Es de sobra conocida la distinción entre el País Político y el País Nacional realizada por Jorge Eliecer Gaitán en un discurso pronunciado en el Teatro Nacional en Bogotá el 20 de abril de 1946, cuya vigencia parece perenne en nuestra realidad política, si recordamos su contenido exacto: “En Colombia hay dos países: el país político, que piensa en sus empleos, en su mecánica y en su poder y el país nacional que piensa en su trabajo, en su salud, en su cultura, desatendidos por el país político. El país político tiene rutas distintas a las del país nacional. ¡Tremendo drama en la historia de un pueblo!… Para el país político la política es mecánica, es juego, es ganancia de elecciones, es saber a quién se nombra ministro y no qué va a hacer el ministro. Es plutocracia, contratos, burocracia, papeleo lento, tranquilo, usufructo de curules y el puesto público concebido como una granjería y no como un lugar de trabajo para contribuir a la grandeza nacional”.
Sin duda, es una distinción que hoy cobra pleno sentido, pues nos demuestra que este drama, a partir de su asesinato el 9 de abril de 1948, se ha convertido en la clave de todas nuestras desgracias, agravadas y degradadas por el combustible inextinguible de las economías ilícitas que, bajo un diagnóstico simplista, englobamos como corrupción política, una palabra atrapatodo. Una palabra que abarca desde el conflicto armado interno, pasando por el narcotráfico, los delitos contra la administración pública, el nepotismo, el clientelismo hasta llegar a la UNGRD, cuya sigla parece significar Unidad Nacional de Gestión de Robos y Desastres interminables. Entonces se escucha por todas partes una sabia conclusión que explica todo y no resuelve nada: “es que todos los políticos son corruptos, todos son iguales”; “sean de derecha, centro o izquierda”. Una conclusión que aparece corroborada por los escándalos de corrupción presentes y crecientes en todos los gobiernos, sin excepción alguna desde tiempos inmemoriales, pero que a partir de la Constitución de 1991, el mayor cubrimiento de los medios de comunicación y la denuncia de periodistas críticos, se impone como una verdad irrefutable. Mucho más con el auge de las redes sociales y la proliferación de las Fake News, que llegan incluso a crear realidades paralelas, que son auténticas mentiras, como lo hace con éxito Donald Trump en su país.
Más allá de la lucha contra la corrupción
Por eso la lucha contra la corrupción es una verdad que oculta mucho más de lo que revela y siempre se utiliza con la intención de deslegitimar al adversario político, convirtiendo así la moral en la más poderosa arma política, de la cual se apropian en forma maniquea los principales protagonistas de la vida política nacional e incluso internacional. Así Netanyahu proclama que combate el terrorismo de Hamas cometiendo impune y cínicamente el más atroz genocidio contra la población civil en Rafah y toda la franja de Gaza. En nuestro caso, no es gratuito que los máximos protagonistas de la vida política nacional, Álvaro Uribe y Gustavo Petro, hayan hecho de la lucha contra la corrupción su principal bandera política. Uribe lo hizo en el 2002 con su consigna de luchar “Contra la corrupción y la politiquería” y Petro durante toda su carrera de congresista denunciando la corrupción letal del paramilitarismo, la parapolítica y la codicia cleptocrática de Samuel Moreno Rojas en la alcaldía de Bogotá. Pero los escándalos de corrupción que han afectado a los dos líderes que hoy dividen el país demuestran con creces que sus administraciones han sido carcomidas y minadas por la corrupción. Incluso que se haya reformado un articulito de Constitución Política mediante la Yidispolítica y la comisión del delito de cohecho que llevó a la cárcel a los ministros Sabas Pretelt y Diego Palacio, es ya un antecedente de corrupción política difícil de superar, pues se trató de una corrupción constitucional. Fue, nada menos, que corromper lo que era un acuerdo nacional fundamental, en palabras de Álvaro Gómez Hurtado.
Claro que algo similar argumentan contra el Acuerdo de Paz quienes ganaron el plebiscito en el 2016. Pero lo grave es que ellos olvidan que lo hicieron a partir de mentiras y de la manipulación del miedo y el odio de millones de colombianos que fueron llevados a las urnas a “votar verracos”. De nuevo, una corrupción del espíritu de la Constitución y su artículo 22 que nos señala a todos los colombianos que “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. Imperativo político que fue corrompido en un pulso personal entre Santos y Uribe, cuyas consecuencias letales todavía estamos pagando. Todo lo anterior, vale tenerlo en cuenta para no dejarnos dividir y manipular, formando bandos irreconciliables que periódicamente son convocados a marchar –supuestamente en defensa de la Constitución, la democracia y la lucha contra la corrupción—en lugar de reconocer que lo fundamental es conservar nuestro juicio político más allá de intereses personales y simpatías partidistas doctrinarias, reconociendo que la democracia debe superar esos antagonismos irreconciliables entre el país político y el país nacional. Al respecto, valdría la pena que el presidente Petro tuviera en cuenta este otro aparte del discurso de Gaitán:
“Pero una nación no se salva con simple verbalismo, con jugadas habilidosas, ni con silencios calculados, sino con obras, con realidades, con el otro aspecto de nuestro criterio, que es el de tener como objetivo máximo de la actividad del Estado al hombre colombiano, cómo va su salud, cómo su educación, cómo su agricultura, cómo su comercio, cómo van su industria, sus transportes y su sanidad”.
Así como los líderes del establecimiento, deberían escuchar y acatar esta reflexión del expresidente Alfonso López Pumarejo, al final de sus días:
“Me inclino a creer que la historia de Colombia podría interpretarse como un proceso contra sus clases dirigentes, las cuales se han sentido en todo tiempo dueñas de preparación y de capacidades superiores a las que han demostrado tener en el manejo de los negocios públicos; y pienso, además, que si se engañan sobre su propio valor, atribuyéndose virtudes que no poseen en el grado que ellas pretenden, su equivocación reviste trágicos caracteres cuando desconocen que muchos de los defectos que esas clases atribuyen al pueblo colombiano son producto del abandono implacable a que este ha vivido sometido”.
Y, por último, aquellos sectores de la oposición y sus millones de “ciudadanos de bien” que los acompañan con tan buena conciencia, deberían escuchar y comprender estas palabras de alguien cercano a sus sensibilidades y convicciones, el expresidente Belisario Betancur, en su discurso de posesión presidencial:
“He andado una y otra vez por los caminos de mi patria y he visto ímpetus heroicos, pero también gentes mustias porque no hay en su horizonte solidaridad ni esperanza. Ya que para una parte de colombianos: “La turbamulta les es ajena pues procede de grupos que les son ajenos; la otra Colombia le es remota u hostil. ¿Cómo afirmar sin sarcasmo la pertenencia a algo de que están excluidos, en donde su voz resuena con intrusa cadencia? Y para los más poderosos o los más dichosos ¿a qué reivindicar algo tan entrañablemente unificador como es la patria, a partir de la discriminación y el desdén? Hay una relación perversa en la que los dos países se envenenan mutuamente, y esa dialéctica ahoga toda existencia nacional”.
Para superar esta deriva de antagonismos y confrontaciones viscerales, empeñadas en hacer ingobernable el país e ilegitimo su mandato, el presidente Petro deberá tener en cuenta su lúcida apreciación sobre esa dicotomía histórica, social, cultural y política existente entre el País Político y el País Nacional que nos ha impedido ser una democracia real, resumida así en su discurso de posesión presidencial:
“Y finalmente, uniré a Colombia. Uniremos, entre todos y todas, a nuestra querida Colombia. Tenemos que decirle basta a la división que nos enfrenta como pueblo. Yo no quiero dos países, como no quiero dos sociedades. Quiero una Colombia fuerte, justa y unida”.
Hernando Llano Ángel
Abogado, Universidad Santiago de Cali. Magister en Estudios Políticos, Pontificia Universidad Javeriana Bogotá. PhD Ciencia Política, Universidad Complutense Madrid. Socio Fundación Foro Nacional por Colombia, Capítulo Suroccidente. Miembro de LA PAZ QUERIDA, capítulo Cali.