EL ABORTO DE LA REFORMA POLÍTICA

Hernando Llano Ángel.

Más allá de la aparente imposibilidad de encontrar a los responsables personales de la abortada reforma política presentada por el gobierno en el Congreso y del autogol que se anotó el Pacto Histórico, como lo califica el senador Roy Barreras, presidente del Congreso, lo verdaderamente grave es que ello demuestra la falta de voluntad política y la incompetencia de los congresistas para asumir su mayor responsabilidad: el ejercicio de la política en función del interés público y no de la perpetuación en sus curules y su testaferrato al servicio de intereses limitados, corporativos y empresariales. Porque lo que está en juego en toda reforma política con sentido democrático es la pregunta ¿A quién le sirve la política? Y la respuesta, obviamente, debería ser al bien público y la justicia. Así aparece en esa obra de ficción política llamada Constitución en su artículo 133: “Los miembros de los cuerpos colegiados de elección directa representan al pueblo, y deberán actuar consultando la justicia y el bien común”. Pero todos sabemos que la inmensa mayoría de los congresistas actúan en primer lugar consultando su bolsillo y el bien propio. Es una vergüenza, una burla y una violación flagrante de ese artículo que los congresistas en nuestro país ganen mensualmente $37′880.084  pesos, teniendo en cuenta que su último incremento fue de  2′563.973 pesos. Es decir, devengan casi 38 salarios minímos. En ese caso, antes que representantes de los ciudadanos, muchos de ellos son parásitos que viven del trabajo de los ciudadanos. De entrada, entonces, actúan burlando la justicia y el bien común, pues sus ingresos son pagados con nuestros impuestos. Como meridianamente lo demuestra el análisis de Jorge Galindo en el diario El País de Españalos congresistas colombianos son los mejor pagados de las democracias latinoamericanas, y los que más ganan con respecto a sus conciudadanos. El sueldo de nuestros congresistas no tiene presentación y menos justificación, pues no se puede recurrir al argumento de que los representantes electos reciban remuneraciones altas para “atraer el mérito y el talento”, todos sabemos que lo que predomina en el Congreso es la mediocridad y la incompetencia, salvo contadas excepciones. De allí la inmensa dificultad para realizar una reforma política que consulte “la justicia y el bien común”. Para ser coherentes con este principio, del cual depende la legitimidad democrática de los representantes, lo primero que deberían hacer los congresistas es eliminar de raíz semejante remuneración que los convierte objetivamente en unos plutócratas. Unos plutócratas indolentes, pues trabajan muy poco y ganan en forma exorbitante. Lo resalta Alfredo Molano Jimeno: “Y más alarmante es la cifra cuando se hacen cuentas de los días que van a trabajar este semestre. Según lo ha podido establecer El Espectador, en esta legislatura –la más corta del año-, los parlamentarios tendrán 12 semanas laborales y recibirán, cada uno, un total de $103. 209. 420. Palabras más palabras menos, estamos hablando de que cada legislador gana $3.686.050 por cada sesión a la que asiste, ya que los números muestran que en este periodo tendrán, por bien que nos vaya a los colombianos, 28 sesiones”. Lo más inadmisible es que semejantes privilegios no terminan allí, sino que se extienden al régimen especial que tienen para pensionarse.  “Según datos de la dirección del Fondo de Previsión Social del Congreso entre los exfuncionarios del legislativo hay 626 pensiones que superan los 25 salarios mínimos, que le cuestan al Estado más de $12.200 millones al mes. Hoy, hay 37 congresistas que esperan pensionarse con salarios superiores a los $25 salarios mínimos mensuales legales vigente”. Por todo lo anterior, más allá de las iniciativas polémicas que contenía la reforma abortada, como la lista cerrada y la financiación estatal de las campañas electorales, que en efecto pueden contribuir a depurar a la política del clientelismo y la corrupción, el gobierno del Pacto Histórico tiene la oportunidad de proponer una reforma que cambie de tajo esa práctica política plutocrática, que es la negación misma de la democracia. Lo podría hacer desmontando ese régimen privilegiado de remuneración y de pensiones infamante, pero ello es casi imposible pues los congresistas no apoyarían el resto de sus reformas con contenido social. Definitivamente, para los políticos profesionales el Estado es su empresa privada y con esa actitud no solo impiden la existencia del Estado Social de derecho y la “prevalencia del interés general” sobre sus personales y partidistas intereses, sino que además revelan su vergonzosa existencia de parásitos institucionales, salvo algunas excepciones. Parásitos que viven a expensas de la ignorancia, la necesidad o la ingenuidad de miles de sus electores, sin descontar aquellos congresistas que son testaferros de sus generosos financiadores legales e ilegales y se proclaman defensores a ultranza de la que consideran la “democracia más antigua y estable de Latinoamérica”. Sin duda, antigua en desangrar a su pueblo y estable en enriquecer a las minorías que representan en perjuicio del interés y el bienestar general.

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