La Consulta Popular se encuentra en el peor escenario posible. Está contra la “Espada de Bolívar”, blandida por el presidente Petro y la supuesta insuperable pared de sus opositores en el Senado, que podrían negarla.
La Consulta Popular se encuentra en el peor escenario posible. Está contra la “Espada de Bolívar”, blandida por el presidente Petro y la supuesta insuperable pared de sus opositores en el Senado, que podrían negarla.
La Consulta Popular se encuentra en el peor escenario posible. Está contra la “Espada de Bolívar”, blandida por el presidente Petro y la supuesta insuperable pared de sus opositores en el Senado, que podrían negarla. Un escenario apropiado para una pieza teatral tragicómica, donde los espectadores, vale decir los trabajadores, pueden salir frustrados de la función. Si ello acontece, millones de colombianos estarán condenados a continuar viviendo precariamente, en medio del rebusque cotidiano, y a presenciar sainetes entre mediocres comediantes que burlan sus derechos y expectativas. Sucede así, porque los actores protagónicos, los congresistas, no están a la altura del libreto constitucional, sino que se limitan, la mayoría de ellos, a usufructuarlo en beneficio propio, a ser leales y cómplices con los patrocinadores de sus costosas campañas electorales, cuando no simplemente a delinquir y hacerse reelegir indefinidamente. Por eso, algunos de ellos pasan de la curul a la cárcel, como lo estamos presenciado con los expresidentes del Senado, David Name y de la Cámara de Representantes, Andrés Calle, procesados por la Corte Suprema de Justicia por presunto cohecho impropio y peculado por apropiación.
La Constitución, un libreto burlado
Se supone que todos los funcionarios públicos en el desempeño de sus funciones deben cumplir el libreto de la Constitución (artículo 6), si en verdad fueran actores de esa obra magna y vital llamada democracia, donde todos somos protagonistas y responsables al delegar en ellos, mediante las elecciones, nada menos que la suerte de nuestras vidas y valores inalienables como la libertad y dignidad en un horizonte de bienestar general y convivencia pacífica. Pero lamentablemente ese hermoso libreto se ha quedado escrito y esa obra vital se ha convertido en una tragedia mortal. Por eso hoy estamos en esta encrucijada, presenciando como el Ejecutivo y el Legislativo se desafían y confrontan, nada menos que en torno a derechos tan vitales como el trabajo y su remuneración digna, sin los cuales no es posible hablar de democracia y menos de paz social. Al respecto, no estaríamos en este tinglado de la “espada de Bolívar” desenvainada por el Ejecutivo contra el Congreso, si tan mediocres impostores hubiesen cumplido en el pasado el artículo 53 de la Carta, que desde hace 34 años les ordenó la expedición de un Estatuto de Trabajo, entre cuyos “principios mínimos fundamentales” figuran: “Igualdad de oportunidades para los trabajadores; remuneración mínima vital y móvil, proporcional a la cantidad y calidad de trabajo; estabilidad en el empleo; irrenunciabilidad a los beneficios mínimos establecidos en normas laborales; facultades para transigir y conciliar sobre derechos inciertos y discutibles; situación más favorable al trabajador en caso de duda en la aplicación e interpretación de las fuentes formales de derecho; primacía de la realidad sobre formalidades establecidas por los sujetos de las relaciones laborales; garantía a la seguridad social, la capacitación, el adiestramiento y el descanso necesario; protección especial a la mujer, a la maternidad y al trabajador menor de edad”. Como si fuera poco, el mencionado artículo señala explícitamente al final que: “La ley, los contratos, los acuerdos y convenios de trabajo, no pueden menoscabar la libertad, la dignidad humana ni los derechos de los trabajadores”.
Legislando contra los trabajadores
Pero la mayoría de congresistas le aprobaron al entonces presidente Álvaro Uribe una reforma laboral regresiva, la ley 789 de 2002, que menoscabó la remuneración de las horas extras y los días festivos a los trabajadores. Según análisis y artículo publicado por la revista digital “Las dos Orillas”: “El trabajador debió sacrificar el 66,6 % del valor total que por el dominical percibía antes de la reforma. Así, de no existir la reforma, este trabajador recibiría $14.457 adicionales al valor de su día ordinario de trabajo. Al desaparecer todo tipo de recargo, el impacto negativo para el trabajador es doble: se limita a recibir sólo el valor de un día ordinario de trabajo, además que no goza del derecho al día compensatorio, dejando de percibir un 33,3 % en dinero y otro 33,3 % en especie”. Precisamente porque el proyecto de reforma del presidente Petro pretende revertir semejante asalto al trabajo y ese inadmisible latrocinio de la justa remuneración de los trabajadores, fue hundido en la comisión séptima del Senado por ocho congresistas afines al expresidente Uribe. Semejante obstrucción del debate en la plenaria del senado demuestra que no estuvieron a la altura ni siquiera del primer artículo de la Constitución, que les ordena hacer prevalecer el interés general sobre el particular y que la República “esta fundada en el respeto de la dignidad humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integran”.
¿Prevaricato por omisión?
Pero, incluso, ahora los senadores podrían incurrir en prevaricato por omisión al no aprobar la Consulta Popular en el transcurso de un mes, ya que el artículo 133 de la Constitución les ordena que deben “actuar consultando la justicia y el bien común”. Justicia y bien común que son valores esenciales sobre los cuales toda la ciudadanía tiene derecho a pronunciarse, pues al negársenos nuestra voz y decisión se estaría desconociendo de plano el fundamento de la democracia, que según el artículo 3 de la Carta reside “exclusivamente en el pueblo, del cual emana el poder público”. Además de este fundamento constitucional, la ley 1757 de 2015, establece en su artículo 42, ordinal C que: “Cuando el pueblo haya adoptado una decisión obligatoria en una consulta popular, el órgano correspondiente deberá adoptar las medidas para hacerla efectiva”. Es decir, la expedición de la respectiva ley, dando cumplimiento a lo decidido por la ciudadanía, que en cada pregunta debe haber respondido afirmativamente con la mitad más uno de los votos válidos, siempre y cuando haya votado al menos el 33% de los ciudadanos inscritos en el censo electoral. En números, esto significa que, siendo el censo actual de 40.963.370 inscritos, la consulta deberá contar con al menos 13.700.000 participantes. Para ser aprobada, necesitaría alrededor de 6.827.229 votos afirmativos cada pregunta. De no alcanzar esta participación, la consulta no sería vinculante. Pero siendo mayoritario el SÍ, entonces, el Congreso deberá expedir una ley que cumpla con lo decidido por la ciudadanía “dentro del mismo período de sesiones o a más tardar en el período siguiente”. Lo cual demandaría necesariamente una concertación en el Congreso para cumplir con lo ordenado por el pueblo. De no hacerlo, entonces el presidente “la adoptará mediante decreto con fuerza de ley”, según el artículo 42 ordinal C de la ley 1757 del 2015.
De la confrontación a la concertación
Por todo lo anterior, la única vía democrática y constitucional es la de la concertación entre el Ejecutivo y el Legislativo, una vez aprobada la consulta, y no la actual absurda confrontación. Pero si el Senado no aprueba la consulta, se confirmará una vez más esta profética afirmación del expresidente López Pumarejo en 1935, al comienzo de su frustrada “revolución en marcha” :“Me inclino a creer que la historia de Colombia podría interpretarse como un proceso contra sus clases dirigentes, las cuales se han sentido en todo tiempo dueñas de preparación y de capacidades superiores a las que han demostrado tener en el manejo de los negocios públicos; y pienso, además, que si se engañan sobre su propio valor, atribuyéndose virtudes que no poseen en el grado que ellas pretenden, su equivocación reviste trágicos caracteres cuando desconocen que muchos de los defectos que esas clases atribuyen al pueblo colombiano son producto del abandono implacable a que este ha vivido sometido” y, al término de su vida pública, declaró: “Si la obra quedó trunca, el edificio inconcluso y frustradas muchas esperanzas, la culpa fue de quienes no seguimos avanzando y no de las masas, que instintivamente nos reclamaban nuevas reformas”. ¿Será que estamos condenados a repetir otros cien años esta inicua historia por la mezquina oposición de senadores incompetentes, corruptos o codiciosos que no aprueben la Consulta y le temen a la ciudadanía? O que, una vez aprobada, promoverán la abstención para que no alcance el umbral y fracase, pero al día siguiente como fariseos estarán pidiendo el voto a los ciudadanos para ser reelectos en el Congreso y gritando a los cuatro vientos que la abstención es el cáncer de la democracia. Para eso ciudadanos que ingenuamente todavía les creen y no van a votar en la Consulta, va este certero aforismo de Edmund Burke: “Los políticos corruptos son elegidos por ciudadanos honestos que no votan”.
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