“Hacer la apología de la violencia es criminal, condenar todas las violencias es hipocresía”. Jean Marie Domenach.
Las afinidades entre la política y la violencia siempre han existido. Paradójicamente, han sido compartidas y disputadas históricamente tanto por las ideologías de extrema derecha como de izquierda. Desde la derecha, en nombre del orden, la autoridad y hasta la libertad, como coartadas perfectas para la defensa de un Statu Quo inmodificable y sus privilegiados intocables.
Así lo hace hoy Javier Milei con desparpajo en Argentina. Lo intentará de nuevo Trump en los Estados Unidos, catapultado por su popular prontuario criminal entre sus fanáticos seguidores. De otra parte, la izquierda lo hace en nombre del pueblo, la revolución y la justicia, aunque sus líderes por lo general terminan siendo liberticidas y traidores del mismo pueblo, como sucede con la esperpéntica y nefasta pareja de Daniel Ortega y su esposa Rosario en Nicaragua. Son la criminal reencarnación de los Somoza. Ni hablar del cinismo electoral de Nicolás Maduro en Venezuela.
Tal parece que fuera una constante histórica la oscilación pendular del poder entre la derecha y la izquierda y viceversa. El siglo XX con sus dos devastadoras y sangrientas guerras son el mejor ejemplo. Ambas terminaron conduciendo a la humanidad a los Campos de Concentración y los Gulag en nombre de supuestas razas superiores y vanguardias revolucionarias. Los totalitarismos son la peor expresión de esas profundas afinidades entre la política y la violencia, que sin mucho éxito trata de contener esa frágil trinidad secular formada por la democracia, los derechos humanos y el Estado de derecho, hoy en retroceso en el mundo entero frente a líderes mesiánicos de derecha e izquierda.
Colombia: entre la política y el crimen
En nuestro caso, la disputa entre la derecha y la izquierda es más turbia, pero hay momentos en que se vislumbra algo de claridad, pese al intrincado nudo de intereses económicos y políticos que cubre y oculta las rivalidades entre ambos bandos.
Tenemos una derecha defensora a ultranza del Statu Quo y una izquierda impaciente, casi desesperada por su reforma total. La primera maneja con destreza todas las argucias legales para que nada cambie. Y la segunda apela emocionalmente a un imaginario pueblo constituyente, disperso y anómico, que es incapaz de transformar la realidad y estalla periódicamente con la violencia de su frustración contra el statu quo. Pero de vez en cuando vislumbramos un destello de claridad en esa confusa disputa entre la derecha y la izquierda y sus respectivas afinidades con la violencia.
Así lo vemos en la reciente polémica desatada por el alto comisionado de Paz, Otty Patiño, en la instalación de la mesa de diálogo con la Segunda Marquetalia. Allí expresó a su máximo comandante, Iván Márquez, que lamentaba el operativo militar “en el que fue abatido Hermes Guerrero, uno de los comandantes de la Coordinadora Guerrillera del Pacífico”, calificando el hecho como “algo fatídico y así lo entienden el presidente, el ministro de Defensa (Iván Velásquez) y el alto mando de las Fuerzas Militares”.
El contexto en que se presentó dicha excusa es muy esclarecedor sobre la forma como los gobernantes del Statu Quo, desde la derecha, o sus reformadores, desde la izquierda, intentan desactivar las organizaciones armadas ilegales que amenazan el establecimiento y a la sociedad en su conjunto, negando la existencia de la democracia, pues sus crimines ahogan en sangre las voces de miles de líderes populares y defensores de derechos humanos al disparar sus armas contra la población civil.
Un contraste criminalmente revelador
El contraste entre los tratamientos dados los grupos armados ilegales es criminalmente revelador. Así se aprecia en la reacción del expresidente César Gaviria, acompañado por el corifeo altisonante del Centro Democrático y los más auténticos defensores de esta “democracia” –ejemplar y única por lo sangrienta— al exigir la cabeza de Otty Patiño y denunciar la complacencia y casi complicidad de la Paz Total de Petro con la criminalidad de la “Segunda Marquetalia”.
Contrasta esa airada indignación de la derecha y sus sagaces analistas con la magnanimidad y comprensión que todos tuvieron frente a la negociación y desmovilización de los paramilitares de las AUC, bajo el gobierno y la dirección del expresidente Uribe, quien consintió y autorizó la presencia en el Congreso de su máximo comandante, Salvatore Mancuso, acompañado de dos de sus más destacados criminales: Ramón Isaza y el fallecido Ernesto Báez, sin que entonces las AUC se hubiese desarmado y menos desmovilizado.
En un discurso memorable, Mancuso comenzó diciendo, frente a un Congreso casi pleno, el 28 de julio de 2004: “Vengo en irrenunciable misión de paz desde Santa Fe de Ralito, donde, con la bendición de la Iglesia Católica y el apoyo de la OEA, de la comunidad internacional, del gobierno del presidente Álvaro Uribe Vélez y del Pueblo Colombiano, dimos inicio formal a este histórico proceso de paz”. Así ponía de presente Mancuso, en tono exultante, una afinidad casi generalizada de la sociedad colombiana con la violencia paramilitar, que se expresaría en la ley 975, denominada de “Justicia y Paz”.
No es gratuito que el ponente de dicha ley haya sido el senador Mario Uribe, primo del presidente Uribe. La ley daba un tratamiento de sediciosos a los paramilitares, concediéndoles el estatuto de delincuentes políticos, que los pondría a salvo de la extradición. Pero los congresistas que la votaron no contaron con la sentencia de la Corte Constitucional que declaró inexequible dicho artículo y calificó a los paramilitares como criminales de guerra.
Se frustró así el tránsito expreso de los criminales de las AUC a la política, quienes ya se preciaban de haber contribuido a la elección de por lo menos el 35% del Congreso. Semejante éxito electoral llevó a casi 60 congresistas de la curul a la cárcel, poniendo en evidencia la corrupta y criminal parapolítica, una metástasis más amplia y profunda que la narcopolítica del proceso 8.000. Metástasis que incluso el presidente Uribe promovió y banalizó solicitando a dichos congresistas que votaran sus proyectos de ley antes de ir a la cárcel. Mayorías con las que contó para cambiar un articulito de la Constitución, con la ayuda complementaria de la Yidispolítica, y coronar así su reelección presidencial hasta el 2010.
Cifras mortalmente incriminatorias
En efecto, según las cifras del informe final de la Comisión de la Verdad, los grupos paramilitares presuntamente cometieron 205.028 homicidios (45%) frente a 122.813 de los grupos guerrilleros (27%). Siendo la década de 1995 y 2004 la más violenta, con cerca del 45 % de las víctimas mortales del conflicto armado interno, estimadas en 450.664, siendo más del 80% civiles. Es decir, durante las presidencias de Samper, Pastrana y los dos primeros años de Uribe se cometieron el mayor número de asesinatos y masacres contra la población civil.
Es verdad que, a partir de la desmovilización de los grupos paramilitares, el número de homicidios descendió rápidamente. Pero esto demostraría algo tenebroso, como es que la gravedad de sus crímenes se subestima, casi se invisibiliza, en tanto fueron un dique de contención a la expansión territorial de los grupos guerrilleros. En otras palabras, que la violencia paramilitar era necesaria y hasta valorada como “buena”, pues frenaba la violencia expoliadora y los secuestros de la guerrilla, mientras protegía y estimulaba los negocios, brindando seguridad a grandes empresas como Chiquita Brands, recientemente condenada, y también a las ilegales del narcotráfico, de las cuales las AUC era su punta de lanza.
Por eso, sus herederos hoy, el Clan del Golfo, autodenominado “Ejército Gaitanista” de Colombia, es el grupo ilegal con mayor crecimiento y control territorial en los municipios de Colombia. Según reciente investigación de la Fundación Paz y Convivencia, PARES, el Clan del Golfo ha pasado de tener presencia en 250 municipios a 316, seguido del ELN, con 231, el Estado Mayor Central con 209 y la Segunda Marquetalia con 65.
En total, hoy 855 municipios de los 1.103 existentes, tienen presencia de estructuras armadas ilegales, lo que explica la explosión exponencial de las extorsiones y la inseguridad. Pero también el auge de las rentas ilegales procedentes del narcotráfico, la minería, la trata de personas, de migrantes irregulares y la prostitución de menores, que configuran una enorme economía criminal que se camufla en millones de emprendimientos informales y formales con un entramado donde ya es casi imposible discernir y menos separar lo ilegal de lo legal.
De allí las inocultables afinidades que tienen los protagonistas de la vida política nacional con los grupos armados ilegales, imprescindibles para sus triunfos electorales, pues aportan generosa financiación a sus campañas al menos desde 1982, siendo evidentes en el proceso 8.000 y recientemente con la ñeñe política de Duque y las procaces revelaciones de Armando Benedetti sobre la supuesta financiación ilegal de la campaña de Petro en la costa Caribe.
Los protagonistas nacionales de las violentas afinidades políticas
Por eso los principales protagonistas de la política nacional, ya sea desde el Estado o la oposición, ineludiblemente aparecen implicados, según sus afinidades ideológicas y proyectos gubernamentales, con un tratamiento más o menos favorecedor y benigno concedido a los diversos grupos armados ilegales en los procesos de negociación.
Uribe, con los paramilitares y la ley 975 de 2005; Petro con los grupos guerrilleros y la Paz Total; Gaviria con la política de sometimiento a la justicia de los extraditables, su anuencia con los PEPES y la creación de las Convivir, embrión legal de la posteriores AUC; Santos con las FARC-EP y el Acuerdo de Paz, después de descabezar su Secretariado, dando de baja a Raúl Reyes, el Mono Jojoy y Alfonso Cano.
En el caso de Andrés Pastrana, con su soterrado apoyo al crecimiento criminal de las Autodefensas, que durante su gobierno se expandieron y cometieron el mayor número de crímenes y masacres, como bien lo documenta el Informe Final de la Comisión de la Verdad, con la cifra de 405 masacres en 2001. Y, más recientemente, el expresidente Duque, obstruyendo el avance y cumplimiento del Acuerdo de Paz con las FARC-EP, al tiempo que su política de Paz con legalidad fue incapaz de desarticular y contener el avance de las Autodefensas Gaitanistas. Ahora el presidente Petro con su política de Paz Total pretende desmovilizar semejante enjambre de grupos delictivos, que fusionan el crimen con la política, y recaban de mercados ilegales su fortaleza.
Para lograrlo debería contar con más espada y menos retórica de paz, pues para dichos grupos el “poder nace de la punta del fusil” y no de la palabra empeñada y cumplida. Es decir, más política integral de seguridad y menos política discursiva de Paz Total. Ya lo advertía Hobbes en su clásico Leviatán: “Los tratados de paz, sin la fuerza de la espada, son solo palabras”. La historia reciente demuestra que son insuficientes las afinidades políticas con los grupos armados, sean de extrema derecha o izquierda, si no van acompañadas de eficaces acciones gubernamentales contra sus mercados ilegales, las violaciones flagrantes a lo acordado en las mesas de negociaciones y los crímenes contra la población civil.
Cuenta el presidente Petro con un segundo tiempo, apenas dos años, para clasificar a Colombia en el campo de la Paz Vital y no fracasar en su política de Paz Total. Si no avanza por las sendas de una Paz Viva, ello implicará el regreso pendular de la derecha a la casa de Nariño y la responsabilidad del Pacto Histórico de una derrota más del País Nacional frente al País Político, como ha sucedido desde el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán. Volverán a gobernar impunemente los mismos de siempre con las mismas patrañas e imposturas de siempre –“Estatuto de seguridad”, “Plan Colombia”, “Plan Patriota”, “Seguridad democrática” y “falsos positivos”– defendiendo una inexistente democracia y un supuesto Estado social de derecho, proclamados en una Constitución nominal que todavía no rige en la realidad y menos en la vida cotidiana, pues todos los días se viola su artículo más vital: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”.