LA RESURRECIÓN POLÍTICA DE LAS VÍCTIMAS

Hernando Llano Ángel

Las víctimas del odio, la intolerancia y el fanatismo, sea este último de origen religioso, político, étnico o de género, nunca mueren. De allí, que hoy 9 de Abril, sea el “Día Nacional de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas”, pues  ellas siempre resucitan y viven en la memoria y los recuerdos de sus descendientes, sus seres queridos y amigos de toda la vida. No recordarlas y revivir con sensibilidad sus identidades y luchas, nos convertiría en cómplices de sus verdugos. Por eso todas las víctimas también sobreviven en las epopeyas de sus pueblos, que transmiten de generación en generación las gestas y sufrimientos de quienes fueron asesinados y vejados por sus ejemplos y testimonios de vida, verdad, justicia y humanidad, como lo padeció hace más de dos mil años Jesús de Nazaret. Crucificado, en parte, por afirmar que su reino no era de este mundo (Juan 18:36), ese mundo del imperio romano, con todo su poder y violencia, que desde entonces han emulado todos los demás imperios hasta el presente, solo que con mayor ignominia, terror y mentiras. Basta un vistazo a la decadencia del actual imperio hollywoodense con Trump, ese esperpéntico protagonista de la codicia, la lascivia, el racismo, la misoginia y la mentira, y, del otro lado, ver el cinismo y la criminalidad de Putin en la ocupación genocida a Ucrania, que denomina “operación especial”. Ambos son fantoches criminales del poder que aplauden hoy multitudes de seguidores nacionalistas que los vitorean, como antaño lo hicieron los fanáticos judíos que crucificaron a Jesús de Nazaret. Por eso los que mueren son esos victimarios imperiales, cuya crueldad y fariseísmo siempre es recordada por sus criminales, vergonzosas e inolvidables hazañas contra la humanidad, por su negación obstinada de la verdad y la justicia. Dichos victimarios suelen reinar y triunfar en su tiempo, pero son condenados a la ignominia por toda la eternidad. De alguna forma su gloria efímera es una vergüenza irredimible, son coronados y siempre recordados como verdugos implacables en los archivos de la historia y la memoria de la humanidad. Aunque no faltan seguidores revisionistas que sibilina y periódicamente tratan de reivindicar y negar sus identidades criminales, de santificarlos en el altar de supuestos salvadores de la nación, la democracia y hasta la revolución. Pero fracasan rotundamente, porque hoy sus víctimas están más vivas que nunca, ya ellas no están sepultadas en el pasado, se encuentran presentes en la memoria de sus descendientes sobrevivientes; en los museos que albergan sus identidades como el Museo de la Historia del Holocausto, Yad Vashem, en las Comisiones de la Verdad y sus informes finales; y en los tribunales que los emplazan y condenan, como la Jurisdicción Especial de Paz (JEP). Vivimos la resurrección política, histórica y humanitaria de las víctimas sacrificadas. Millones de ellas sacrificadas supuestamente en el altar de la defensa de la democracia o en la instauración de la justicia social y el triunfo de la revolución, cuyos victimarios suelen ser denominados héroes de la patria desde la extrema derecha, o comandantes míticos desde una izquierda radical y revolucionaria, extraviada en maniguas doctrinarias. Una resurrección que cobra vida con las verdades y confesiones de sus victimarios, que les restituye a sus víctimas la dignidad arrebatada y mancillada, ya que es imposible reparar lo irreversible, su aniquilación, desaparición y hasta el brutal desmembramiento de sus cuerpos, arrojados a la corriente profunda y mortal de nuestros ríos o sepultados en miles de fosas comunes, como lo demuestra la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas, cuyo tenebroso universo ronda la cifra de 104.602 víctimas espectrales. Pero esos victimarios no pueden eliminar y menos desaparecer el espíritu de todas sus víctimas, con sus verdades irrefutables y sus ejemplos vitales de resistencia contra la violencia y las mentiras de sus victimarios y cómplices encubridores. Poco importa la identidad oficial, rebelde o mercenaria de los mismos, pues cada día están más expuestos a las evidencias irrefutables de los hechos y los testimonios de sus cómplices y víctimas sobrevivientes, que conocemos gracias a los informes de la JEP, en casos como los miles de secuestros de las Farc-Ep y los llamados “falsos positivos” de miembros de la Fuerza Pública. Lo más insólito es que ante tal cúmulo de confesiones y evidencias, los máximos responsables institucionales del Estado colombiano de tanta ignominia no sean capaces de reconocerla y seguir el ejemplo de la cúpula del secretariado de las Farc-Ep, que al menos asumió la responsabilidad de sus crímenes de lesa humanidad y de guerra y se encuentran a la espera de las penas propias de la justicia transicional y restaurativa que les imponga la JEP. Por esa negativa de los líderes políticos y expresidentes del Estado colombiano con sus máximos comandantes operacionales de la fuerza pública a reconocer sus responsabilidades en casos escabrosos como el holocausto del Palacio de Justicia y la masacre de la Unión Patriótica, sin olvidar la complicidad asesina de miembros de la Fuerza Pública con las Autodefensas Unidas de Colombia, los “Pepes”, los “falsos positivos”, la “operación Orión” en la comuna 13 de Medellín  y muchos casos más, es que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha condenado en más de 14 ocasiones al Estado colombiano hasta 2019. Su más reciente condena al comienzo de este año fue por el exterminio de la Unión Patriótica, en la que el Tribunal Interamericano asegura que el Estado colombiano “fue responsable directo de más de 6.000 víctimas de esta formación de izquierda, desde 1984 y por más de 20 años”. Por eso es más que insólita esa renuencia de expresidentes, exministros y exministras a reconocer sus responsabilidades gubernamentales, institucionales y personales en los casos anteriores, pues todos ellos y ellas se reclaman creyentes y hasta fervientes católicos, pero se lavan sus manos y conciencias como Poncio Pilato, crucificando a millones de colombianos en nombre de razones de Estado. Así lo hizo el fallecido y piadoso Belisario Betancur ante el demencial asalto del Palacio de Justicia por parte del M-19, y su posterior destrucción e incineración, por la aún más demencial y desmesurada operación de la Fuerza Pública,  que todavía la versión oficial denomina retoma y el entonces coronel Alfonso Plazas Vega llamó “mantener la democracia”. Curioso Estado de derecho que pregona la separación de las ramas del poder público, pero promueve la decapitación de la cúpula de la rama judicial y sus más ilustres magistrados de la Corte Suprema de Justicia, Consejo de Estado y auxiliares. Un “Estado de derecho” y una “democracia” incapaces de detener la vorágine asesina que cada día cobra la vida de más líderes sociales y de derechos humanos, la mayoría de ellas a manos de organizaciones criminales que se reclaman “revolucionarias”, pero en la realidad de sus actuaciones son liberticidas, nada libertarias, y además asesinas, que son los signos políticos distintivos de lo más reaccionario, autoritario y antidemocrático que pueda uno imaginar y existir.  Lo más inadmisible e inaceptable es que el ELN levante las banderas de la paz y la participación ciudadana, sin dejar de intimidar, disparar contra los líderes sociales y confinar a sus comunidades. ¿Será capaz el ELN de reflexionar sobre lo absurdo que es seguir crucificando un pueblo,  al que dice representar, en nombre de su paz liberticida?

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