los más pulcros e íntegros demócratas que hayan existido. Corren a trasladar sus responsabilidades políticas y públicas al tinglado judicial y penal, para demostrar que no existe prueba alguna contra ellos que respalde las versiones de Mancuso y que todo lo que éste ha dicho es mentira, pues nada se le puede creer a un criminal de lesa humanidad. Obviamente, no existe esa prueba reina del encuentro y abrazo de Mancuso con los expresidentes Pastrana y Uribe, así como tampoco la hubo de Samper con los Rodríguez. Pero no por ello se puede negar la financiación del narcotráfico a su campaña presidencial. Como tampoco las estrechas alianzas de numerosos miembros de la Fuerza Pública con las AUC, sin que los expresidentes se hubiesen enterado, así fuera de conocimiento público semejante alianza criminal. Olvidan los expresidentes Andrés Pastrana y Álvaro Uribe el artículo 6 de la Constitución Política, piedra angular del Estado de derecho, que expresamente señala que los “servidores públicos son responsables por omisión o extralimitación en el ejercicio de sus funciones”. Y la principal función que tenían en su condición de Jefes de Estado, Gobierno y Suprema Autoridad Administrativa era conservar en todo el territorio el orden público y restablecerlo donde fuere turbado”, como lo establece el numeral 4 del artículo 189 de la Carta Política. Para cumplirlo, además, eran responsables de dirigir la Fuerza Pública y disponer de ella como Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas de la República”, según numeral 3 del mismo artículo. Es decir, sus responsabilidades eran constitucionales, legales, públicas y políticas, pues al asumir sus cargos y jurar el cumplimiento de la Constitución y las leyes quedaron obligados a “garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos”. Empezando por el derecho a la vida, sin él cual los demás no existen. Por todo lo anterior, no tiene sentido alguno que ahora ambos, en forma por demás indignada y cínica, salgan a eludir esas responsabilidades políticas, constitucionales, legales y públicas, negando la hecatombe de violencia y criminalidad que se vivió durante la mayor parte de sus períodos presidenciales y que fue la más aguda y profunda crisis humanitaria vivida por sociedad alguna en el continente americano. Precisamente la magnitud de ese horror es la que ha documentado la CEV en su Informe Final “HAY FUTURO, SI HAY VERDAD” con dolorosos testimonios, rigurosas investigaciones, pluralidad de fuentes de información oficiales, académicas, ciudadanas y la constatación de miles de víctimas. Seguramente por ello el expresidente Uribe le niega legitimidad a la Comisión y a su Informe Final, junto a millones de sus seguidores que votaron en el plebiscito contra el Acuerdo de Paz. Todos ellos viven refugiados en su cómodo universo de mentiras, afirmando que Colombia es la “más antigua, estable y profunda democracia de América Latina”. Con su autismo emocional y maniqueísmo moral se autodefinen como “ciudadanos de bien” y demócratas integrales, estigmatizan a quienes no los acompañan y  descalifican como “mamertos”, “izquierdistas” y hasta “traficantes de derechos humanos”, según la expresión del expresidente Uribe Vélez a quienes denunciaron, durante su gobierno, los excesos de la “seguridad democrática”. Excesos que en cumplimiento de la Directiva 029 de 2005 del Ministerio de Defensa dejó al menos 6.204 “falsos positivos”, es decir, asesinatos perpetrados por miembros de la Fuerza Pública contra jóvenes indefensos de barriadas populares, bajo el falso cargo de ser guerrilleros. Para quienes en su autismo moral de “ciudadanos de bien” todavía lo niegan y son insensibles frente a semejantes crímenes, les recuerdo esta definición de terrorismo que aparece en el punto 33 de Los 100 puntos de Uribe en su Manifiesto Democrático, que fue la bandera de su exitosa campaña electoral en el 2002: “Cualquier acto de violencia por razones políticas o ideológicas es terrorismo. También es terrorismo la defensa violenta del orden estatal”. Sin quererlo, el entonces candidato Álvaro Uribe Vélez, definió premonitoriamente en ese punto 33 la esencia de sus dos gobiernos: el Terrorismo de Estado, impúdicamente respaldado por millones de “ciudadanos de bien”. En próximos Calicantos analizaré como lo fue también la administración de Andrés Pastrana Arango, con su exaltado PLAN COLOMBIA y su falaz política de “Cambio para construir la Paz”, gracias a las cuales Álvaro Uribe Vélez coronó exitosamente su política de “Seguridad Democrática”. Por eso es lógico concluir que es mucho más grave ética y políticamente legitimar los crímenes de Estado, que colaborar en su ejecución, como lo reconoció Salvatore Mancuso en sus audiencias ante la JEP, miles de víctimas y toda la sociedad colombiana.

De la irresponsabilidad e impunidad política presidencial

Reconocimiento que son incapaces de hacer los expresidentes Pastrana y Uribe. En lugar de ello, demandan pruebas imposibles de obtener para demostrar su inocencia ante la justicia penal, emplazan a Mancuso y amenazan con denunciarlo ente tribunales nacionales e internacionales, ignorando que con ello se comportan más como presuntos criminales en lugar de asumir sus responsabilidades como exjefes de Estado. Hacen de la legalidad y la jurisdicción penal ordinaria una coartada perfecta para eludir sus responsabilidades políticas y constitucionales. Saben muy bien que es imposible su procesamiento y condena penal, pues no existen pruebas ni testimonios fiables contra ellos. Pero jamás podrán escapar al juicio ético, político y constitucional que los condena inapelablemente como responsables de la catástrofe humanitaria que se vivió durante sus gobiernos, legada a todos sus sucesores en la Presidencia de la República, contando con el voto y el consentimiento de millones de colombianos que con ingenuidad, temor comprensible o esperanza invencible creyeron en sus programas de gobierno, en la paz y seguridad prometidas. En la conciencia de esos millones de colombianos debería retumbar el punto 33 del Manifiesto Democrático: “también es terrorismo la defensa violenta del Estado”, aunque  la mayoría de ellos por indolencia moral, prejuicios invencibles, comodidad personal o la defensa de sus privilegios se nieguen todavía a reconocerlo, siguiendo el ejemplo de los expresidentes Andrés Pastrana y Álvaro Uribe Vélez. Lo más insólito y paradójico de todo lo anterior es que primero haya reconocido Salvatore Mancuso sus acciones terroristas ante cientos de miles de víctimas y la sociedad colombiana, que los mismos expresidentes por omisión o extralimitación en el cumplimiento de sus funciones. Es más, que también los comandantes de las Farc hayan reconocido ante la JEP sus responsabilidades por los crímenes de lesa humanidad perpetrados y próximamente enfrentarán condenas propias de la justicia transicional que, es una verdad indiscutible, jamás repararán el sufrimiento y daño causado a miles de sus víctimas y a la sociedad colombiana, pues como lucidamente lo señalará Hannah Arendt en su obra “La Condición Humana”, a propósito de los crímenes de lesa humanidad de los nazis: “Es muy significativo, elemento estructural en la esfera de los asuntos públicos, que los hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden castigar e incapaces de castigar lo que ha resultado ser imperdonable”. Por eso, al menos, los expresidentes Pastrana y Uribe deberían tener el valor de asumir su propia responsabilidad como Jefes de Estado por lo sucedido durante sus administraciones, pues ello es una verdad constitucional, política y pública que no pueden eludir y menos negar, so pena de ser condenados irremediablemente por el tribunal de la historia y la conciencia pública. Resulta imposible demostrar penalmente su culpabilidad y políticamente es improbable su procesamiento, pues su fuero los protege en el Congreso e incluso la JEP carece de competencia por su condición de aforados constitucionales, como se estableció en el Acuerdo de Paz. Así las cosas, dichos expresidentes parecen más reyes absolutistas que gobernantes demócratas. En la realidad están por encima de la Constitución y la ley, ya que solo pueden ser procesados por el Congreso y eventualmente condenados por la Corte Suprema de Justicia, procedimiento que desafía todas las posibilidades políticas. Así quedó demostrado cuando la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes archivó la denuncia del entonces Procurador General de la Nación, doctor Carlos Jiménez Gómez, contra el presidente Belisario Betancur y su ministro de defensa Miguel Vega Uribe, por violación de la Constitución y el derecho de gentes en la devastadora operación militar llamada “retoma” del Palacio de Justicia, que culminó con su incineración y destrucción, la muerte de numerosos rehenes, entre ellos el presidente de la CSJ, Alfonso Reyes Echandía, 15 magistrados más y la desaparición de por lo menos 11 personas. Dicha Comisión archivó la denuncia con el baladí argumento de que se trató de un “acto de gobierno propio del ejecutivo”, y por lo tanto no era competente el Congreso para enjuiciar a Betancur. Ante semejante denegación de justicia, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano y éste todavía no ha cumplido plenamente la sentencia. ¿Será que vivimos en un Estado de derecho o, más bien, en un Estado deshecho por la impunidad política e irresponsabilidad de quienes nos gobiernan y no cumplen ni la Constitución, ni las leyes con coartadas como la defensa de la democracia, la seguridad, el orden, la libertad y la justicia social? ¿Cuál es nuestra responsabilidad ciudadana al consentir todo lo anterior y continuar eligiendo y legitimando a quiénes son incapaces de reconocer como gobernantes sus responsabilidades y solo culpan a los otros de tanta barbarie? ¿Será posible legitimar actos terroristas en defensa del Estado y la democracia? De alguna forma el Informe Final de la CEV nos da pautas valiosas para que cada quien, más allá de sus simpatías políticas e intereses personales, responda esas preguntas leyendo la convocatoria a La Paz Grande.

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