Álvaro Uribe Vélez ¿De la impunidad política a la culpabilidad penal?

(Segunda parte)

Hernando Llano Ángel

La vida política de Álvaro Uribe Vélez transcurre entre las luces de sus triunfos electorales y la penumbra de sus numerosos procesos judiciales. Esta circunstancia se reveló con especial intensidad durante las últimas semanas, tanto en la política como en los estrados judiciales. Para empezar, Salvatore Mancuso en su comparecencia ante la JEP, volvió a revivir los fantasmas que no cesan de atormentar al expresidente Uribe por el presunto apoyo que recibió de las AUC durante sus campaña electorales, seguido del ambiguo y obscuro proceso de desmovilización de miles de miembros de dicha organización paramilitar, luego la intempestiva extradición a Estados Unidos de sus máximos comandantes y las verdades en disputa sobre lo que realmente sucedió, que ahora vuelven como un bumerang a golpear su credibilidad y responsabilidad política como presidente. Y, como si fuera poco, la jueza 41 penal del circuito de Bogotá, Laura Barrera, volvió a negar la preclusión en la investigación que desde hace más de 5 años lo incrimina como presunto participe de los delitos de soborno a testigo y fraude procesal, al señalar que “existen elementos probatorios que permiten afirmar con probabilidad de verdad que el delito de soborno sí existió y que no está desvirtuado que Álvaro Uribe Vélez participó”.

De la política a los estrados judiciales

Dos fuertes embates que ameritan una breve consideración sobre sus efectos en la vida del líder político de mayor influencia en el presente, toda vez que ha marcado los derroteros de la guerra y la paz, tanto por su beligerancia durante sus dos períodos presidenciales como por su oposición contra el proceso y el Acuerdo de Paz del 2016. Dichos acontecimientos, revelados a la luz pública por Mancuso, un criminal de lesa humanidad y, el otro, por la Jueza Barrera, están estrechamente relacionados, aunque se trate de hechos diferentes y se presenten en escenarios independientes. Pero ambos comparten una trama común muy compleja y hacen parte de una madeja inextricable que afectan tanto la responsabilidad y legitimidad de Uribe en el ejercicio de sus funciones presidenciales, como su presunta inocencia o culpabilidad personal en el litigio penal que ahora pasará a la competencia de la sala penal del Tribunal de Bogotá. Dicha madeja está formada por la fusión ineludible en nuestra realidad de la política con la violencia en el contexto de un conflicto armado interméstico profundamente degradado, que ha conllevado la comisión de múltiples y graves delitos. Desde el concierto agravado para delinquir, como la parapolítica con 60 congresistas condenados, hasta la sedición y la rebelión, amalgamadas con el narcotráfico y una secuela de terribles delitos de guerra y lesa humanidad, con los cuales está lidiando hoy la JEP en busca de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición. Todo lo anterior ha engendrado actores mutantes, como las AUC, Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y las guerrillas, cuya identidad política y criminal se entremezcla y combina, según sus necesidades tácticas y estratégicas, en la defensa de sus intereses y la búsqueda de objetivos.  Objetivos que oscilan entre alcanzar favorabilidad política (ELN) y altos márgenes de impunidad (AGC), como lo estamos viendo en los sangrientos y frustrantes episodios que acechan la confusa “Paz total” de este gobierno.

El origen político del lío judicial

Para desenredar esa madeja, Uribe desde la presidencia promovió la ley 975 de 2005, más conocida como de Justicia y Paz, aunque a la postre ella no haya logrado ninguno de los dos objetivos. Pero antes de intentarlo por la vía de los estrados judiciales, lo hizo a través de la política mediante la ley 796 de 2003, convocando un referendo constitucional en cuyo proyecto incorporó, en el numeral 6 sobre la “Reducción del Congreso”, un extenso parágrafo. Dicho parágrafo buscaba “facilitar la reincorporación a la vida civil de los grupos armados al margen de la ley, que se encuentren vinculados decididamente a un proceso de paz, bajo la dirección del Gobierno, éste podrá establecer, por una sola vez, circunscripciones especiales de paz para las elecciones a corporaciones públicas que se realicen antes del 7 de agosto del año 2006, o nombrar directamente, por una sola vez, un número plural de congresistas, diputados y concejales, en representación de los mencionados grupos en proceso de paz y desmovilizados. El número será establecido por el Gobierno Nacional, según la valoración que haga de las circunstancias y del avance del proceso. Los nombres de los congresistas, diputados y concejales a que se refiere este artículo, serán convenidos entre el Gobierno y los grupos armados, y su designación corresponderá al presidente de la República. Para los efectos previstos en este artículo, el Gobierno podrá no tener en cuenta determinadas inhabilidades y requisitos necesarios para ser congresista, diputado y concejal”.  Tal parágrafo claramente estaba dirigido a los miembros de las AUC, pues entonces las FARC el 7 de febrero de 2003 cometió el abominable atentado terrorista contra el club el Nogal y el presidente Uribe arreciaba su guerra contra la misma, sin la más mínima posibilidad de vincularla decididamente a un proceso de paz. La Corte Constitucional declaró inexequible ese parágrafo del numeral 6 mediante sentencia C-551/03, motivo por el cual no apareció en el texto del referendo sometido a la ciudadanía. Pero quedaba meridianamente clara la intención del presidente Uribe de otorgar a miembros de las AUC una favorabilidad política muy amplia, que incluía curules no solo en el Congreso sino en Asambleas y Concejos, sin exigencia alguna de verdad, ni de justicia ni reparación por las víctimas mortales y los millones de desplazados dejados por sus crímenes de guerra y lesa humanidad, muchos de los cuales se cometieron con la complicidad de miembros del Ejército nacional, como lo describió una vez más Salvatore Mancuso en las recientes audiencias públicas ante la JEP. Posteriormente, los miembros de las AUC se acogerían a la ley 975 de 2005 y cuando Salvatore Mancuso comenzó a revelar, en emisión estelar del noticiero RCN del 28 de abril de 2008 por la televisión, cómo las AUC habían contribuido a la elección de por lo menos el 35% del Congreso, fue extraditado a Estados Unidos el 12 de mayo, justo 15 días después, con casi toda la cúpula de comandantes de las AUC, bajo el cargo de haber continuado delinquiendo desde la cárcel. Irónicamente, ahora volvemos a escucharlo, 15 años después, pero de nuevo el expresidente Uribe niega la veracidad del apoyo de las AUC en sus fulgurantes triunfos electorales, que lo han consagrado como el único candidato que ha ganado la presidencia en primera vuelta en dos ocasiones. Por ello, en un foro realizado el 23 de febrero de 2005 sobre “Sostenibilidad de la política de seguridad democrática”, el mismo expresidente Andrés Pastrana fue quien advirtió sobre la grave sombra para la legitimidad democrática que implicaba la negociación que adelantaba Uribe con las AUC: “Que si el paramilitarismo controla –según sus propios voceros- y, según diversos entendidos, 300 municipios del país, 40 por ciento de las exportaciones de droga, un alto porcentaje de las tierras cultivables y temibles ejércitos privados cuyas estructuras y zonas de influencia se conservan intactas, es una historia de vieja data. Que el paramilitarismo, con sus dineros, sus armas y sus comodines políticos pueden inclinar la balanza electoral, es un hecho notorio. La pregunta, entonces, bajo tales supuestos, es sí es lícito negociar con tal poder electoral mientras la cabeza negociadora está en trance electoral. Si aquí hay una simple interferencia o una flagrante incompatibilidadA la reelección inmediata se le han señalado, desde su concepción y por todos los medios, una extensa gama de incompatibilidades. Sin embargo, su incompatibilidad con un proceso o pacto de paz repercute en dos ámbitos esenciales a la supervivencia misma de nuestra democracia: el proceso de paz y el proceso electoral. Mientras proceso de paz, poder político paramilitar y elecciones no se deslinden, se abre el espacio a la suspicacia, riesgo al que no se puede exponer la democracia representativa”.  Y, en efecto, ello sucedió, pero el triunfo inobjetable de Uribe en las urnas con 7.397.835 votos, el 62.35% de los válidos, terminó legitimando lo que tuvo origen en la reforma constitucional de un “articulito” aprobado gracias a la comisión del delito de cohecho por dar u ofrecer. Posteriormente, “la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia condenó a 80 meses de prisión a los exministros Sabas Eduardo Pretelt de la Vega y Diego Palacio Betancourt, así como a 60 meses de prisión al exdirector del Departamento Administrativo de la Presidencia de la República, Alberto Velásquez Echeverri”. De esta forma el expresidente Uribe se aseguró con su triunfo en las urnas una impunidad política inexpugnable. Pero ahora se encuentra en un trance diferente, pues está por verse si sale airoso de los cargos penales que se le imputan por incurrir presuntamente en los delitos de soborno de testigos y fraude procesal, cuyo origen es ni más ni menos el haber intentado desvirtuar los testimonios de Juan Monsalve y Carlos Enrique Vélez, exparamilitares del Bloque Metro, que señalan al expresidente y a su hermano, Santiago, de estar en el origen de la formación de dicho Bloque paramilitar. Dicha investigación proseguirá en la sala penal del Tribunal Superior de Bogotá, pues la jueza Laura Barrera no la precluyó. Ante esta instancia, difícilmente la Fiscalía podrá solicitar una tercera preclusión, pues deberá recabar más pruebas que le permitan presentar un caso nuevo y desvirtuar las que hasta ahora lo incriminan. Así las cosas, Álvaro Uribe se encuentra ad portas de ser llamado a un juicio en su condición de ciudadano y hacendado del Ubérrimo, pues al renunciar a su fuero de senador para eludir la competencia de la Corte Suprema de Justicia, deberá afrontar una sentencia que lo declarará inocente o culpable, como un incriminado más y no como ese líder político y estadista que aspiraba “entregar una Nación mejor a quienes vienen detrás. No quiero morir con la vergüenza de no dar hasta la última lucha para que mi generación pueda esperar tranquilamente el juicio de la historia”, como lo escribió en el punto 100 de su Manifiesto Democrático. Pero todo parece indicar que antes tendrá que someterse a una sentencia penal, que no le ha permitido esperar tranquilamente ese juicio de la historia, por su incapacidad para reconocer plenamente sus responsabilidades políticas e innumerables deudas pendientes con la verdad y el dolor de miles de víctimas, como los atroces “falsos positivos”, producto de su pregonada política de “seguridad democrática” y la Directiva 029  de su ministro de defensa Camilo Ospina Bernal.

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