LA VERDAD NOS INTERPELA

Hernando Llano Ángel

El Informe Final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la no Repetición, “Hay futuro si hay verdad”, nos interpela de muchas maneras: histórica, política, ética y existencialmente. Su principal interpelación es un cuestionamiento profundo sobre nuestra propia humanidad e identidad. Nos invita a preguntarnos ¿Quiénes somos los y las colombianas? ¿Cuáles son las claves históricas que nos impiden identificarnos, no solo como Nación, sino simplemente como humanos y ciudadanos con igual dignidad y derechos? ¿Cómo explicarnos tanta indolencia y normalidad en la vida cotidiana frente al horror y el dolor de millones de víctimas durante más de medio siglo? Por eso, más allá de las incontables e interminables polémicas sobre el alcance de sus revelaciones y recomendaciones, sobre sus verdades más o menos cuestionables y sus definitivas o transitorias conclusiones, es la misma forma como asumimos, desconocemos o refutamos el Informe Final, lo que mejor nos revela quiénes somos, cómo vivimos y por qué no paramos de matarnos. De allí, que el principal legado, sea también el mayor desafío. El desafío de poder algún día convivir como ciudadanos, forjando una  democracia de verdad, donde la dignidad de todos y todas sea respetada, promovida y exaltada. Es decir, si algún día seremos capaces de reconocernos como una comunidad política nacional, en lugar de seguir odiándonos y matándonos en nombre de mentiras solemnes, trascendentales y letales. Entre ellas, la mentira oficial de ser la democracia más antigua y estable del continente, cuyo saldo de víctimas civiles mortales sobrepasa el medio millón, desde 1958 hasta 2016, y deja una estela de población desplazada superior a nueve millones de personas. Multitudes de víctimas a las que se suma la cifra espectral de más de 100.000 desaparecidos, que supera en dolor y desasosiego el número de todos los desaparecidos perpetrados por las dictaduras del Cono Sur. Pero también la mentira sangrante de una supuesta lucha revolucionaria por un orden quimérico de fraternidad y justicia social, cuyos protagonistas y grupos rebeldes terminaron extraviados en la manigua de crímenes de lesa humanidad y hoy se disputan el mercado de economías ilícitas contra una maraña indescifrable de ejércitos de narcotraficantes, cuyos tentáculos irrigan la vida económica, política y social de toda nuestra nación.

Una Verdad ética y políticamente vital

Por eso, el principal legado del Informe Final es una verdad ética y vital. La verdad según la cual en política son los medios utilizados los que dignifican los fines y no lo contario. Porque los fines promovidos con medios violentos, con mentiras y estratagemas criminales, arruinan y deslegitiman los fines, por más nobles y justos que estos sean o proclamen serlo. Hay que decirlo sin ambages, sin ambigüedades y sin eufemismos: No hay democracia y mucho menos revolución con criminales de lesa humanidad. No hay democracia con víctimas propiciatorias, asesinadas y ultrajadas en nombre de la libertad, la igualdad y la seguridad inversionista. Mucho menos puede haber democracia con victimarios impunes que reclaman honorabilidad y heroísmo por sus crímenes, bien sea en nombre de la “seguridad democrática” o la “democracia con justicia social”. Tampoco hay democracia sin una ciudadanía, activa y organizada, que se exprese más allá del ritual electoral de unas urnas convertidas periódicamente en auténticas cajas de pandora, en cuyo fondo siempre quedan sepultadas las esperanzas de paz política, mayor justicia y libertad para el conjunto de la sociedad. Esa es una verdad evidente y contundente, que nos interpela y de alguna manera nos condena en grados diferentes de responsabilidad a todos y todas. Obviamente, empezando por sus protagonistas y antagonistas políticos, sus mayores responsables, continuando con las instituciones estatales y sociales, hasta culminar en nuestra precaria responsabilidad ciudadana, que termina avalando en las urnas un régimen sustentando más en la violencia que en el consentimiento, en los poderes de facto y sus dinámicas criminales inciertas, que propiamente en el Estado de derecho y sus resultados predecibles. Lamentablemente el Informe de la CEV es ambiguo y contemporiza con dicha impostura, pues se niega a reconocer lo que es evidente política, sociológica, ética y jurídicamente, a saber, que es imposible considerar como democrático a un régimen genocida. No es coherente llamar democracia a un régimen que durante más de medio siglo ha eliminado sistemáticamente la oposición política alternativa y convertido a sus líderes sociales en víctimas propiciatorias del Statu Quo. Un Statu Quo económicamente excluyente, ética, cultural y políticamente profundamente segregacionista, imbuido de clasismo, racismo, machismo y especismo. Todo lo anterior niega de cuajo la existencia y la quintaesencia de la democracia, como es la exclusión de la violencia y su contención legal en las controversias políticas y sociales. Para ello, existe el Estado de Derecho y las elecciones como instituciones que “permiten contar cabezas en lugar de cortarlas”. Pero entre nosotros sucede lo contario. La “democracia” se ha convertido en una forma de gobierno que permite cortar cabezas sin poder contarlas. Es imposible conocer el número de víctimas mortales de la llamada Violencia de los años cincuenta del siglo pasado y mucho menos las dejadas por el presente conflicto armado interno, que no cesa de causarlas y aumentarlas cada día. A tal punto, que en la misma introducción al volumen del Informe Final titulado “No Matarás. Relato histórico del conflicto armado”, se afirma: “Durante la historia de Colombia han convivido instituciones relativamente estables con violencias que llegan a niveles alarmantes para cualquier régimen que se llame democrático”.  Y, por eso, concluye: “Este proceso es aquel que desencadena en la búsqueda de la construcción de una democracia y un Estado de derecho donde prevalezcan los derechos humanos para todas las personas, y que da cuenta de sus contradicciones, obstáculos y luchas de poder”. Tal es el proceso en que actualmente nos encontramos, un proceso de transición hacia una democracia de verdad, que demanda de todos, pero especialmente del Gobierno Nacional, un compromiso con la PAZ GRANDE, que es la suma de tres paces: la paz política, la paz social y la paz ambiental o la denominada PAZ TOTAL en el lenguaje oficial. Una denominación por cierto desafortunada, pues no deja de estar asociada a una aspiración irrealizable en la vida social, siempre conflictiva y por ello necesitada de infinidad de paces parciales e incompletas, renovables y contingentes, como la que se está forjando en Buenaventura, cuya consolidación requiere de un auténtico Estado democrático y social de derecho, para evitar que surjan nuevos grupos criminales y reinicien oleadas de violencia por la ausencia de oportunidades y derechos para la mayoría de sus jóvenes. Solo así dejaremos de vivir “en modo guerra” y podremos hacerlo “en modo democrático”.

 

 

 

 

 

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